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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Mujercitas (12 page)

—¿Y qué si lo es? Usted no teme nada, ¿no lo recuerda? —repuso el joven con aire pícaro.

—Me asusta un poco su abuelo, aunque no sé por qué. Marmee me dio permiso para venir y no creo que mi visita haya empeorado su estado —dijo Jo tratando de recuperar la compostura, pero sin dejar de mirar hacia la puerta.

—Al contrarío, me encuentro mucho mejor y le doy las gracias por ello; pero temo que se haya cansado demasiado hablando conmigo. La conversación ha sido tan agradable que no quería que acabara —afirmó Laurie, muy agradecido.

—Es el médico, señor; quiere verle —explicó una criada haciendo una seña.

—¿Le importaría que la dejase sola un minuto? Supongo que debo verle —dijo Laurie.

—No se preocupe por mí. Aquí estaré feliz como una perdiz —contestó Jo.

Laurie salió y su visita se entretuvo a su manera. Jo estaba mirando un retrato del dueño de la casa cuando oyó que la puerta de la habitación se abría y, sin volverse, anunció:

—Ahora estoy convencida de que no debo temerle. Tiene ojos de buena persona, aunque su gesto es bastante severo y parece la clase de persona que siempre se sale con la suya. No es tan guapo como mi abuelo, pero me cae bien.

—Gracias, señorita —dijo una voz ronca a sus espaldas—. Para consternación de Jo, allí estaba el anciano señor Laurence.

La pobre Jo se ruborizó y el corazón le empezó a latir demasiado rápido mientras recordaba qué había dicho. Por unos segundos, sintió un irrefrenable deseo de salir corriendo. Pero eso hubiese sido cobardía y sus hermanas se hubiesen mofado de ella, por lo que decidió quedarse y salir del aprieto de la mejor manera posible. Al mirar de nuevo al anciano observó que sus ojos, bajo unas cejas pobladas, brillaban y parecían aún más benévolos que los del retrato y tenían una expresión picara que hizo que gran parte de su miedo se esfumara. La voz del caballero sonó más ronca que nunca cuando preguntó de pronto, tras el terrible silencio:

—Así pues, dice que no me tiene miedo, ¿verdad?

—Así es, señor.

—Y no me encuentra tan guapo como a su abuelo.

—En efecto, señor.

—Y parece que siempre me salgo con la mía.

—Era una opinión, señor.

—Y, a pesar de todo eso, le caigo bien.

—Sí, señor, así es.

Las respuestas de Jo fueron del agrado del anciano caballero, que se echó a reír, le estrechó la mano, y la tomó de la barbilla para levantarle el rostro, lo observó con expresión seria y, tras retirar la mano, meneó la cabeza.

—Tiene usted el carácter de su abuelo, aunque no se parece físicamente a él. Era un buen hombre, querida, pero, por encima de todo, era valiente y honrado. Me enorgullezco de haber sido amigo suyo.

—Gracias, señor —repuso Jo, que ahora se sentía a gusto después de oír un comentario tan agradable.

—¿Qué le ha hecho a mi nieto? —preguntó a continuación el anciano con tono severo.

—Solo intentaba ser una buena vecina, señor —respondió Jo, y le explicó el propósito de su visita.

—¿Cree que necesita distraerse un poco?

—Sí, señor, parece algo solitario y tal vez la compañía de otros jóvenes le haría bien. En casa somos todas mujeres, pero estaríamos encantadas de ayudar, si está en nuestra mano. Nunca olvidaremos el magnífico regalo de Navidad que nos hizo llegar —dijo Jo emocionada.

—Eso fue cosa de mi nieto. ¿Cómo está aquella pobre mujer?

—Está mejor, señor —contestó Jo, que a continuación, hablando muy rápido, le explicó todo cuanto sabía sobre los Hummel, a los que, por mediación de su madre, ahora ayudaban unos amigos más ricos que ellas.

—Así era como hacía el bien su abuelo, señorita. Pasaré a visitar a su madre un día de estos. Coménteselo. El sonido de esa campanilla anuncia la hora del té; lo tomamos temprano por el muchacho. Baje conmigo y siga comportándose como una buena vecina.

