Mujercitas (15 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

—Permanecerá de pie en el estrado hasta la hora del recreo —añadió el señor Davis, resuelto a seguir hasta el final lo que había iniciado.

Aquello era espantoso; volver a su pupitre y ver la cara de pena de sus amigas, y la expresión satisfecha de sus pocas enemigas, hubiese sido suficiente castigo; pero quedar expuesta a los ojos de toda el aula, marcada por la vergüenza, era tremendo. Por un segundo pensó en dejarse caer allí mismo y llorar a lágrima viva, pero la amarga sensación de que eso no estaría bien y el recuerdo de Jenny Snow la ayudaron a mantener la compostura. Se situó en el lugar de ignominia, con la mirada fija en la estufa, por encima de lo que parecía un mar de caras, y permaneció tan inmóvil y pálida que a sus compañeras les resultó muy difícil estudiar en presencia de aquella pequeña figura conmovedora.

En los quince minutos que siguieron, la orgullosa y sensible niña sintió una vergüenza y una pena que nunca olvidaría. Tal vez otras hubiesen considerado irrisorio e intrascendente el episodio pero para ella era un duro trance. En sus doce años de vida solo había conocido amor y mimos, nunca había recibido un golpe semejante. Sin embargo, olvidó la quemazón que sentía en la mano y el dolor de su corazón cuando la aguijoneó un pensamiento. Tendré que contarlo todo en casa y les daré un gran disgusto, se dijo.

Los quince minutos se le antojaron una hora, pero por fin terminaron. Nunca se había alegrado tanto de oír anunciar el recreo.

El profesor tardaría en olvidar la mirada acusadora que Amy le lanzó cuando salió de la clase en dirección al vestíbulo para recoger sus pertenencias, sin dirigir la palabra a nadie y prometiéndose que jamás volvería a pisar ese lugar. Llegó a casa triste y cuando, más tarde, llegaron las demás, tuvo lugar una reunión donde se dio rienda suelta a la indignación. La señora March apenas habló pero dio muestras de consternación y consoló a su hija pequeña con la mayor ternura. Meg vertió glicerina y lágrimas sobre la mano injuriada; Beth se dijo que ni siquiera sus gatitos podrían aplacar tanto dolor; Jo, colérica, propuso denunciar al señor Davis de inmediato, y Hannah amenazó con el puño cerrado al «villano» y, al preparar el puré de patatas para la cena, imaginó que a quien aplastaba era al profesor.

Nadie se dio cuenta de la ausencia de Amy, salvo sus compañeras más cercanas, pero las sagaces señoritas observaron que, por la tarde, el señor Davis se mostraba más benigno y parecía nervioso, algo poco habitual en él. Jo apareció en la escuela poco antes de que acabaran las clases. Se dirigió hacia la mesa del profesor con expresión severa y le entregó una carta de parte de su madre. Después recogió los útiles de Amy y se marchó, no sin antes limpiarse el barro de las botas en la estera de la entrada, como si quisiera sacudirse el polvo del lugar.

—Sí, puedes estar un tiempo sin ir a la escuela, pero quiero que cada día estudies un rato con Beth —dijo la señora March aquella noche—. No apruebo los castigos corporales, y menos aún cuando se trata de niñas. Me desagradan los métodos de enseñanza del señor Davis y no creo que las jovencitas con las que te has estado relacionando hayan sido una buena influencia, así que, antes de enviarte a otro lugar, pediré consejo a tu padre.

—¡Qué bien! ¡Ojalá todas las alumnas le dejaran plantado y su vieja escuela cerrara! Cuando me acuerdo de aquellas deliciosas limas, creo enloquecer. —Amy lanzó un suspiro con aire de mártir.

—No me parece mal que te las quitara, infringiste una norma y merecías un castigo por tu desobediencia.

Amy, que no esperaba más que comprensión, se sintió decepcionada por el severo comentario.

—¿Quieres decir que te alegras de que me hayan humillado ante toda la clase? —gritó Amy.

—Yo no hubiera escogido ese sistema para enmendar tu falta —contestó la madre—, pero no sé hasta qué punto un método más suave hubiese tenido el mismo efecto. Te estás volviendo demasiado presumida y pretenciosa, y ya va siendo hora de que intentes corregirte. Posees talento y muchas virtudes, pero no hay necesidad de que los exhibas. La vanidad echa a perder las mejores cualidades. El talento y la bondad nunca pasan inadvertidos y, aunque así fuera, la conciencia de tenerlos y hacer buen uso de ellos debería bastar. Las virtudes quedan ensalzadas por la modestia.

