—Es Daisy March, su padre es coronel del ejército. Una muy buena familia, aunque han sufrido un revés de la fortuna, ya sabe. Son grandes amigos de los Laurence. Es una gran muchacha, se lo aseguro. Mi hijo Ned la adora.
—¡Caramba! —exclamó otra dama poniéndose las gafas para estudiar mejor a Meg, que trataba de actuar con naturalidad, como si no hubiese oído nada, a pesar de lo que le habían impresionado las mentirijillas de la señora Moffat.
En ningún momento dejó de sentirse rara, pero se dijo que estaba representando el papel de dama en una obra y salió airosa del trance, a pesar de que el vestido le apretaba demasiado y hacía que tuviera flato, la cola de la falda se le enredaba en los pies y temía perder o romper uno de aquellos pendientes que parecían siempre a punto de caerse. Estaba abanicándose y celebrando los chistes malos de un joven que pretendía mostrarse ocurrente cuando de repente dejó de reír, desconcertada, al ver frente a ella a Laurie. Este la miraba con evidente sorpresa y aire de desaprobación, o eso le pareció. Aunque el joven hizo una reverencia y sonrió, había algo en su franca mirada que la hizo sentirse incómoda y deseó llevar puesto su viejo vestido. Su perplejidad fue aún mayor cuando vio que Belle hacía señas a Annie y ambas se los quedaban mirando. Aunque se alegró mucho de ver a Laurie, este le pareció más tímido e infantil que nunca.
¡Qué tontas son! ¡Y qué estupideces pretenden meterme en la cabeza! No les haré caso ni permitiré que me cambien en absoluto, pensó Meg al tiempo que cruzaba la sala para estrechar la mano de su amigo.
—Me alegra que hayas venido, temía que no te presentaras —dijo tratando de conducirse como una adulta.
—Jo me pidió que viniese para contarle qué aspecto tenías y aquí estoy —dijo Laurie sin mirarla, aunque su tono maternal le hizo sonreír.
—¿Y qué le vas a contar? —preguntó Meg, curiosa por conocer su opinión, a pesar de que, por primera vez, se sentía incómoda hablando con él.
—Le diré que no te conocí, que me pareciste tan mayor y distinta que me diste miedo —explicó Laurie jugueteando con su guante.
—¡No seas tonto! Las chicas me han vestido así para divertirse, y a mí me gusta bastante. ¿No crees que Jo no me quitaría ojo si estuviese aquí? —preguntó Meg, que quería averiguar si la encontraba favorecida.
—Sí, eso creo —contestó Laurie en tono grave.
—¿No te gusta? —preguntó Meg.
—No —dijo el muchacho abiertamente.
—¿Por qué no? —inquirió ella con un deje de angustia.
El joven observó su cabello rizado, sus hombros al descubierto y el estupendo vestido con una expresión que la dejó más abatida aún que la respuesta, en la que la habitual cortesía de Laurie brillaba por su ausencia.
—Me desagradan tantos adornos y plumas.
Aquello era demasiado en boca de un jovencito mucho menor que ella, de modo que Meg se retiró diciendo malhumorada:
—Eres el chico más descortés que he visto nunca.
Muy molesta, se acercó a una ventana, para que el aire le refrescase las mejillas, que le ardían por culpa de lo apretado de su vestido. El mayor Lincoln pasó a su lado y, segundos después, Meg oyó que le decía a su madre:
—Se están burlando de aquella muchachita. Quería presentártela, pero la han echado a perder. Esta noche, parece una muñeca.
¡Dios mío!, se dijo Meg con un suspiro. Ojalá hubiese tenido suficiente sentido común para usar mi ropa. Así no habría incomodado a nadie ni me sentiría tan rara y avergonzada.
Apoyó la frente sobre el frío cristal y permaneció allí, medio oculta tras la cortina, sin importarle que estuviese sonando su vals favorito, hasta que notó que alguien se acercaba. Se trataba de Laurie, que parecía arrepentido. Hizo una reverencia completa y le tendió la mano al tiempo que ofrecía una disculpa:
—Perdona mi rudeza. ¿Me concedes este baile?
—Temo resultar excesivamente desagradable para ti —contestó Meg intentando mostrarse ofendida, pero sin conseguirlo.
—Al contrario, lo estoy deseando, Ven, lo pasaremos bien. No me gusta tu vestido, pero creo que tú… ¡estás espléndida! —E hizo un gesto como si las palabras no le pareciesen suficientemente elocuentes para mostrar su admiración.
Meg sonrió, se ablandó y murmuró mientras se preparaban para bailar:
—Ten cuidado de no tropezar con mi falda; es un auténtico fastidio, ponérmela ha sido la peor idea que he tenido en años.
—Échatela al cuello, y así servirá para algo —propuso Laurie mirando las botas azules, que, a todas luces, eran de su agrado.