—Si así lo quiere, señor —repuso Jo.

—De no ser así, no se lo pediría. —Y el señor Laurence le ofreció el brazo, a la antigua usanza.

¿Qué diría Meg si me viera?, pensó Jo, mientras caminaba del brazo del señor Laurence y los ojos le bailaban de alegría al imaginarse contándoselo a sus hermanas.

—¡Eh!, ¿qué demonios le pasa a este joven? —exclamó el anciano al ver que Laurie bajaba corriendo por las escaleras y se paraba perplejo al encontrar a Jo del brazo de su temible abuelo.

—No sabía que ya estaba en casa, señor —dijo Laurie mientras Jo le lanzaba una mirada de triunfo.

—Eso está claro por el estruendo que has armado al bajar por las escaleras. Ven a tomar el té y compórtate como un caballero. —Y tras dar un cariñoso tirón de pelo a su nieto, el anciano caballero continuó caminando, mientras, a sus espaldas, Laurie le hacía mofa con unos gestos tan cómicos que a Jo le costó contener la risa.

El anciano bebió cuatro tazas de té sin apenas pronunciar palabra. Se dedicó a observar a los dos jóvenes, que no tardaron en charlar con la confianza de dos viejos amigos, y no pudo por menos de reparar en el cambio que había experimentado su nieto. Su rostro tenía color, luz y vida, sus gestos eran más vivaces y su risa reflejaba una alegría sincera.

Tiene razón, el muchacho se siente solo. Veré qué pueden hacer estas jovencitas por él, pensó el señor Laurence mientras escuchaba y observaba a la pareja. Jo le había caído en gracia, le gustaba su carácter, extravagante y directo, y parecía entender a su nieto tan bien como sí ella misma fuese un muchacho.

Si los Laurence hubieran sido lo que Jo llamaba «tiesos y remilgados», no habría simpatizado con ellos, porque esa clase de personas la hacían sentirse inhibida e incómoda. Pero, como eran sencillos y naturales, se comportó tal cual era y causó una buena impresión. Al levantarse de la mesa, Jo anunció que se marchaba, pero Laurie dijo que tenía algo más que mostrarle y la llevó al invernadero, que estaba iluminado en su honor. A Jo le pareció estar en el país de las hadas mientras recorría los caminos bordeados de flores, en aquella luz suave, el ambiente húmedo y dulce, entre magníficos árboles y enredaderas, Su nuevo amigo cortó flores hasta que ya no le cupieron en las manos. Luego las ató en un ramillete y dijo con ese semblante alegre que tanto gustaba a Jo:

—Por favor, déselas a su madre y dígale que me ha gustado mucho la medicina que me ha enviado.

Encontraron al señor Laurence de pie junto al fuego, en el salón grande, pero lo que llamó la atención de Jo fue un magnífico piano de cola abierto.

—¿Toca usted el piano? —preguntó volviéndose hacía Laurie con una expresión respetuosa en el rostro.

—En ocasiones —contestó él con modestia.

—Por favor, toque algo. Me gustaría oírle para poder contárselo a Beth.

—¿No prefiere tocar usted primero?

—Yo no sé tocar; soy demasiado torpe para aprender, pero me encanta la música.

Laurie tocó para ella y Jo escuchó, embriagada por el olor de los heliotropos y las rosas. Su respeto y aprecio por el joven Laurence aumentaron al ver que tocaba bien y sin presunción. Deseó que Beth pudiese oírle, pero no lo dijo; elogió su arte hasta que el chico se ruborizó y el abuelo acudió en su rescate.

—Es suficiente, suficiente, señorita; no le conviene recibir tantos cumplidos. No toca mal, pero confío en que pueda hacer cosas más importantes. ¿Se va ya? Muchas gracias por su visita. Vuelva pronto y salude a su madre de mi parte. Buenas noches, doctora Jo.

El anciano le estrechó la mano cordialmente, pero parecía contrariado. Cuando se dirigían al vestíbulo, Jo preguntó a Laurie si había dicho algo inconveniente. El joven negó con la cabeza.

—No, ha sido por mí. No le gusta verme tocar.

