Mujercitas (26 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

—… una caja de rapé —siguió Jo en un tono muy grave que impresionó al auditorio—. «Gracias», dijo el caballero, muy educado, al tiempo que tomaba un pellizco que le hizo estornudar varias veces con tanta fuerza que se le cayó la cabeza, «¡Ja, ja!», rió el espectro, Tras mirar por el ojo de la cerradura y ver que la princesa seguía hilando para salvar su vida, el diabólico espíritu recogió el cuerpo de su víctima y lo puso en una gran caja de latón junto con otros once caballeros descabezados, como si fueran sardinas. De pronto, todos se levantaron y empezaron a…

—… bailar al son de una chirimía —intervino Fred aprovechando quejo hacía una pausa para tomar aliento— y, mientras bailaban, el ruinoso y viejo castillo se convirtió en un buque de guerra. «¡Izad el foque, tensad las drizas, virad el timón a sotavento y zafarrancho de combate!», rugió el capitán al ver aparecer en el horizonte un barco pirata portugués con una bandera negra como el carbón ondeando en su trinquete. «A por ellos, mis valientes. ¡La victoria es nuestra!», grita el capitán antes de que empiece la cruenta lucha. Por supuesto, los ingleses vencieron, como ocurre siempre, y, tras hacer prisionero al capitán del barco pirata, se lanzaron contra la goleta, cuyos puentes estaban llenos de cadáveres y los imbornales rebosaban sangre porque su tripulación había recibido la consigna de «usar el alfanje y vender caro el pellejo». «Auxiliar de contramaestre, coja una gaza del foque y azote a este hombre para que confiese sus pecados el doble de rápido», indicó el capitán inglés. El portugués calló como un muerto y recorrió el tablón mientras los marineros gritaban entusiasmados. Pero el astuto perro buceó y se situó bajo el buque de guerra, le hizo un agujero y lo hundió. Y el barco fue a parar al fondo del mar, donde…

—¡Válgame el cielo! ¿Qué puedo decir después de esto? —exclamó Sallie cuando Fred terminó su atropellada narración, que era un auténtico galimatías de términos náuticos y aventuras sacadas de sus libros favoritos—. Llegaron al fondo del mar, donde les dio la bienvenida una atractiva sirena, que se entristeció mucho al encontrar una caja con caballeros sin cabeza. Los puso en salmuera con idea de averiguar aquel misterio, puesto que, por su condición femenina, era muy curiosa. Al correr el tiempo, un buceador pasó junto a la sirena y esta le dijo: «Si te la puedes llevar, te regalo esta caja de perlas». Había decidido devolver a su lugar a los caballeros, pero no podía llevarlos ella porque pesaban demasiado. El buceador se sintió defraudado cuando abrió la caja y vio que no contenía perlas. La dejó en un campo abandonado, donde la encontró…

—… una niña que cuidaba a cien gansos bien alimentados que vivían en el campo —continuó Amy cuando Sallie dio por terminada su parte—. La niña sintió lástima por los caballeros y le preguntó a una anciana qué podía hacer para ayudarlos. «Tus gansos te lo dirán, lo saben todo», contestó la mujer. Así pues, les preguntó qué podía ponerles por cabeza, puesto que habían perdido las suyas, y los cien gansos abrieron el pico a un tiempo y exclamaron…

—¡Calabazas! —exclamó Laude enseguida—. «Eso es», dijo la niña, y corrió a buscar doce buenas calabazas en el huerto. Las colocó y los caballeros revivieron de inmediato, le dieron las gracias y se marcharon sin notar el cambio, puesto que había muchas otras personas con calabazas por cabeza en el mundo. El caballero que nos ocupa decidió reunirse con su amada de dulce rostro, y le informaron de que las princesas se habían liberado por sí mismas y todas se habían marchado para casarse, menos una. Al enterarse, el caballero se entusiasmó, montó al potro, que había seguido a su lado en los buenos y malos momentos, y galopó hasta el castillo para averiguar quién, permanecía en él. Miró por encima del seto y vio a la reina de su corazón cogiendo flores en el jardín. «¿Me regaláis una rosa?», preguntó. «Tendréis que entrar a por ella, yo no puedo ir hacia vos, no sería correcto», contestó ella, dulce como la miel. El caballero trató de saltar el seto, pero este crecía, era cada vez más alto, para su desesperación. Así pues, se armó de paciencia y comenzó a arrancar las ramas hasta que hizo un hueco por el que asomar la cabeza e implorar: «Por favor, dejadme entrar. ¡Dejadme entrar!». Sin embargo la hermosa princesa pareció no oírle o no entenderle, ya que siguió cogiendo flores y le dejó a solas con su lucha. Frank os contará si logró o no entrar…

—¡No puedo! Yo no juego, nunca lo hago —dijo Frank, consternado por el apuro del que debía salvar a la ridícula pareja. Beth había desaparecido detrás de Jo y Grace se había quedado dormida.