Comenzaron a bailar con ligereza y elegancia, porque habían practicado mucho en casa y estaban muy compenetrados. Daba gusto ver cómo giraban felices, sintiéndose más amigos que nunca tras su pequeña trifulca.
—Laurie, ¿me harías un favor? —preguntó Meg mientras su compañero la abanicaba porque se había quedado sin aliento enseguida, aunque no entendía el porqué.
—¡Claro! —exclamó Laurie con entusiasmo.
—Por favor, no le hables a nadie de mi vestido en casa. Mis hermanas no lo entenderían y mi madre podría preocuparse.
«Entonces, ¿por qué te has vestido así?», pareció decir Laurie con la mirada, con tal claridad que Meg se apresuró a añadir:
—Se lo contaré todo y le explicaré a mamá lo tonta que he sido. Prefiero hacerlo yo misma; por eso te pido que no digas nada. ¿Lo harás?
—No diré nada, tienes mi palabra. Pero ¿qué he de contestar cuando me pregunten por ti?
—Di que estaba guapa y me lo pasaba muy bien.
—Lo primero, lo diré de corazón, pero ¿qué hay de lo demás? No parece que te estés divirtiendo, ¿me equivoco?
La forma en que Laurie la miró hizo que Meg respondiera, en un susurro:
—No, en estos momentos no. No pienses que soy mala; solo quería divertirme un poco, pero ahora entiendo que todo esto no merecía la pena y estoy algo aburrida.
—Mira, Ned Moffat viene hacia aquí. ¿Qué querrá? —preguntó Laurie juntando sus oscuras cejas, como si el joven no fuese de su agrado.
—Le he prometido tres bailes y supongo que viene a reclamarlos, ¡Menudo fastidio! —dijo Meg con un aire lánguido que hizo mucha gracia a Laurie.
No volvió a hablar con ella hasta la hora de la cena, cuando la encontró bebiendo champán con Ned y su amigo Fisher, que se comportaban «como un par de idiotas», según pensó Laurie, que se creía en el deber fraternal de defender a las March y acudir en su rescate siempre que lo necesitasen.
—Si bebes demasiado, mañana te dolerá la cabeza. No bebas más, Meg, sabes que a tu madre no le gustaría —murmuró inclinándose hacia la silla en la que estaba Meg, aprovechando un momento en el que Ned se alejó para ir a buscar otra copa y Fisher se agachó para recoger su abanico.
—Esta noche, no soy Meg, sino una muñeca que se comporta como una idiota. Mañana, me despediré de los adornos y las plumas y volveré a ser desesperadamente buena —repuso ella con una risita afectada.
—Ojalá ya fuese mañana —musitó Laurie, y se alejó muy disgustado por el cambio de actitud de la joven.
Meg bailó, coqueteó, charló y rió como el resto de las chicas; después de la cena, al tratar de bailar una pieza de estilo alemán, estuvo muy torpe, se enredó con su larga falda y casi hizo caer a su pareja, para después brincar hasta el punto de escandalizar a Laurie, que no perdía detalle y se decía que la joven merecía una reprimenda. Sin embargo, no tuvo oportunidad de reprenderla porque Meg se mantuvo a distancia hasta la hora de despedirse.
—¡Recuerda tu promesa! —dijo ella intentando sonreír a pesar del dolor de cabeza que empezaba a sentir.
—
Silence jusqu’à la mort
—repuso Laurie haciendo un gesto melodramático.
Ese breve diálogo avivó la curiosidad de Annie, pero Meg estaba demasiado cansada para cotillees y se fue a la cama con la impresión de haber participado en un baile de disfraces y no haberse divertido tanto como esperaba. Al día siguiente se sintió enferma y el sábado regresó a casa, agotada tras quince días de diversión y con la sensación de que había tenido suficiente lujo por una temporada.
—¡Qué agradable resulta poder estar tranquila y no tener que estar cuidando siempre los modales! Nuestro hogar es estupendo, aunque sea sencillo —comentó Meg mientras contemplaba la estancia con aire plácido, sentada con su madre y Jo la tarde del domingo.
—Me alegro de oírte decir eso porque temía que la casa te pareciese demasiado triste y pobre después de ver tanta grandeza —dijo la madre, que había observado a su hija con inquietud todo el día; y es que una madre nota antes que nadie los cambios que puedan sufrir sus hijos.
Meg había relatado animadamente sus aventuras y no paraba de decir que lo había pasado en grande. Sin embargo, algo parecía empañar su ánimo y, cuando las pequeñas se fueron a dormir, se sentó junto a la chimenea, con la mirada perdida en el fuego, pensativa y sin decir palabra, como si estuviese preocupada por algo. Cuando dieron las nueve y Jo propuso que se fueran a acostar, Meg se levantó de la silla, se sentó en el taburete de Beth, apoyó los codos en las rodillas de su madre y dijo, decidida:
—Mamá, quiero confesar algo.