—¿Por qué?

—Se lo contaré en otra ocasión. Como yo no puedo acompañarla a casa, John irá con usted.

—No es necesario. No soy una niña y, además, vivo a un paso. Cuídese mucho, ¿de acuerdo?

—Lo haré, pero espero que vuelva pronto. ¿Lo hará?

—Si promete devolvernos la visita en cuanto esté recuperado.

—Así lo haré.

—Buenas noches, Laurie.

—Buenas noches, Jo, buenas noches.

Cuando Jo terminó de relatar las aventuras de la tarde, todos los miembros de la familia sintieron ganas de visitar al muchacho. Aquella casa tenía un atractivo distinto para cada una. La señora March quería hablar de su padre con el anciano señor que todavía le recordaba, Meg soñaba con pasear por el invernadero, Beth suspiraba por el gran piano y Amy estaba ansiosa por ver las esculturas y los cuadros.

—Mamá, ¿por qué crees que al señor Laurence le molestó oír tocar a su nieto? —preguntó Jo, que sentía mucha curiosidad.

—No estoy segura, pero creo que tiene que ver con su hijo, el padre de Laurie. Se casó con una joven italiana, músico, que no era del agrado del padre, que es un hombre muy orgulloso. La joven era buena y agradable, pero a él no le gustaba y, por eso, no volvió a ver a su hijo después de la boda. Los padres de Laurie murieron cuando él era un niño y su abuelo lo acogió en su casia. Creo que el niño, que nació en Italia, es algo enclenque y el anciano teme perderle a él también; por eso lo cuida tanto. El amor de Laurie por la música le viene de su madre, a la que se parece mucho. Supongo que su abuelo teme que quiera ser músico. En cualquier caso, su talento le recuerda a la mujer a la que no aceptó, y supongo que por eso se puso «mohíno», como dice Jo.

—¡Qué historia tan romántica! —exclamó Meg.

—Qué disparate —protestó Jo—. Debería dejarle ser músico si es eso lo que quiere el chico, en lugar de obligarle a ir a la universidad, cuando no le apetece en absoluto.

—Eso explica que tenga tan buenos modales y unos ojos negros tan bonitos. Los italianos son encantadores —afirmó Meg, que era algo sentimental.

—¿Qué sabes tú de sus ojos y de sus modales? Apenas has hablado con él —espetó Jo, que no era nada sentimental.

—Le vi en la fiesta y lo que has contado demuestra que sabe cómo comportarse. Es muy bonito lo que dijo sobre la medicina que mamá le mandó.

—Supongo que se refería al pudin.

—Qué tonta eres, niña. Se refería a ti, claro está.

—¿En serio? —Jo abrió los ojos como platos, pues tal idea no le había pasado por la cabeza.

—¡Nunca he conocido a una chica como tú! Te hacen un cumplido y ni siquiera te das cuenta —dijo Meg, con aire de una dama experta en la materia.

—Todo esto no son más que tonterías y te agradecería que no aguases la fiesta con tus estupideces. Laurie es un buen chico, me cae bien, y entre nosotros no caben ni cumplidos ni estupideces por el estilo. Todas nos portaremos bien con él porque no tiene madre y podrá venir a vernos siempre que quiera. ¿No es cierto, mamá?

—Claro, Jo, tu amigo siempre será bienvenido y espero que Meg no olvide que las niñas no deben tener prisa por crecer.

—Yo no me considero una niña y aún no soy adolescente —comentó Amy—. ¿Qué opinas tú, Beth?

—Estaba pensando en
El progreso del peregrino
—respondió Beth, que no había escuchado ni una sola palabra—. Salimos del Pantano del Desaliento y cruzamos la Puerta Angosta cuando decidimos ser buenas, y emprendemos el ascenso por la empinada colina sin dejar de intentarlo. Tal vez la casa que encontremos en lo alto, llena de sorpresas maravillosas, será nuestro Palacio Hermoso.

—Pero antes tenemos que pasar junto a los leones —comentó Jo, como si la idea le resultase atractiva.

6
BETH ENCUENTRA EL PALACIO HERMOSO

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