—¿En qué estás pensando, Beth? —preguntó Jo después de que Amy diese las gracias a su padre y le explicase cómo había conseguido el anillo.
—Hoy he leído en el
Progreso del peregrino
cómo, tras muchos contratiempos, Cristiano y Esperanza llegan a un hermoso prado en el que hay lilas en flor durante todo el año y descansan felices, como hacemos nosotras ahora, antes de proseguir el camino hacia su destino —explicó Beth. A continuación saltó de las rodillas de su padre y fue hacia el piano—. Es hora de cantar, quiero volver a ocupar mi lugar. Voy a cantar una composición basada en las palabras que el joven pastor dice a los peregrinos. Le he puesto música pensando en papá, porque sé que ese texto le agrada especialmente.
Dicho esto, se sentó frente a su querido piano y empezó a tocar y a cantar con su dulce voz, que habían temido no volver a oír, el hermoso himno que tan bien se adecuaba a su persona:
Los que están abajo no temen caer
Ni les pierde el orgullo.
Los humildes tienen siempre a Dios por guía.
Me contento con lo que tengo, sea mucho o poco.
Señor, haz que esté contenta aunque muera de hambre
Para poder recibir Tu salvación.
La abundancia una pesada carga es para el peregrino.
Quienes tienen poco en esta vida
Reciben la bendición de la vida eterna.
A
l día siguiente, madre e hijas revoloteaban alrededor del señor March como abejas cuidando a su reina. Lo dejaban todo por atenderle, servirle y escucharle, hasta el punto de que el enfermo corría el riesgo de morir por un exceso de ternura. Solía sentarse en una butaca junto al sofá en el que descansaba Beth, las demás permanecían siempre cerca y Hannah asomaba la cabeza de vez en cuando para «echarle un vistazo al querido señor». Su felicidad parecía completa. Pero aún faltaba algo, y las mayores lo sentían, aunque no lo reconociesen. El señor y la señora March intercambiaban miradas de inquietud cuando veían a Meg. Jo se ponía muy seria a ratos y la habían visto amenazar con el puno al paraguas que el señor Brooke se había dejado en el vestíbulo. Meg estaba siempre ensimismada, tímida y callada, se sobresaltaba cuando alguien llamaba al timbre y se ruborizaba si se mencionaba el nombre de John. Amy comentó que todos parecían esperar algo y estar intranquilos, lo que le resultaba incomprensible ahora que su padre estaba nuevamente en casa. Y Beth, ingenua, se preguntaba por qué los vecinos no les visitaban tanto como antes.
Laurie pasó por allí aquella tarde y, al ver a Meg junto a la ventana, montó una escena melodramática: se hincó de rodillas en la nieve, se golpeó el pecho, se mesó el cabello y juntó las manos en un gesto implorante, como si pidiese un milagro. Cuando Meg le dijo que se comportase y la dejase tranquila, el joven fingió llorar amargamente y secarse las lágrimas con su pañuelo, y luego dobló la esquina tambaleante como si fuera presa de una gran desesperación.
—¿Qué querrá decir ese ganso? —preguntó entre risas Meg, haciéndose la inocente.
—Te muestra lo que tu John hará cada vez más. ¿No te resulta conmovedor? —dijo Jo con sorna.
—No le llames «mi John»; no es cierto ni resulta apropiado. —No obstante Meg pronunció aquellas palabras como si, en verdad, le gustase cómo sonaban—. Por favor, Jo, no me des la lata. Ya te he dicho que no me interesa tanto ese hombre, no hay nada de qué hablar, pero creo que deberíamos seguir siendo amables con él como hasta ahora.
—No podemos porque sí hay algo de qué hablar y después de la travesura de Laurie has cambiado mucho. Para mí es evidente, y para mamá, también. Ya no eres la de antes y te noto muy distante conmigo. No pretendo darte la lata y aguantaré lo que venga como un hombre, pero preferiría que todo estuviese ya arreglado. Detesto esperar. Así que, si tienes pensado hacerlo, date prisa y hazlo cuanto antes —dijo Jo, malhumorada.
