No creo que la blanca escultura de Psique, regalo de Laurie, perdiese un ápice de su belleza porque el señor Brooke hiciese más alto el soporte en el que venía originalmente, ni cabe imaginar mejor estampado para las cortinas de muselina que los artísticos dibujos trazados por Amy. Tampoco creo que haya habido despensa mejor surtida de buenos deseos, palabras alegres y buenos augurios que esa en la que Jo y su madre colocaron las pocas cajas, barriles y fardos de Meg. Y no me cabe duda de que la reluciente y nueva cocina no hubiese estado tan limpia ni hubiese resultado tan acogedora si Hannah no hubiese ordenado las ollas y sartenes por lo menos una docena de veces, y dejado el fuego listo para encenderse en el instante mismo en que «la señora Brooke entrase en casa». Asimismo, dudo que ninguna joven recién casada haya iniciado su vida con un surtido mayor de gamuzas, manoplas de cocina y bolsas de tela, porque Beth hizo suficientes para no tener que adquirir ninguna más hasta las bodas de plata, además de idear tres tipos de trapos distintos especialmente concebidos para secar las piezas de porcelana de la pareja.
La gente que compra todas esas cosas hechas no sabe lo que se pierde, porque las tareas del hogar son mucho más bellas cuando las llevan a cabo unas manos amorosas. La casa de Meg era una excelente prueba de ello porque todo, desde el rodillo hasta el jarrón de plata que decoraba la mesa de la sala, lo habían escogido con amor y ternura.
¡Cuántos momentos felices pasaban haciendo sus planes! ¡Cuántas veces iban de compras, con solemnidad, para terminar con un divertido cúmulo de objetos sin sentido, cómo se reían a costa de los saldos ridículos con que se hacía Laurie! La afición a las bromas del joven era tal que, aun estando a punto de terminar sus estudios universitarios, se comportaba como un niño. Entre sus últimas ocurrencias figuraba el llevar en su visita semanal a la joven pareja un objeto nuevo, útil e ingenioso. Así, les había regalado una bolsa de fantásticas pinzas para la ropa, un magnífico rallador de nuez moscada que se rompió la primera vez que intentaron usarlo, un limpiador para cuchillos que los estropeó todos, un cepillo que, en lugar de limpiar las alfombras, les arrancaba la lana, un jabón que prometía ahorrar trabajo y que, en realidad, despellejaba las manos; colas infalibles que solo pegaban bien los dedos del iluso comprador, y toda clase de objetos de hojalata, desde una hucha para guardar las monedas sueltas hasta una magnífica caldera pensada para limpiar distintos enseres con vapor, pero que corría el riesgo de estallar en pleno proceso.
Meg le rogó en vano que parara. John se reía de él y Jo le llamaba «señor Toodles». Parecía poseído por el extraño deseo de comprar ingenios yanquis, y el hecho de que sus amigos necesitasen un ajuar le brindaba la ocasión perfecta. Así, cada semana aparecía con algún nuevo y absurdo hallazgo.
Al final, todo quedó a punto. Amy llegó a disponer jabones a juego con los colores de las habitaciones y Beth dejó puesta la mesa para la primera comida del futuro matrimonio.
—¿Estás contenta? ¿Te gusta cómo ha quedado tu hogar? ¿Sientes que podrás ser feliz aquí? —preguntó la señora March mientras recorría el nuevo reino cogida del brazo de Meg, en un momento en que madre e hija estaban más unidas que nunca.
—Sí, mamá, estoy muy contenta, gracias a todos. Y me siento tan feliz que no encuentro palabras para expresarlo —contestó Meg, con una mirada que valía mil palabras.
—Si por lo menos tuvieses un par de sirvientes, todo iría mejor —dijo Amy al salir de la salita, donde había estado tratando de decidir si la figura de bronce de Mercurio quedaba mejor sobre la estantería o sobre la repisa.
—Mamá y yo hemos hablado de eso y he decidido seguir su consejo. Habrá muy poco que hacer. Lotty me echará una mano de vez en cuando y se ocupará de las compras, y yo tendré el trabajo justo para no volverme una perezosa ni echar de menos nuestra casa —explicó Meg tranquilamente.
—Sallie Moffat tiene cuatro —informó Amy.
—Si Meg tuviese cuatro sirvientes, ocuparían toda la casa y el señor y la señora tendrían que acampar en el jardín —intervino Jo, que llevaba un gran delantal azul y estaba terminando de pulir los picaportes.
—Sallie no es la mujer de un hombre pobre y, dada su posición, es lógico que tenga muchos sirvientes. Meg y John inician su vida en común humildemente, pero algo me dice que en su casita habrá tanta felicidad como en la más grande de las mansiones. Me parece un grave error que mujeres jóvenes como Meg no tengan nada mejor que hacer que probarse vestidos, dar órdenes y contar chismes. Cuando estaba recién casada, esperaba con ilusión que mi ropa nueva se gastase o se descosiese porque disfrutaba zurciéndola. Lo cierto es que estaba harta de dedicarme solo al bordado y de que mi mayor preocupación fuera que mi pañuelo de bolsillo estuviese impecable.