—Lo suponía. ¿De qué se trata, querida?
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Jo por ser discreta.
—No, claro que no; ¿acaso no te cuento siempre todo? No quería decir nada delante de las niñas, pero necesito contaros las cosas horribles que he hecho en casa de los Moffat.
—Te escuchamos —dijo la señora March con una sonrisa, pero algo preocupada.
—Os he contado que me vistieron a su gusto, pero no os he dicho que me empolvaron, me pusieron un corsé apretado, me rizaron el cabello y me dejaron hecha un figurín. A Laurie no le pareció bien, lo sé, pero no dijo nada y un hombre me llamó «muñeca». Yo sabía que aquello no estaba bien, pero todos me dedicaban elogios, me decían que estaba muy guapa y otras tonterías que no vienen a cuento. Así que dejé que me pusieran en ridículo.
—¿Eso es todo? —preguntó Jo, mientras la señora March miraba en silencio el rostro abatido de su preciosa hija sin verse con ánimos de reñirla por su insensatez.
—No. También bebí champán, salté, estuve coqueteando y me comporté fatal —añadió Meg en tono acusador.
—Sospecho que hay algo más —dijo la señora March acariciándole la mejilla.
Meg se sonrojó y dijo enseguida:
—Sí, lo hay. Es una tontería, pero quiero contártelo porque detesto que la gente diga o piense cosas así sobre Laude y nosotras.
A continuación, relató los cotilleos oídos en casa de los Moffat. Jo observó que su madre apretaba los labios al escucharla, como si le molestase sobremanera que alguien pusiese en la mente de su inocente hija tales ideas.
—Bueno, ¡en la vida he oído mayor insensatez! —exclamó Jo, indignada—. ¿Por qué no saltaste y se lo dijiste en el acto?
—No podía, me resultaba demasiado embarazoso. Al principio, no pude evitar oírlas y, luego, estaba tan furiosa y avergonzada que no pensé en alejarme.
—Espera a que vea a Annie Moffat. Te enseñaré cómo poner fin a chismes ridículos. ¿De modo que piensan que tenemos un plan y somos amables con Laurie porque es rico y podría casarse con una de nosotras? ¡Lo que se va a reír en cuanto le explique lo que esas tontas dicen de nosotros! —Jo se echó a reír como si, bien mirado, todo aquello fuese un chiste de lo más ocurrente.
—¡Si se lo cuentas a Laurie, no te perdonaré jamás! Mamá, ¿verdad que no debe hacerlo bajo ningún concepto? —dijo Meg visiblemente alterada.
—Claro que no. No repitáis nunca ese necio comentario y olvidad el asunto lo antes posible —declaró la señora March, muy seria—. No fue muy inteligente por mi parte dejarte ir a casa de personas que conozco tan poco. Seguro que son amables pero, por lo que veo, son afectadas, maleducadas y tienen toda suerte de ideas vulgares acerca de la juventud. No sé cómo expresar lo mucho que lamento el daño que te haya podido provocar esta visita, Meg.
—No lo lamentes, mamá, no dejaré que esto me afecte. Olvidaré lo malo y recordaré lo bueno. De hecho, pasé muy buenos ratos y te agradezco que me dejaras ir. No me pondré melancólica ni me mostraré insatisfecha, mamá. Sé que soy una jovencita boba y me quedaré a tu lado hasta que sea capaz de cuidar de mí misma. Sin embargo, es muy agradable que te dediquen elogios y te admiren. Mentiría si dijera lo contrario —afirmó Meg, que se sintió algo avergonzada por sus palabras.
—Eso es natural y totalmente inofensivo, siempre y cuando no permitas que tu inclinación se convierta en necesidad y cometas estupideces y actos impropios de una dama. Aprende a reconocer y valorar los elogios que mereces y busca la admiración de personas que valgan la pena siendo modesta además de bonita, Meg.
Margaret se quedó pensativa, mientras Jo, de pie y con las manos en la espalda, la observaba con interés y cierta perplejidad. Era toda una novedad ver a Meg ruborizarse y hablar con pasión sobre pretendientes y asuntos de ese tipo. Jo tenía la impresión de que, en aquellos quince días, su hermana se había hecho mayor y se había distanciado de su mundo para adentrarse en otro al que no la podía acompañar.
—Mamá, ¿tienes algún plan para nosotras, como dice la señora Moffat? —inquirió Meg con timidez.
—Sí, querida, tengo muchos, como todas las madres, pero me temo que no son los que cree la señora Moffat. Te desvelaré algunos porque creo que va siendo hora de poner un poquito de sensatez en esa romántica cabecita tuya y en tu corazón. Aún eres joven, Meg, pero no tanto como para no entender lo que tengo que decirte. Creo que esta es la clase de conversación que una joven debe tener con su madre. A ti te llegará el turno pronto, Jo, así que escuchad «mis planes» y, si os parecen adecuados, ayudadme a lograrlos.