Mujercitas (23 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

No encuentro palabras para describir la angustia, las peripecias y los esfuerzos de Jo aquella mañana y, aun así, la comida quedó fatal. No atreviéndose a pedir consejos, hizo cuanto pudo por sí misma y descubrió que para cocinar hace falta algo más que energía y buena voluntad. Coció los espárragos durante una hora larga y observó contrariada que las puntas habían quedado demasiado blandas y los troncos, duros. El pan se quemó porque preparar el aliño de la ensalada la puso tan nerviosa que desatendió todo lo demás, y al final no logró que quedara bien. La langosta era un misterio escarlata para ella, pero la golpeó hasta que pudo quitarle la cascara y, tras extraer la poca carne que tenía, la sirvió mezclada con una cantidad desproporcionada de lechuga entre la que pasaba inadvertida. Tuvo que darse prisa con las patatas para poder preparar los espárragos y, al final, no quedaron bien hechas. El pudin blanco estaba lleno de grumos, y las fresas, bastante menos maduras de lo que aparentaban, porque el frutero había colocado las que tenían buen aspecto encima y rellenado el resto con fresas verdes.

Bueno, si tienen hambre, que coman carne en conserva y pan con mantequilla. Lo que lamento es haber desperdiciado la mañana para nada, pensó Jo mientras hacía sonar la campanilla de la comida un cuarto de hora más tarde de lo habitual, acalorada, cansada y desanimada ante la visión del banquete que iba a servir a Laurie, acostumbrado a comidas elegantes, y a la señorita Crocker, que no se perdería detalle del fracaso y se lo contaría a todo el mundo.

A la pobre Jo le hubiese encantado esconderse bajo la mesa cada vez que los comensales probaban un plato y lo desechaban. Amy soltaba risitas tontas, Meg parecía contrariada, la señorita Crocker apretaba los labios y Laurie hablaba y reía con ganas para dar un tono más festivo a la escena. Jo había depositado sus esperanzas en el postre, porque había endulzado la fruta y tenía un gran bote de nata para acompañarla. Así pues, cuando hubo servido a cada uno un plato de cristal y los comensales miraron con expresión benevolente los islotes rosados que flotaban en un mar de nata, respiró hondo y sus mejillas recuperaron el color, La primera en probarlo fue la señorita Crocker, que hizo una mueca de disgusto y se apresuró a beber un trago de agua. Jo, que no se había servido temiendo que no hubiera suficiente para todos, pues había desechado muchas fresas en mal estado, miró a Laurie, que comía sin poder disimular su desagrado ni levantar la vista del plato. Amy, que se enorgullecía de sus buenas maneras, tomó una cucharada, se atragantó, escondió la cara en la servilleta y se levantó precipitadamente de la mesa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jo temblando.

—Le has puesto sal en lugar de azúcar y la nata está agria —contestó Meg con un gesto trágico.

Jo lanzó un gemido y se derrumbó sobre su silla. Recordaba haber espolvoreado las fresas con el contenido de una de las dos cajas que encontró sobre la mesa de la cocina y había olvidado meter la nata en la nevera. Se puso roja como un tomate y estaba a punto de echarse a llorar cuando su mirada se cruzó con la de Laurie, que no podía contener la risa a pesar de sus esfuerzos.

De pronto Jo vio el lado cómico de la situación y rió hasta que las lágrimas le corrieron por las mejillas. Todos se unieron a ella, hasta la señorita «Croacker», como la llamaban las muchachas, y el desgraciado banquete acabó alegremente, con pan y mantequilla, aceitunas y bromas.

—No tengo fuerzas para recoger todo esto ahora. Hagamos primero el funeral —propuso Jo cuando se levantaron de la mesa y la señorita Crocker se disponía a marcharse, ansiosa por ir con el chisme a la mesa de otra amiga.

Por respeto a Beth, se pusieron todos serios. Laurie cavó una tumba en el jardín, bajo los helechos, colocaron al pequeño Pip en su interior, acompañado por las lágrimas de su enternecida dueña, lo cubrieron con musgo y pusieron una guirnalda de violetas y pamplina sobre la lápida de piedra en la que habían escrito un epitafio, quejo había compuesto mientras se peleaba con la comida:

Aquí yace Pip March,

muerto el 7 de junio.