—¿Por qué no te metías en la cocina a hacer experimentos? Sallie lo hace para entretenerse, pero dice que todo le sale fatal y que las sirvientas se ríen de ella —comentó Meg.
—Lo hice al cabo de un tiempo, pero no por «experimentar», sino para aprender de Hannah y evitar así que mis criadas se burlasen de mí. En aquel momento no era más que un juego, pero con el tiempo, cuando quise cocinar para mis pequeñas, agradecí mucho saber hacerlo y poder ocuparme de todo cuando ya no me era posible pagar a alguien para que me ayudase. Querida Meg, tú empiezas en ese punto, pero las lecciones que aprendas ahora te serán de gran utilidad en un futuro, cuando John sea un hombre rico, ya que la señora de una casa debe saber hacer el trabajo que pide a sus sirvientes; así es como se consigue un servicio satisfactorio y honrado.
—Sí, mamá, estoy segura de ello —repuso Meg, que había escuchado con respeto las palabras de su madre; las tareas domésticas son un asunto tan complejo que la mejor de las mujeres podría hablar durante horas del tema—. Esta habitación es mi preferida —añadió Meg cuando, minutos después, subieron al dormitorio y se detuvo a contemplar su bien surtido armario de ropa blanca.
Beth estaba allí, formando blancas y suaves pilas en los estantes, exultante ante tan magnífica colección. Meg empezó a hablar y las tres rieron porque aquel armario era casi un chiste. Después de afirmar que si Meg se casaba con «ese señor Brooke» no vería un centavo de su dinero, la tía March se encontró en un buen dilema, porque, una vez que se calmaron los ánimos, se arrepintió de haber pronunciado semejante amenaza. Decidida a no contradecirse, se le ocurrió un plan. Pidió a la señora Carrol, madre de Florence, que encargara una generosa colección de ropa blanca, la mandase bordar con las iniciales de la pareja y la enviase como si fuese un regalo de su parte. La mujer cumplió fielmente el encargo, pero el secreto de la tía March era difícil de ocultar y toda la familia disfrutó mucho con la situación. La tía March fingía no saber nada e insistía en que solo le regalaría el collar de perlas anticuado que siempre había prometido entregar a la primera de las muchachas que contrajera matrimonio.
—Es un regalo muy práctico para un hogar, y eso me gusta. De joven, tuve una amiga que empezó su vida de casada con solo seis sábanas pero, como tenía lavafrutas para los invitados, estaba encantada —explicó la señora March mientras alisaba los manteles de damasco, cuya calidad no escapaba a su espíritu femenino.
—Yo no tengo ni un solo lavafrutas, pero Hannah dice que este conjunto me servirá toda la vida —dijo Meg con lógica satisfacción.
—Aquí llega el señor Toodles —exclamó Jo desde abajo, y todas fueron a dar la bienvenida a Laurie, puesto que su visita semanal era uno de los eventos más importantes en sus tranquilas vidas.
Un joven alto, de hombros anchos, pelo corto, sombrero redondo de fieltro y abrigo suelto caminaba a buen paso en dirección a la casa, saltó por encima de la valla baja sin detenerse a abrir la portezuela, fue directo hacia la señora March, con los brazos abiertos, y dijo emocionado:
—¡Aquí estoy, mamá! Sí, todo va bien.
Estas últimas palabras las pronunció en respuesta a la mirada dulce e inquisitiva de la mujer. En los bellos ojos del joven había tanta franqueza que la breve ceremonia terminó como de costumbre, con un beso maternal.
—Para la señora de John Brooke, junto con mi felicitación y mis mejores deseos. ¡Dios te bendiga, Beth! ¡Jo, verte es todo un espectáculo! Amy, estás demasiado bonita para seguir soltera.
Mientras hablaba, Laurie entregó a Meg un paquete envuelto en papel marrón, deshizo el lazo del cabello de Beth, se quedó mirando el gran delantal de Jo e hizo una reverencia teatral a Amy. Luego estrechó la mano de todas y empezaron a charlar animadamente.
—¿Dónde está John? —preguntó Meg, nerviosa.
—Ha ido a buscar el permiso para mañana, señora.
—¿Quién ha ganado el último partido, Teddy? —inquirió Jo, que, a pesar de tener diecinueve años cumplidos, seguía muy interesada por los deportes masculinos.
—Nosotros, por supuesto. Me habría encantado que estuvieses allí para verlo.
—¿Qué tal está la encantadora señorita Randal? —preguntó Amy con una sonrisa picara.
—Más cruel que nunca, ¿no ves cómo sufro
?
—Y Laurie se propinó una sonora palmada en el pecho y exhaló un melodramático suspiro.
—¿Cuál es la última broma? Meg, abre el paquete y así nos enteraremos —propuso Beth mirando con gran curiosidad el paquetito.
