Solemos pasear por los preciosos jardines de les Tuileries, aunque yo prefiero los de Luxembourg, más antiguos. Père la Chaise es un cementerio de lo más curioso; muchas de las tumbas parecen habitaciones pequeñas y, al mirar en su interior, descubres una mesa con imágenes del fallecido y sillas para los que acuden a llorar su muerte. ¡Qué francés resulta todo eso! ¿No os parece?
Nuestras habitaciones dan a la rue de Rivoli; desde el balcón vemos la calle, larga y magnífica de principio a fin. Es tan agradable que cuando estamos cansadas de las visitas nos quedamos en el hotel y pasamos la tarde charlando y descansando en el balcón. Fred es de lo más entretenido y, además, es el joven más encantador que conozco —excepción hecha de Laurie—. Sus modales son exquisitos. Preferiría que fuese moreno porque no me gustan los muchachos rubios, pero los Vaughn son una familia excelente y muy rica, así que no seré yo quien ponga pegas a su cabello claro, sobre todo cuando el mío es aún más rubio que el suyo.
La semana que viene partiremos rumbo a Alemania y Suiza y apenas pararemos durante el viaje, de modo que solo podré enviaros unas cuantas líneas. Pero escribiré mi diario y procuraré «recordar y describir con la máxima precisión las maravillas que tenga la suerte de contemplar», tal y como me aconsejó papá. Esta es una práctica muy útil para mí; cuando veáis mi cuaderno de apuntes, los bocetos os ayudarán a entender mi viaje mejor que mis torpes palabras.
Adieu
, recibid todas mi más tierno abrazo.
V
OTRE
A
MIE
Heidelberg
Querida mamá:
Aprovecho que hacemos un breve descanso antes de salir hacia Berna para contarte lo que ha ocurrido últimamente, porque algunos hechos son muy importantes, como tendrás ocasión de comprobar.
El recorrido en barco por el Rin resultó excelente y lo disfruté mucho. Estuve leyendo algunos de los viejos libros de viaje de papá sobre la zona, No encuentro palabras para describir su belleza. En Coblenza lo pasamos de maravilla con unos estudiantes de Bonn que Fred conoció en el barco y nos dieron una serenata. Era una noche de luna llena y, a eso de la una, Flo y yo nos despertamos al oír una música deliciosa bajo nuestra ventana. Nos acercamos corriendo y, ocultas tras las cortinas, miramos tímidamente hacia fuera, donde vimos a Fred y los estudiantes cantando. Es la escena más romántica que he visto en toda mi vida: el río, el puente, los barcos, la enorme fortaleza enfrente, la luna y una música que hubiese derretido al corazón más duro.
Cuando terminaron, les lanzamos flores y les vimos luchar entre sí por ellas, besar la mano de unas damas invisibles y alejarse riendo… para ir a fumar y beber cerveza, supongo. A la mañana siguiente, Fred se sacó del bolsillo una flor estrujada para enseñármela y se puso muy sentimental, Me burlé de él y le expliqué que no había sido yo quien la había lanzado, sino Flo, y al parecer eso le molestó porque arrojó la flor por la ventana y volvió a mostrarse sensato. Temo que este chico me va a dar problemas.
Los baños de Nassau estaban muy animados, al igual que Baden-Baden, donde Fred perdió una suma de dinero y yo le regañé por ello. Ahora que Frank no está con él, necesita que alguien le cuide. Kate comentó en una ocasión que esperaba que se casase pronto y yo coincido con ella en que sería lo mejor para él. Frankfurt me pareció precioso. Visitamos la casa de Goethe, la estatua de Schiller y la famosa
Ariadna
de Dannecker Lo encontré encantador, pero lo habría disfrutado más aún de haber conocido mejor la historia. No quise preguntar porque todos estaban al corriente o fingían estarlo. Tal vez Jo me pueda contar algo, tendría que haber leído más. Ahora descubro que no sé apenas nada y me avergüenzo de ello.