—¿Vamos a dejar al pobre caballero peleando con el seto? —preguntó el señor Brooke, sin dejar de mirar el río y jugueteando con la rosa silvestre que llevaba en el ojal.

—Supongo que la princesa le dio una flor y le abrió la puerta al cabo de un rato —dijo Laurie sonriendo mientras tiraba bellotas a su tutor.

—¡Vaya una historia sin pies ni cabeza nos ha salido! Con un poco de práctica, podríamos lograr algo más atinado. ¿Conocéis la verdad? —preguntó Sallie cuando terminaron de reírse de la historia del caballero.

—Espero que sí —respondió Meg con tono serio.

—Me refiero al juego.

—¿En qué consiste? —inquirió Fred.

—Bueno, juntamos las manos, poniendo las unas sobre las otras, elegimos un número y vamos retirando las manos por turnos. La persona que las aparta en el momento en que se diga el número elegido tiene que contestar la verdad a las preguntas que le formulen los demás. Es muy divertido.

—Probemos —dijo Jo, a la que le encantaba probar cosas nuevas.

La señorita Kate, el señor Brooke, Meg y Ned se excusaron, pero Fred, Sallie, Jo y Laurie juntaron las manos y contaron. Laurie fue el primero en tener que contestar.

—¿Quiénes son tus héroes? —preguntó Jo.

—Mi abuelo y Napoleón.

—¿Qué dama te parece más hermosa? —preguntó Sallie.

—Margaret.

—¿A cuál prefieres? —inquirió Fred.

—A Jo, por supuesto.

—¡Qué preguntas más tontas! —exclamó Jo, y se encogió de hombros con desdén al ver que todos reían por el tono decidido de Laurie.

—Probemos otra vez. El juego de la verdad no está mal —opinó Fred.

—Para usted es de lo más adecuado —musitó Jo molesta.

En ese segundo turno, le tocó a ella contestar.

—¿Cuál es su peor defecto? —preguntó Fred para poner a prueba la virtud de Jo, de la que él carecía.

—Mi mal pronto.

—¿Qué es lo que más deseas? —preguntó Laurie.

—Unos cordones nuevos para las botas —contestó Jo, que había adivinado su intención y se salió por la tangente.

—Esa respuesta no vale. Tienes que decir qué es lo que más deseas.

—Talento. ¿A que te gustaría poder regalármelo, Laurie? —dijo Jo con una sonrisa al ver la expresión de contrariedad de su amigo.

—¿Qué virtudes valoras más en un hombre? —inquirió Sallie.

—Valor y honradez.

—Me toca a mí —dijo Fred al retirar la mano.

—Ahora es la oportunidad —susurró Laurie al oído de Jo, que asintió y preguntó:

—¿Hizo usted trampas en el partido de cróquet?

—Bueno, sí, un poco.

—¡Bien! Y la parte del cuento que explicó, ¿no la sacó de
El león de mar
? —siguió Laurie.

—En gran medida, sí.

—¿Cree que la nación inglesa es perfecta en todo? —intervino Sallie.

—Me avergonzaría de mí mismo si no lo creyera.

—Es un verdadero patriota. Ahora, señorita Sallie, no es necesario que contemos, le toca a usted. Primero heriré sus sentimientos preguntándole si se considera coqueta —dijo Laurie, mientras Jo hacía un gesto con la cabeza a Fred para indicar que ya estaban en paz.

—¡Qué impertinente! Por supuesto que no lo soy —exclamó Sallie con un aire que demostraba lo contrario.

—¿Qué es lo que más odia? —preguntó Fred.

—Las arañas y el pudin de arroz.

—¿Qué es lo que más te gusta? —inquirió Jo.

—Bailar y los guantes franceses.

—Bueno, creo que el juego de la verdad es bastante tonto; ¿por qué no jugamos a algo más inteligente como, por ejemplo, «Autores»? Así, de paso, refrescamos la memoria —propuso Jo.

Ned, Frank y las niñas se sumaron, y los tres mayores se fueron a charlar a un rincón. La señorita Kate retomó su boceto, Margaret la observaba dibujar y el señor Brooke estaba tendido sobre la hierba fingiendo leer un libro.

—¡Qué bien lo hace! ¡Cómo me gustaría saber dibujar! —apuntó Meg con admiración y algo de pena.

—¿Por qué no va a clases? Me da la impresión de que tiene gusto y talento para el dibujo —repuso Kate amablemente.

—No tengo tiempo.

—Supongo que su madre prefiere que aprenda otras cosas. La mía también, pero yo le demostré que tenía talento después de tomar unas cuantas clases a escondidas y a partir de entonces me animó a continuar. ¿No podría pedirle ayuda a su institutriz?

—No tengo.

—Ah, olvidaba que las jóvenes norteamericanas suelen ir a la escuela. Papá dice que aquí las escuelas son excelentes. Usted irá a una privada, ¿verdad?

—No voy a la escuela. De hecho, yo soy institutriz.

—¡Oh! ¿En serio? —dijo la señorita Kate por no decir «¡Qué horror, querida!», aunque su tono y la expresión de su rostro la delataban, hasta el punto de que Meg se puso roja y deseó no haber sido tan sincera.

El señor Brooke levantó la vista y dijo:

—Las jóvenes norteamericanas valoran la independencia tanto como sus antepasados y se las admira y respeta por ganarse la vida por sí mismas.

—¡Oh, sí, claro! Está muy bien y no tengo nada en contra de eso. En mi país hay muchas jóvenes respetables de gran valía que lo hacen; los nobles las emplean como institutrices porque, al ser hijas de caballeros, tienen buenos modales y son cultas —dijo la señorita Kate en un tono condescendiente que hirió el orgullo de Meg e hizo que su trabajo pareciera degradante, además de carente de encanto.

—Señorita March, ¿le sirvió la canción alemana? —inquirió el señor Brooke para cambiar de tema.

—Sí, fue un gesto muy amable, me siento en deuda con quien la tradujo, fuese quien fuese —respondió Meg, y su rostro abatido volvió a iluminarse.

—¿No lee en alemán? —preguntó la señorita Kate con sorpresa.

—No muy bien. Mi padre, que es quien me estaba enseñando, está fuera y, sola, no consigo avanzar porque no tengo a nadie que me corrija la pronunciación.

—Si quiere, podría practicar un poco ahora. Aquí tiene
María Estuardo
, de Schiller, y un maestro que disfruta enseñando —dijo el señor Brooke tendiéndole con una amable sonrisa el libro.

—Es muy difícil, me da miedo intentarlo —dijo Meg con gratitud pero avergonzada al pensar en leer con aquella joven tan culta a su lado.

—Leeré un poco para que se anime. —Y la señorita Kate leyó uno de los pasajes más bellos con una pronunciación perfecta pero perfectamente carente de emoción.

El señor Brooke no hizo observación alguna y devolvió el libro a Meg, que comentó, inocentemente:

—Pensé que era poesía.

—Lo es en parte; intente leer este fragmento.

El señor Brooke esbozó una sonrisa curiosa, cuando abrió el libro por el lamento de María.

Meg, que seguía obedientemente las indicaciones que su nuevo profesor le hacía usando una brizna de hierba como puntero, leyó lentamente, con timidez, sin ser consciente de que convertía hasta las palabras más duras en poesía gracias a la dulzura y musicalidad de su voz. El verde puntero avanzó página abajo y la joven se fue perdiendo en la belleza de la triste escena descrita y, olvidando que no estaba sola, adoptó una entonación levemente más dramática al leer las palabras de la desdichada reina. De haber visto cómo la contemplaban aquellos ojos marrones, se habría interrumpido en el acto pero, como no levantó la vista, pudo aprovechar la lección hasta el final.

—¡Muy bien! ¡En serio! —exclamó el señor Brooke, que pasó por alto los muchos errores de Meg y parecía de verdad alguien que «disfruta enseñando».

La señorita Kate contempló con el anteojo la escena y, tras cerrar el cuaderno de dibujo, comentó con condescendencia:

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