—Se trata de un objeto que conviene tener en una casa por si se declara un incendio o entran ladrones —comentó Laurie, mientras todas recibían con carcajadas la aparición de un silbato de guardia—. A partir de ahora, si John se encuentra ausente y algo te asusta, bastará con que te acerques a la ventana y toques el silbato para alertar al vecindario. Bonito regalo, ¿verdad? —Dicho esto, Laurie hizo una demostración de las virtudes del producto que hizo que todas se llevaran las manos a los oídos—. ¡Menudas desagradecidas! Y hablando de gratitud, no olvides dar las gracias a Hannah por haber impedido que destruyese tu pastel de boda. Vi que lo llevaban a vuestra casa al pasar y, de no haber sido por su valiente defensa, le habría cortado un pedazo allí mismo. Tenía un aspecto delicioso.
—Me pregunto si algún día crecerás, Laurie —dijo Meg con voz de adulta.
—Hago lo que puedo, señora, pero parece que esta va a ser mi altura definitiva. Mucho me temo que, en estos difíciles tiempos, un hombre no puede aspirar a medir más de un metro ochenta —repuso el joven caballero, cuya cabeza rozaba la pequeña luz de araña—. Sospecho que comer algo en una casita tan nueva sería como profanarla pero, como estoy muerto de hambre, propongo que nos traslademos —añadió enseguida.
—Mamá y yo vamos a esperar a John. Aún quedan unas cuantas cosas por arreglar —explicó Meg, que se alejó enseguida.
—Beth y yo vamos a casa de Kitty Bryant a buscar más flores para mañana —añadió Amy después de probarse el pintoresco sombrero de su amigo sobre sus pintorescos rizos y disfrutar del efecto tanto como el resto.
—Venga, Jo, no abandones a un amigo. Estoy tan exhausto que no podría llegar hasta casa sin ayuda. No te quites el delantal; no sé para qué lo usas, pero te favorece mucho —comentó Laurie mientras Jo lo guardaba en su amplio bolsillo y le tendía el brazo para que su amigo se apoyase en ella.
—Bueno, Teddy, quiero que hablemos seriamente sobre mañana —empezó Jo mientras caminaban cogidos del brazo—. Quiero que me prometas que te comportarás como es debido, que no harás travesuras ni echarás a perder nuestros planes.
—No habrá travesuras.
—Y no digas tonterías cuando tengamos que mantener la compostura.
—Yo nunca hago nada semejante; esa es tu especialidad.
—Y te ruego que no me mires durante la ceremonia, porque si lo haces me echaré a reír.
—Ni me verás. Seguro que te pasas el rato llorando, de modo que lo verás todo como envuelto en una espesa niebla.
—Yo no lloro a menos que tenga una pena muy grande.
—Como cuando un viejo amigo va a la universidad, ¿eh? —dijo Laurie sonriendo.
—No seas tonto. Eché unas lagrimitas para no desentonar con el resto.
—Claro. Jo, ¿qué tal está mi abuelo esta semana? ¿Está de buen humor?
—Mucho. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te has metido en algún lío y quieres saber cómo se lo va a tomar? —preguntó Jo sin delicadeza alguna.
—Jo, no creerás que habría mirado a tu madre a los ojos y le habría dicho que todo iba bien de no ser así, ¿verdad? —Laurie se detuvo y adoptó un aire ofendido.
—No, por supuesto.
—Entonces, no seas tan suspicaz. Solo quiero pedirle un poco de dinero —explicó Laurie, que echó a andar de nuevo, con el ánimo más sereno gracias al tono cálido de Jo.
—Gastas mucho, Teddy.
—¡Por Dios! No lo gasto, el dinero se va solo, sin que haga nada. Desaparece sin que yo sepa cómo.
—Eres tan generoso y tienes un corazón tan bondadoso que no paras de prestar a los demás. Eres incapaz de decir «no» a nadie. Nos hemos enterado de lo de Henshaw y de todo lo que has hecho por él. Si gastas el dinero en cosas así, nadie te recriminará nada —apuntó Jo afectuosamente.
—Oh, Henshaw hizo una montaña de un grano de arena. No podía dejar que el pobre hombre se matara a trabajar cuando estaba en mi mano ayudarle y vale más que veinte caballeros vagos. Tú hubieras hecho lo mismo.
—Por supuesto. Pero no sé de qué te va a servir tener diecisiete chalecos, un sinfín de pajaritas y ponerte un sombrero nuevo en cada visita a casa. Pensé que habrías superado la fase de dandi, pero cada dos por tres aflora en otro punto. Ahora lo que está de moda es tener un aspecto horrendo, cortarte el pelo de manera que parezca que llevas un cepillo en la cabeza, usar chaquetas sin pinzas, guantes naranjas y botas con la punta cuadrada. Si las prendas feas fuesen baratas, no diría nada; pero cuestan tanto como la ropa elegante y no le veo la gracia.