Le queríamos y lamentamos su pérdida,

y nunca le olvidaremos.

Al terminar la ceremonia, Beth se retiró a su habitación porque se sentía mal, en parte por la emoción, y en parte por la langosta. Sin embargo, no pudo descansar porque las camas no estaban hechas, así que tuvo que calmar su dolor sacudiendo almohadas y ordenándolo todo. Meg ayudó a Jo a quitar la mesa y a fregar los platos; acabaron a media tarde, y tan exhaustas que convinieron en cenar simplemente té y tostadas. Laurie se llevó a Amy a dar un paseo en carruaje para que se le pasara el mal humor que le había producido la nata agria. La señora March volvió a casa bien avanzada la tarde. Encontró a las tres hermanas mayores trabajando y le bastó echar una ojeada para comprender que el experimento había funcionado, por lo menos en parte.

Antes de que las amas de casa pudieran descansar, se presentaron varias visitas, y hubieron de arreglarse para recibirlas, con el consiguiente lío. Después llegó la hora del té y de hacer recados, y hubo que coser un par de cosas que no podían esperar más. Al caer la noche, con la humedad del rocío y la calma, las jóvenes se reunieron en el porche, junto a las rosas de junio, que estaban en flor, y se sentaron entre lamentos y suspiros, como si estuvieran agotadas o enfadadas.

—¡Qué día más terrible! —comentó Jo, que solía ser la primera en hablar.

—Se me ha hecho más corto que de costumbre, pero ha sido muy desagradable —dijo Meg.

—No parecía nuestra casa —añadió Amy.

—Sin mamá y sin Pip, no puede ser lo mismo —suspiró Beth mientras miraba con tristeza la jaula vacía.

—Bueno, mamá ya está aquí y, si quieres, mañana tendrás otro pajarillo —dijo la señora March, que se había acercado mientras hablaban y se sentó entre ellas. No parecía que sus vacaciones hubieran ido mucho mejor que las de sus hijas—. Niñas, ¿estáis satisfechas con el experimento? ¿Queréis seguir una semana más? —preguntó mientras Beth se acurrucaba en su regazo y las demás volvían la cabeza hacia ella, con el rostro resplandeciente, como flores que se giran hacia el sol.

—¡Yo no! —exclamó Jo con rotundidad.

—¡Yo tampoco! —dijeron las demás al unísono.

—Entonces, ¿creéis que es mejor tener alguna obligación y hacer algo pensando en los demás?

—Holgazanear no compensa —observó Jo meneando la cabeza—. Yo estoy cansada de perder el tiempo y pienso hacer algo útil de inmediato.

—¿Qué te parece aprender a guisar platos sencillos? Es algo útil que toda mujer debe conocer —comentó la señora March, que rió con ganas al recordar los detalles del banquete de Jo, que conocía gracias a que se había encontrado a la señorita Crocker antes de volver a casa.

—Mamá, ¿nos has dejado solas para ver cómo nos las arreglábamos? —exclamó Meg, que llevaba todo el día sopesando la idea.

—Sí, querida. Quería que comprendieseis hasta qué punto la comodidad de todas depende de que cada una haga su parte como Dios manda. Mientras Hannah y yo hacíamos vuestro trabajo, todo iba bastante bien, aunque no parecíais muy felices ni estabais demasiado amables. Así pues, pensé que necesitabais recibir una pequeña lección: ver qué ocurre cuando tocio el mundo piensa solo en sí mismo. ¿No creéis que es más agradable ayudar a los demás, tener obligaciones diarias que os permitan disfrutar más del tiempo de ocio cuando este llega y hacer lo necesario para que la casa resulte acogedora y bonita?

—¡Sí, mamá, sí! —exclamaron todas.

—Entonces, os aconsejo que retoméis vuestras pequeñas cargas, puesto que, aunque a ratos parezcan muy pesadas, os benefician y, además, se tornarán más livianas en la medida en que aprendáis a llevarlas. El trabajo es muy sano, y hay para todas. Nos mantiene a salvo del
ennui
y de las travesuras; es bueno para la salud y para el alma, y otorga una sensación de poder e independencia que ni el dinero ni la moda pueden dar.

