—No la pierdes, solo la compartes —matizó Laurie para consolarla.
—Ya nada será como antes. He perdido a mi amiga más querida —dijo Jo con un suspiro.
—Pero me tienes a mí. Sé que yo no valgo tanto como ella, pero estaré a tu lado, Jo, todos los días de mi vida. Te doy mi palabra. ¡Así será! —Y hablaba en serio.
—Sé que es cierto y me siento en deuda contigo por ello. Eres un gran apoyo para mí, Teddy —repuso Jo estrechándole la mano, agradecida.
—Bueno, no te desanimes, es un buen muchacho. Todo irá bien, ya lo verás. Meg es feliz. Brooke moverá cielo y tierra y saldrá adelante enseguida. Mi abuelo le ayudará en todo lo que pueda y será estupendo visitar a Meg en su propia casa. Cuando se vaya, lo pasaremos en grande. Pronto terminaré mis estudios, y entonces podremos ir al extranjero o hacer cualquier otro viaje agradable juntos. ¿Te apetece?
—Claro que sí, pero es imposible prever qué ocurrirá dentro de tres años —comentó Jo, pensativa.
—¡Es cierto! ¿No te gustaría que fuese posible saber qué será de nosotros para aquel entonces? —preguntó Laurie.
—La verdad es que no, porque tal vez me encontrase con algo triste. Y ahora están todos tan felices que no creo que las cosas puedan ir mejor. —Y Jo recorrió con la mirada la estancia, donde todos estaban radiantes, pues las perspectivas eran muy halagüeñas.
El padre y la madre estaban sentados juntos, recordando los primeros momentos de su historia de amor, que había empezado veinte años atrás. Amy dibujaba a los novios, que estaban perdidos en un mundo de ensueño, cuya luz proporcionaba a sus rostros una belleza que la artista era incapaz de copiar. Beth, tumbada en el sofá, charlaba animadamente con su anciano amigo, que le sostenía la mano como si creyera que así se le permitiría transitar por los caminos de paz que la niña recorría. Jo estaba recostada en su sillón favorito, con expresión seria y tranquila, y Laurie, apoyado en el respaldo, con la barbilla junto a la rizada cabellera, le sonrió con amabilidad y le hizo un gesto con la cabeza en el reflejo del gran espejo que tenían ante sí.
En este punto, cae el telón sobre Meg, Jo, Beth y Amy. Que vuelva a alzarse dependerá de la acogida que reciba el primer acto de esta obra familiar titulada
Mujercitas
.
P
ara poder empezar de nuevo y llegar a la boda de Meg con la mente abierta, convendría comenzar con algunos datos sobre los March. Pero antes, por si alguno de mis lectores mayores considera que en esta novela se habla demasiado de amor (estoy segura de que los lectores jóvenes no me harán esa objeción), citaré a la propia señora March: «¿Qué otra cosa cabe esperar con cuatro alegres muchachas en casa y un vecino joven y apuesto enfrente?».
En los tres años transcurridos, la tranquila familia ha sufrido pocos cambios, Terminada la guerra, el señor March vuelve a estar en casa, sano y salvo, ocupado con sus libros y con la pequeña parroquia de la que era ministro por su gracia y su naturaleza. Es un hombre tranquilo y estudioso, rico en esa clase de saber que merece la pena obtener, dotado de una caridad que le hace considerar a los demás sus hermanos y de una piedad que forma el carácter para que sea augusto y hernioso.
A pesar de su pobreza y de lo estricto de una integridad que le llevó a alejarse de los éxitos más mundanos, sus cualidades hicieron que llamara la atención de personas notables que acudían a él espontáneamente, atraídas como las abejas a las flores más dulces; porque, a pesar de sus cincuenta años de dura experiencia, el señor March no albergaba ni una gota de amargura. Muchos jóvenes formales encontraban a nuestro sabio de cabello gris tan formal y joven de espíritu como ellos. Las mujeres afligidas o preocupadas acudían instintivamente a él para resolver sus dudas o aliviar sus penas, seguras de que recibirían un trato amable y un consejo sabio. Los pecadores buscaban a aquel hombre mayor de corazón puro para confesarse y obtenían tanto su guía como su perdón. Los hombres de talento encontraban en él un compañero, los más ambiciosos se inspiraban en sus nobles valores e incluso los más materialistas reconocían que sus ideales eran hermosos y verdaderos, aunque no sirviesen para «pagar las facturas».