—Así es —intervino Laurie, que jugaba una partida de ajedrez con Jo en un rincón—. Una vez conocí a una niña que tenía un gran don para la música pero no lo sabía. No sospechaba cuan maravillosas eran las composiciones que creaba cuando estaba sola y, de habérselo dicho alguien, no lo hubiera creído.

—Me hubiese encantado conocer a esa niña, tal vez ella podría ayudarme. Yo soy demasiado torpe —comentó Beth, que estaba a su lado y había escuchado con interés sus palabras.

—La conoces y te ayuda más de lo que crees —repuso Laurie, cuyos risueños ojos negros la miraron con tal intención que la joven se ruborizó y ocultó su rostro con un cojín del sofá, abrumada por aquel inesperado descubrimiento.

Jo dejó que Laurie ganara la partida para agradecerle el elogio que había hecho de su Beth, que, después de aquel piropo, no se atrevió a tocar para ellos, por mucho que insistieron. De modo que Laurie se esforzó y cantó, y lo hizo muy bien. Estaba de excelente humor, ya que en compañía de las hermanas March rara vez mostraba la parte más melancólica de su carácter. Una vez que se hubo marchado, Amy, que había estado pensativa toda la velada, preguntó de repente, como si acabase de tener una idea luminosa:

—¿Laurie es un chico culto?

—Sí, ha recibido una excelente educación y tiene mucho talento. Será un hombre de provecho si no le malcrían con tantos mimos y atenciones —contestó su madre.

—Y no es engreído, ¿verdad? —continuó Amy.

—En absoluto, por eso resulta tan entrañable y le queremos tanto.

—Comprendo. Tener talento y ser elegante es bueno, lo que está mal es darse importancia o vanagloriarse de ello —apuntó Amy, pensativa.

—Esas cosas se traslucen en los modales y en la forma de hablar si la persona actúa con humildad; no es necesario hacer gala de ellas —afirmó la señora March.

—Pasa lo mismo que con la ropa. Una no se pone todos los vestidos, sombreros y lazos a la vez para que los demás vean que los tienes —añadió Jo, y la reunión terminó entre risas.

8
JO CONOCE A APOLLYÓN


C
hicas, ¿adónde vais? —preguntó Amy, tras entrar en el dormitorio de sus hermanas mayores una tarde de sábado y encontrarlas arregladas y en una actitud misteriosa que avivó su curiosidad.

—No es asunto tuyo; las niñas pequeñas no deben hacer esa clase de preguntas —respondió Jo, cortante.

Si algo mortifica a una niña es que le recuerden que lo es, y que la despidan con un «vete, querida» resulta aún peor, Ofendida por lo que consideró un insulto, Amy se dijo que descubriría su secreto, aunque tuviese que importunarlas durante una hora, Se volvió hacía Meg, que no era capaz de negarle nada durante demasiado tiempo, y dijo en tono mimoso:

—¡Cuéntamelo! Además, deberíais llevarme con vosotras, porque Beth está entretenida con sus muñecas y yo no tengo nada que hacer. Me siento muy sola.

—No podemos, querida, porque no te han invitado —empezó Meg.

Jo la interrumpió, impaciente:

—Meg, no digas nada o lo echarás todo a perder. Amy, no puedes venir; no te comportes como una niña ni empieces a quejarte.

—Vais a alguna parte con Laurie, estoy segura. Ayer por la noche estuvisteis cuchicheando y riendo en el sofá, y en cuanto me acerqué guardasteis silencio. Vais con él, ¿verdad?

—Sí, así es. Ahora estate calladita y deja de dar la lata.

Amy dejó descansar la lengua, pero no los ojos, y observó que Meg se guardaba un abanico en el bolsillo.

—¡Ya lo tengo! ¡Lo sé! ¡Vais al teatro a ver
Los siete castillos
! —exclamó, y añadió con resolución—: Iré con vosotras, porque mamá dijo que no podía perdérmela. Tengo dinero ahorrado. Teníais que haberme avisado con tiempo.

—Escucha un momento y compórtate —dijo Meg con tono tranquilizador—. Mamá prefiere que no vayas esta semana porque aún tienes irritados los ojos y la iluminación de la obra te podría molestar. Irás con Beth y Hannah la semana que viene y lo pasaréis muy bien.

—Me apetece mucho más ir con vosotras y con Laurie. Por favor, dejadme ir. Llevo demasiado tiempo con este resfriado, encerrada en casa; me muero por un poco de diversión. Meg, ¡por favor! Me portaré mejor que nunca —rogó Amy con el semblante más lastimero que pudo adoptar.

—Podríamos llevarla. No creo que a mamá le importe si va bien abrigada —comentó Meg.

—Si ella va, yo me quedo, y si yo no voy, Laurie no querrá ir. Además, después de que nos haya invitado a las dos, sería de muy mala educación aparecer con Amy. Pensaba que no le gustaba meterse donde no la llaman —apuntó Jo, irritada ante la perspectiva de tener que vigilar a una niña inquieta cuando lo que quería era pasar un buen rato.

El tono y las maneras de Jo enfurecieron a Amy, que empezó a ponerse las botas e insistió con su actitud más impertinente:

—¡Pienso ir! Meg ha dicho que puedo acompañaros. Si pago mi entrada, Laurie no tendrá ningún inconveniente.

—No podrás sentarte con nosotros porque ya hemos reservado nuestras butacas, de modo que Laurie, por no dejarte sola, te cederá su asiento, con lo que nos aguarás la fiesta. O tendrá que conseguir otra butaca para ti, lo que no me parece adecuado puesto que no te ha invitado. No seas desobediente y quédate en casa —espetó Jo, más enfadada que nunca porque, con las prisas, se había pinchado en un dedo.

Sentada en el suelo, con una bota puesta, Amy empezó a llorar. Meg intentaba hacerla entrar en razón cuando Laurie llamó a la puerta, y las dos jóvenes bajaron corriendo, mientras su hermana menor seguía gimoteando, porque de vez en-cuando olvidaba su actitud de persona mayor y actuaba como una niña caprichosa, Cuando el grupo se disponía a salir, Amy se acercó a la escalera y gritó en tono amenazador:

—¡Te arrepentirás de esto, Jo March!

—¡Tonterías! —replicó Jo antes de dar un portazo.

Disfrutaron de la función, porque
Los siete castillos y el lago Diamante
era una obra tan brillante y maravillosa como habían imaginado. No obstante, a pesar de los cómicos diablillos rojos, los luminosos duendes y los magníficos príncipes y princesas, algo ensombrecía la felicidad de Jo. El cabello rizado y rubio de la reina de las hadas le hacía pensar en Amy, en los entreactos, se entretenía imaginando qué podría hacer su hermana para que se «arrepintiera». Amy y ella se habían enzarzado en más de una trifulca en el curso de sus vidas porque ambas tenían un carácter fuerte y perdían los estribos con facilidad. Amy pinchaba a Jo, esta molestaba a su hermana menor y, de vez en cuando, los ánimos se encendían, de lo que ambas se avergonzaban después. A pesar de ser la mayor, Jo tenía menos control de sí misma y sufría tratando de poner freno a su temperamento, que tantos sinsabores le ocasionaba; los enfados no le duraban demasiado y, después de confesar humildemente su falta, su arrepentimiento era sincero e intentaba superar sus fallos. Sus hermanas solían decir que íes encantaba enfurecerla porque, una vez calmada, se convertía en un auténtico ángel. La pobre Jo se esforzaba muchísimo por ser buena, pero su enemigo íntimo estaba siempre dispuesto a aflorar y derrotarla, y ella llevaba años de paciente lucha tratando de someterlo.

Al llegar a casa, encontraron a Amy leyendo en la sala. Cuando entraron, la pequeña adoptó un aire ofendido y no levantó la vista del libro ni hizo pregunta alguna. Es posible que la curiosidad hubiese superado al rencor de no haber sido por Beth, que sí acudió a pedir información sobre la obra y recibió una detallada descripción. Al subir a guardar el que era su mejor sombrero, Jo echó un vistazo a su cómoda; en su última pelea, Amy había desahogado su frustración volcando el contenido del primer cajón en el suelo. Sin embargo, todo parecía en su lugar; tras una rápida inspección a sus armarios, bolsas y cajas, Jo supuso que Amy había olvidado y perdonado lo ocurrido.

Jo no estaba en lo cierto, y al día siguiente descubrió algo que desató una verdadera tormenta. Era media tarde y Meg, Beth y Amy estaban sentadas en la sala cuando Jo irrumpió, visiblemente inquieta, y preguntó, sin aliento:

—¿Alguien ha cogido el libro que estoy escribiendo?

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