—No puedo decir ni hacer nada hasta que él dé el primer paso, y no lo hará porque papá ha dicho que soy demasiado joven —repuso Meg, y se inclinó sobre la costura con una sonrisita que daba a entender que no estaba de acuerdo con su padre sobre ese asunto.
—Si se decidiese a pedir tu mano, no sabrías qué decir. Te echarías a llorar, te sonrojarías o le dejarías salirse con la suya en lugar de contestar con un buen y rotundo «no».
—No soy tan tonta ni tan débil como piensas, Sé muy bien la que contestaría, le he dado muchas vueltas, así que no me pillaría desprevenida. Nunca se sabe lo que puede ocurrir y es mejor estar preparada.
Jo no pudo evitar sonreír ante el aire de importancia que había adoptado su hermana sin darse cuenta y que la favorecía tanto como el hermoso toque rosado que había aflorado a sus mejillas.
—¿Te importaría contarme qué le contestarías? —preguntó con mayor respeto.
—Para nada. Ya tienes dieciséis años, edad suficiente para ser mi confidente, y mi experiencia te puede ser de ayuda cuando te veas en una situación similar.
—No tengo previsto verme en nada parecido. Me divierte ver a otros flirtear, pero me sentiría estúpida si lo hiciese yo —afirmó Jo, asustada ante la simple posibilidad.
—Supongo que si te gustase alguien lo suficiente y tú le gustases a él no te sentirías así. —Meg hablaba como para sí y miraba hacia el parque en el que tantas veces había visto pasear y charlar a parejas de enamorados en los crepúsculos estivales.
—Pensé que ibas a decirme qué respuesta le darías a ese hombre —le recordó Jo interrumpiendo rudamente la ensoñación de su hermana.
—¡Oh! Simplemente le diría con mucha calma y decisión: «Gracias, señor Brooke, es usted muy amable, pero estoy de acuerdo con mi padre en que soy demasiado joven para comprometerme. Por favor, no insista y sigamos siendo amigos como hasta ahora».
—¡Ya! Eso me parece bastante formal y frío. No creo que seas capaz de decírselo y sé que, de hacerlo, eso no le detendría. Si insiste como suelen hacer los amantes en las novelas, acabarás cediendo por no herir sus sentimientos.
—¡No, te equivocas! Le diría que mi decisión es firme y saldría de la habitación dignamente.
Meg, que se había levantado mientras hablaba, parecía a punto de practicar la salida digna cuando el sonido de unos pasos en el vestíbulo la hizo volver a sentarse de golpe y empezar a coser como si su vida dependiese de que entregara la labor hecha en un plazo determinado. Ante tan súbito cambio, Jo contuvo la risa y, al ver que alguien llamaba discretamente a la puerta, fue a abrir con una actitud que era todo menos hospitalaria.
—Buenas tardes, he venido a recoger mi paraguas… Quiero decir, a ver cómo se siente hoy su padre —dijo el señor Brooke, muy nervioso, mientras sus ojos iban de una joven a la otra.
—Se encuentra muy bien, está en el paragüero, iré a buscarlo y le anunciaré su visita. —Y tras mezclar a su padre y al paraguas en su respuesta, Jo se marchó para que Meg pudiese soltar su discurso al joven y adoptar el aire digno que pretendía.
En cuanto se hubo ido, Meg fue hacia la puerta murmurando:
—Mamá querrá verle, le ruego que se siente. Iré a llamarla.
—No se vaya. ¿Acaso me teme, Margaret?
El señor Brooke parecía tan dolido que Meg pensó que debía de haber sido muy maleducada. Se puso roja hasta las orejas porque él nunca la había llamado Margaret hasta entonces, y le sorprendió descubrir lo natural y dulce que le resultaba oírle pronunciar su nombre. Deseosa de mostrarse amable y tranquila, tendió la mano confiada y dijo, con gratitud:
—¿Cómo podría temerle si ha sido tan bueno con mi padre? Me gustaría poder expresarle mi agradecimiento.