Desde fuera, parecía que las cinco enérgicas mujeres dirigieran la casa, y así era en muchos aspectos; pero no por ello aquel hombre tranquilo, sentado entre sus libros, dejaba de ser el cabeza de familia, el guía, el ancla y el consuelo del hogar. En los momentos duros, las laboriosas e inquietas mujeres siempre encontraban en él al esposo y padre, en el sentido más elevado de estas palabras.
Las niñas ponían sus corazones en manos de su madre, y su alma, en las de su padre. Y ambos progenitores vivían y trabajaban por ellas. Su amor crecía día a día, y el dulce vínculo que les mantenía unidos era de esos que convierten la vida en una bendición y persisten más allá de la muerte.
La señora March sigue tan activa y alegre, pero sus cabellos están algo más encanecidos que la última vez que la vimos. Ahora está tan dedicada a los preparativos de la boda de Meg que muchos hospitales y casas, todavía llenos de soldados heridos y viudas, echan de menos sus piadosas visitas.
John Brooke cumplió valientemente con sus obligaciones en el ejército durante un año, resultó herido, le enviaron a casa y le prohibieron regresar al frente. No le condecoraron, aunque merecía tal honor porque arriesgó sin dudarlo cuanto tenía: la vida y el amor son bienes muy preciados, sobre todo cuando están en plena eclosión. El joven aceptó de buen grado su baja y se dedicó en cuerpo y alma a recuperarse, intentar prosperar y obtener un hogar que poder ofrecerle a Meg. Su sentido del deber y su feroz independencia le hicieron rechazar la generosa ayuda que el señor Laurence estaba dispuesto a brindarle, y aceptó un puesto en una teneduría de libros, porque prefería empezar honestamente, con un sueldo humilde, que arriesgar un dinero prestado.
Meg, que había dedicado el tiempo de espera a trabajar, se había vuelto más femenina y más ducha en las artes del ama de casa, y estaba más guapa que nunca porque el amor es el mejor tratamiento de belleza. Tenía las ambiciones y esperanzas propias de la juventud, y por eso la había descorazonado un poco la humildad con la que había de iniciar su nueva vida en pareja. Ned Moffat acababa de contraer matrimonio con Sallie Gardiner y Meg no podía evitar comparar su elegante casa, su carruaje, sus muchos regalos y su espléndido vestido con los suyos, y deseaba, secretamente, poder tener algo igual. Pero la envidia y el desencanto desaparecían enseguida cuando pensaba en el paciente amor y la entrega con la que John había logrado adquirir la pequeña vivienda que ya estaba lista para ella. Y cuando se sentaban juntos, al atardecer, y conversaban sobre sus planes, su futuro le parecía tan hermoso y lleno de luz que el esplendor de la vida de Sallie quedaba atrás y se sentía la muchacha más rica y feliz de la cristiandad.
Jo no volvió a cuidar a la tía March, porque la anciana se encaprichó tanto con Amy que la convenció de que le hiciese compañía sobornándola con clases de dibujo con los mejores profesores, algo por lo que Amy hubiese aceptado servir a la señora más exigente. Así, la joven dedicaba las mañanas al deber y las tardes, al placer, y mejoraba a buen ritmo. Jo se dedicó en cuerpo y alma a la literatura y a cuidar de Beth, que al cabo de tanto tiempo aún no se había recuperado del todo de aquella fiebre. No era exactamente una enferma, pero ya no tenía el aspecto sonrosado y saludable de antaño. Aun así, seguía siendo una criatura llena de esperanzas, feliz y serena, atareada con las labores que tanto le agradaban, una amiga excelente para todos y un auténtico ángel en la casa, aunque los que tanto la querían no siempre lo supiesen apreciar.
Como
The Spread Eagle
le pagaba un dólar por columna por sus «bazofias», como ella llamaba a sus historias, Jo se sentía una mujer de posibles y escribía tantos relatos románticos como era capaz. No obstante, su inquieta mente cobijaba planes más ambiciosos, por lo que la vieja cocina del desván se fue llenando de manuscritos llamados a situar el apellido March entre los grandes y famosos.