—Trabajaremos como abejas, mamá, y lo haremos de buen grado. ¡Ya lo verás! —dijo Jo—. Yo aprenderé a cocinar durante las vacaciones y la próxima comida que organice será un éxito.

—Yo coseré camisas para papá en lugar de esperar a que tú lo hagas, Marmee. Puedo y quiero hacerlo, aunque no me gusta demasiado la costura. Será mejor que andar retocando y estropeando mis vestidos, que están bien como están —apuntó Meg.

—Yo estudiaré un poco cada día y dedicaré menos tiempo a la música y las muñecas. Soy tonta y debería estudiar más y jugar menos —dijo Beth con resolución.

Amy siguió su ejemplo y, como si lo que se proponía fuese una heroicidad, anunció:

—Yo aprenderé a hacer ojales y prestaré más atención a la gramática.

—¡Muy bien! Entonces, estoy contenta con el experimento y supongo que no será preciso repetirlo; pero tampoco caigáis en el extremo contrario y trabajéis como esclavas. Dedicad unas horas al trabajo, y otras al descanso y la diversión. Demostrad que conocéis el valor del tiempo y sabéis emplearlo adecuadamente. Así, disfrutaréis de la juventud, no tendréis nada de qué arrepentiros en la vejez y comprenderéis que la vida puede ser un verdadero éxito aun siendo pobres.

—Lo tendremos presente, mamá. —Y así fue.

12
EL CAMPAMENTO LAURENCE

C
omo era la que más tiempo pasaba en casa, nombraron a Beth encargada del correo. La joven disfrutaba yendo cada día al buzón, abriendo el candado que cerraba la portezuela y repartiendo la correspondencia. Un día de julio, volvió a casa con las manos llenas y entregó tantas cartas y paquetes que parecía una auténtica cartera.

—Mamá, ¡aquí tienes tus flores! Laurie no se olvida nunca —comentó al tiempo que las colocaba en un jarrón que había en el «rincón de Marmee», cuyo contenido el afectuoso joven renovaba a diario—. Señorita Meg March, tengo una carta y un guante para usted —prosiguió Beth. Entregó ambos artículos a su hermana, que estaba sentada detrás de su madre, dando unas puntadas a unos puños.

—No entiendo. ¿Me dejé un par y solo vuelve uno? —inquirió Meg observando su guante gris de algodón—. ¿No se te habrá caído el otro en el jardín?

—No. En el buzón no había más que uno. Estoy segura.

—No soporto tener guantes desparejados. En fin, espero que el otro aparezca. La carta no es más que la traducción de una canción alemana que quería. Supongo que la habrá hecho el señor Brooke, porque esta no es la letra de Laurie.

La señora March miró a Meg, que estaba muy guapa con un sencillo vestido de guinga. Los rizos le caían sobre la frente y, sentada junto a un costurero lleno de ordenados rollos blancos, tenía un aspecto muy femenino. Ajena a los pensamientos de su madre, la joven cosía y cantaba; sus dedos se movían con destreza y en su mente bullían ilusiones juveniles, tan frescas e inocentes como las flores que decoraban su cinturón. La señora March sonrió de satisfacción.

—La doctora Jo tiene dos cartas, un libro y un sombrero viejo muy curioso que llenaba todo el buzón y hasta sobresalía un poco —explicó Beth entre risas antes de dirigirse hacia el estudio, donde Jo estaba escribiendo.

—¡Qué bromista es Laurie! Le comenté que me encantaría que se pusieran de moda los sombreros de ala ancha porque, en los días de mucho sol, se me quema la cara. Y él dijo: «¿Qué importa la moda? Si has de sentirte más cómoda, ponte un sombrero grande». Le dije que lo haría si lo tuviese y, ahora, me manda este para burlarse de mí. Pues me lo pondré para divertirme y le demostraré que, en efecto, no me preocupa ir a la moda. —Jo dejó el sombrero sobre un busto de Platón y leyó las cartas.

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