—¿Quiere que le diga cómo? —preguntó el señor Brooke tomando entre sus grandes manos la delicada mano de la joven. Cuando miró a Meg, sus ojos reflejaban tanto amor que el corazón de la joven palpitó con más fuerza, y deseó a un tiempo echar a correr y quedarse a escucharle.
—No, por favor, prefiero no saberlo —dijo, intentando retirar su mano y dando claras muestras del temor que había declarado no sentir.
—No haré nada que la pueda molestar, solo deseo saber si me quiere un poco; yo la amo, querida Meg —añadió el señor Brooke con ternura.
El momento del discurso tranquilo y digno había llegado, pero Meg no podía hacerlo. Aquellas frases se borraron de su memoria, bajó la cabeza y contestó «No lo sé» en voz tan baja que John tuvo que inclinarse para captar la breve respuesta.
Debió de considerar que el esfuerzo había valido la pena, porque sonrió satisfecho, apretó agradecido la blanca mano y dijo con tono persuasivo:
—¿Intentará averiguarlo? Me gustaría mucho conocer la respuesta. Estoy dispuesto a trabajar de firme y me gustaría saber si puedo albergar la esperanza de una recompensa.
—Soy demasiado joven —murmuró Meg sin entender cómo podía estar turbada y encantada a un tiempo.
—Esperaré, y tal vez en ese tiempo aprenda a quererme. ¿Cree que será una lección muy dura, querida?
—No, si me lo propongo, pero…
—Por favor, propóngaselo, Meg. Me encanta enseñar y esto es más fácil que el alemán —la interrumpió John tomándole la otra mano para que no pudiese taparse con ella el rostro mientras él se inclinaba a mirarla.
Aunque su tono era de súplica, al mirarle tímidamente, de reojo, Meg descubrió que sus ojos rebosaban de alegría y ternura, y que sonreía con la satisfacción propia de aquellos que no eludan del éxito de su empresa. Eso la molestó. Recordó las ridículas lecciones de coquetería impartidas por Annie Moffat, y el ansia de poder, que duerme en el pecho de las mejores muchachas, se despertó de pronto y se hizo con el control. Meg se sentía extraña y alterada, y al no saber cómo actuar, decidió seguir un impulso caprichoso y retiró las manos al tiempo que afirmaba con cierta irritación:
—No; no me lo propondré; por favor, váyase y déjeme tranquila.
El pobre señor Brooke vio cómo su ilusión amorosa se venía abajo. Nunca había visto a Meg de tan nial humor y se quedó atónito.
—¿Lo dice en serio? —inquirió angustiado, y la siguió cuando ella se apartó.
—Por supuesto. No quiero preocuparme por cosas así. MÍ padre opina que es demasiado pronto y yo estoy de acuerdo con él.
—¿Puedo acaso esperar que cambie de opinión con el tiempo? Esperaré y no volveré a mencionar el asunto hasta que sea mayor. No juegue conmigo, Meg. Pensaba que era de otro modo.
—Preferiría que no pensase nada de mí —replicó Meg, que sentía una mezquina satisfacción al poner a prueba la paciencia de su enamorado y constatar su poder.
El joven estaba ahora serio y pálido, y parecía más que nunca uno de aquellos personajes de novela que ella tanto admiraba. Pero ni se golpeó la frente ni se puso a dar vueltas por la habitación como hacían ellos. Simplemente se quedó plantado, mirándola con tal ansia y ternura que el corazón de Meg empezó a ablandarse a su pesar. No podemos saber qué habría pasado a continuación si la tía March no hubiera entrado en un momento tan interesante.
La anciana no había podido resistir el deseo de ver a su sobrino. Se había cruzado con Laurie mientras paseaba y, al enterarse de la vuelta del señor March, fue directa a visitarle. Como toda la familia estaba ocupada en la parte de atrás de la vivienda, entró sin hacer ruido con la ilusión de darles una sorpresa. Y, en efecto, menuda sorpresa se llevaron los dos jóvenes; Meg abrió los ojos como si acabara de ver un fantasma, y el señor Brooke se fue corriendo al estudio.