Laurie, que había cursado estudios universitarios para satisfacer a su abuelo, buscaba ahora la forma de cumplir sus propios deseos. Su dinero, sus modales, su gran talento y su buen corazón, que siempre le llevaba a meterse en líos para salvar a otros, le granjearon el cariño de todos, hasta el punto de correr el riesgo de echar a perder su vida. Y probablemente lo hubiese hecho, como les ocurre a tantos jóvenes prometedores, de no ser porque el recuerdo del venerable anciano preocupado por su futuro, el afecto maternal de su vecina, que cuidaba de él como de un hijo, y por último, pero no menos importante, el amor y la admiración que le profesaban cuatro inocentes muchachas que creían en él de corazón le servían para conjurar al demonio, como el más eficaz de los talismanes.
Aun siendo un buen muchacho, Laurie era humano y, por supuesto, le encantaba ir de fiesta y coquetear con muchachas. Siguiendo la moda de la universidad, fue dandi, sentimental o aficionado a la gimnasia y a los deportes acuáticos a conveniencia. Sufrió novatadas y las hizo, decía palabras vulgares y en más de una ocasión estuvo a punto de ser castigado e incluso expulsado. Pero como el origen de sus travesuras siempre era su buen humor o su amor por la diversión, le salvaban una oportuna confesión y un sincero arrepentimiento, o su gran dominio del arte de la persuasión, en el que era un auténtico experto. De hecho, estaba bastante orgulloso de sus escarceos y disfrutaba relatando a las cuatro hermanas sus triunfos sobre tutores coléricos, profesores muy serios y derrotados enemigos. Las muchachas veían como héroes a los «hombres de su clase» y no se cansaban de oír las proezas de aquellos seres excepcionales, cuyas sonrisas tenían ocasión de ver cuando Laurie invitaba a alguno de ellos a casa.
Amy disfrutaba más que nadie de aquel gran honor y pronto se convirtió en la reina del grupo. Su señoría aprendió enseguida a reconocer y sacar partido a la fascinación que despertaba. Meg estaba demasiado ocupada con su vida privada, y en particular con su John, para fijarse en ninguna otra de las creaciones del Señor, y Beth era demasiado tímida para hacer algo que no fuese mirarlos de lejos y maravillarse de que Amy se atreviese a tratarlos como lo hacía. Jo, por su parte, se sentía como pez en el agua y tenía que hacer un esfuerzo por no imitar sus gestos, frases y hazañas, que le parecían más propios de su persona que el decoro que se esperaba de una dama. Los muchachos apreciaban muchísimo a Jo, pero nunca se enamoraban de ella; sin embargo, pocos se iban sin lanzar un suspiro enamorado por la hermosa Amy. Y puesto que hablamos de sentimientos, no puedo dejar de citar el Dovecote.
Tal era el nombre de la casita marrón que el señor Brooke había elegido como hogar para Meg y él. Laurie la había bautizado así porque, según explicaba, era «el nido de amor perfecto para los arrumacos y arrullos de una pareja de tortolitos». Era una casa pequeña con un jardincito detrás y un trozo de césped del tamaño de un pañuelo en el frente. Meg pensaba colocar allí una fuente, un bosquecillo y gran profusión de hermosas flores. Por el momento, un cántaro viejo hacía las veces de fuente, en lugar del bosquecillo se veían unos cuantos alerces recién plantados, que todavía no habían decidido si iban a vivir o a morir, y un montón de palos que indicaban el lugar en el que había una semilla anunciaba la futura profusión de flores. Por dentro, la vivienda era acogedora y la feliz novia no encontró pega que ponerle del sótano al desván. La salita era tan estrecha que era una bendición que no tuvieran piano, ya que no hubiese entrado. En el comedor no cabían más que seis personas muy apretadas, y las escaleras de la cocina parecían construidas con el único propósito de hacer que tanto los sirvientes como la vajilla fuesen a dar a la carbonera. Pero, excepción hecha de esos defectillos, el resto no podía ser más completo, puesto que el buen gusto y el sentido común habían presidido la elección del mobiliario y el resultado era de lo más satisfactorio. En el pequeño recibidor no había ninguna mesa de mármol, grandes espejos o visillos de encaje, sino muebles sencillos, muchos libros, un par de herniosos cuadros, hileras de flores en el saliente de la ventana y, por todas partes, los regalos enviados por sus amistades, aunque lo más valioso no eran los presentes, sino los afectuosos mensajes que los acompañaban.