Ahora viene lo más serio… Es muy reciente, y Fred se acaba de marchar. Es un joven tan alegre y dulce que todos le tenernos mucho cariño. Yo siempre le vi como un compañero de viaje y nada más, hasta la serenata de la otra noche. Entonces, comencé a intuir que los paseos a la luz de la luna, las conversaciones en el balcón y las aventuras diarias eran algo más que un simple entretenimiento para él. Mamá, te prometo que no he coqueteado con él… Recuerdo lo que me advertiste y he procurado seguir tus consejos. Yo no tengo la culpa de gustarle a alguien. No hago nada para que eso se produzca y me duele no sentir nada, aunque Jo opine que no tengo corazón. Mamá, supongo que estarás meneando la cabeza y que las chicas dirán ¡Menuda picara interesada!, pero he tomado una decisión; si Fred se declara, le aceptaré aunque no esté locamente enamorada. Me cae bien y nos sentimos muy a gusto juntos. Es joven, apuesto, bastante inteligente y muy rico, más rico incluso que los Laurence. No creo que su familia se oponga, y yo sería muy feliz porque son personas amables, bien educadas y generosas que me aprecian. Dado que Fred es el mayor de los gemelos, supongo que heredará buena parte del patrimonio, ¡que es enorme! Tienen una casa estupenda en la ciudad, en una de las calles más elegantes; no es tan vistosa como las grandes casas norteamericanas, pero es el doble de cómoda y tiene muchos más lujos, como les gusta vivir a los ingleses. Me encanta, y todo es auténtico. He visto la vajilla, las joyas de la familia, los viejos sirvientes y cuadros de la propiedad que tienen en el campo, una mansión con un amplio jardín, situada en un bello enclave, con buenos caballos. ¿Qué más podría pedir? Prefiero eso a uno de esos títulos que hacen enloquecer a las muchachas pero que no tienen nada detrás. Puede que sea una interesada, pero detesto la pobreza y no pienso soportarla ni un segundo más de lo imprescindible. Es preciso que una de nosotras se case con un hombre rico. Meg no lo ha hecho, Jo no lo hará y Beth todavía no puede… De modo que lo haré yo y así todos llevaremos una vida más confortable. No me casaría con un hombre al que detestase o despreciase. Podéis estar seguras de ello. Aunque Fred no sea mi ideal, está muy bien y, con el tiempo, llegaría a apreciarle si él me tratase bien y me dejase hacer lo que quisiese. He estado dando vueltas al asunto durante toda la semana pasada —era imposible no darse cuenta de que le gusto a Fred—. Él no dijo nada, pero sus gestos le delataban. Nunca va con Flo, siempre está a mi lado, en los coches, en la mesa, cuando paseamos. Cuando nos quedamos a solas, se pone emotivo, y si algún joven me dirige la palabra, frunce el entrecejo. Ayer, a la hora de la cena, un oficial austríaco nos miró y luego le comentó a su amigo, un barón con pinta de libertino, algo acerca de
ein wonderschönes Blöndschen
, y Fred se enfureció como un león y cortó la carne tan enérgicamente que casi la tira del plato. No es uno de esos ingleses flemáticos y estirados, se enfada con facilidad; supongo que debe de llevar sangre escocesa en las venas o eso parece a juzgar por sus hermosos ojos azules.
En fin, ayer fuimos al castillo al caer la tarde, todos menos Fred, que tenía que reunirse con nosotros allí después de ir a buscar unas cartas a la oficina de correos. Lo pasamos bien curioseando entre las ruinas, las bodegas, donde hay un enorme tonel, y los hermosos jardines que el noble propietario mandó hacer al gusto de su esposa, que era inglesa. Pero lo que más me impresionó fue la gran terraza y las hermosas vistas que ofrecía. De modo que, mientras el resto del grupo visitaba las habitaciones, yo me quedé allí, sentada, haciendo un esbozo de una cabeza de león de piedra gris que había en un muro, rodeada de ramas de madreselvas de color escarlata. Me sentía como el personaje de una novela romántica, viendo cómo el río Neckar cruzaba el valle, deleitándome con la música de una banda austríaca y esperando a mi enamorado. Presentí que estaba a punto de ocurrir algo y me supe preparada para ello. Aguardé tranquila, sin enrojecer ni temblar, aunque sí algo nerviosa.
Al poco, oí la voz de Fred y le vi atravesar corriendo el gran arco en dirección a mí. Parecía tan alterado que me olvidé de todo y le pregunté qué le ocurría. Me explicó que acababa de recibir una carta en la que se le urgía a regresar a casa porque Frank estaba gravemente enfermo. Pensaba marchar de inmediato, en el tren de la noche, y solo venía a despedirse. Lamenté mucho la noticia y me sentí decepcionada… aunque solo por unos segundos, porque me estrechó la mano y dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas: «Volveré pronto… No me olvidarás, ¿verdad, Amy?».
No le prometí nada, pero le miré y pareció bastarle con eso. No hubo tiempo para nada más porque apenas disponía de una hora para preparar su partida. Todos le echamos mucho de menos. Sé que quería hablar conmigo, pero intuyo, por algo que comentó en una ocasión, que ha prometido a su padre no hacer nada sin consultárselo. Es un muchacho muy impulsivo y el anciano señor teme que le imponga una nuera extranjera. Pronto nos reuniremos con él en Roma y entonces, si no he cambiado de idea, le aceptaré cuando se declare.
Por supuesto, todo esto es confidencial, pero quería que estuvieras al corriente. No te preocupes por mí; sigo siendo tu «sensata Amy» y te aseguro que no haré nada sin pensarlo bien. Me encantaría recibir tus consejos y los tendría muy en cuenta. Ojalá pudiera conversar contigo largo y tendido, mamá. Te quiero mucho, confía en mí.
Tu hija,
A
MY
—
J
o, estoy preocupada por Beth.
—¿Por qué, mamá? Desde que nacieron los niños, ha estado mejor que de costumbre.
—No me inquieta su salud, sino su ánimo. Estoy segura de que algo le preocupa y me gustaría que descubrieses de qué se trata.
—¿Y qué te hace pensar eso, mamá?
—Pasa mucho rato sentada sola y no habla con papá tanto como antes. El otro día, la encontré llorando junto a los niños. Cuando canta, siempre elige las canciones más tristes y, de vez en cuando, tiene una expresión en el rostro que no alcanzo a comprender. Esto no es propio de Beth, y por eso me preocupa.
—¿Has hablado de esto con ella?
—Lo he intentado en un par de ocasiones pero, cuando no evita contestar, pone tal cara de angustia que no tengo corazón para seguir preguntándole nada. Nunca fuerzo una confidencia y rara vez tengo que esperar demasiado para que una de vosotras me cuente algo.
La señora March observaba a Jo mientras le hablaba, pero su rostro no delataba que supiera algo de la secreta inquietud de Beth. Jo siguió cosiendo en silencio y, al cabo de unos minutos, apuntó:
—Creo que lo que le ocurre es que está creciendo y empieza a fantasear, a descubrir esperanzas, miedos e inquietudes que no sabe explicarse. Verás, mamá, Beth ya tiene dieciocho años, pero no nos damos cuenta y la tratamos como si fuera una niña. Nos olvidamos de que es una mujer.
—Sí lo es, querida. ¡Qué rápido crecéis! —comentó la madre con una sonrisa y un suspiro.
—Es inevitable, mamá. Tendrás que resignarte ante toda clase de preocupaciones y dejar que tus polluelos abandonen el nido, uno a uno. Si sirve de algo, prometo no alejarme demasiado.
—Sí, eso es un gran consuelo, Jo. Ahora que Meg ya no vive con nosotros, me siento más fuerte cuando estás en casa. Beth no goza de buena salud y Amy es demasiado joven para contar con ella; pero sé que si hace falta arrimar el hombro, tú siempre estás dispuesta.
—Sabes que no me asusta el trabajo duro y en toda familia hace falta alguien con empuje. Amy es estupenda con las labores finas, pero yo me siento más a gusto cuando hay que recoger las alfombras o todo el mundo enferma a la vez. Amy está descollando en el extranjero, pero si algo falta en casa, llámame a mí.
—Entonces, dejaré el asunto de Beth en tus manos. Si ha de abrir su tierno corazón, seguro que lo hará antes contigo. Sé muy amable y procura que no piense que la vigilamos o hablamos de ella a sus espaldas. Sí recuperarse la fuerza y la alegría, yo vería cumplidos todos mis deseos.
—¡Qué suerte! ¡Yo tengo tantos deseos por cumplir!
—¿Cuáles son, querida?
—Me ocuparé de los problemas de Beth y luego compartiré los míos contigo. No son demasiado graves, de modo que pueden esperar. —Dicho esto, Jo se alejó con un gesto confiado que llenó de alivio a la señora March, por lo menos de momento.
Jo se dedicó a observar a Beth, mientras fingía atender sus propios asuntos y, tras varias conjeturas contradictorias, llegó a una conclusión que parecía explicar el cambio operado en la muchacha. Un episodio le dio la clave del misterio, o eso le pareció, y su viva imaginación y cariñoso corazón hicieron el resto. Un sábado por la tarde, mientras estaban solas, aparentó estar ocupada escribiendo, sin quitar ojo a su hermana, que parecía extrañamente callada. Sentada junto a la ventana, Beth dejaba su labor sobre el regazo con frecuencia, apoyaba la cabeza en la mano con aire abatido y contemplaba el apagado paisaje otoñal. De pronto, alguien pasó bajo la ventana, silbando como un mirlo operístico, y una voz exclamó: