Washington y la masonería: Brad Meltzer nos revela el secreto mejor protegido Aquel 4 de Julio, Wes Holloway, un asistente presidencial ambicioso y arrogante, metió al Ron Boyle, el mejor amigo del presidente, en la limusina presidencial. Cuando al viaje acabó, Wes había quedado permanentemente desfigurado y Boyle estaba muerto, víctimas de un asesino demente. Ocho años más tarde, Boyle es descubierto, vivo y en perfecto estado de salud, en Malaisia. En ese momento, Wes tiene la oportunidad de deshacer el peor día de su vida. El intento de averiguar qué sucedió realmente lleva a Wes a enfrentarse a un rompecabezas presidencial que ya tiene diez años de antigüedad, a hechos misteriosos enterrados en la historia de la masonería y a un código de doscientos años inventado por Thomas Jefferson.
Brad Meltzer
El libro del destino
ePUB v1.1
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Título original:
The Book of Fate
Brad Meltzer, 2007.
Traducción: Gerardo Di Masso
Editor original: libra_861010 (v1.0 a v1.1)
Para Lila, mi niña,
quien cogió mi corazón,
y con su dulce sonrisa
lo hizo mucho más grande
.
Dentro de seis minutos uno de nosotros podría estar muerto. Era nuestro destino. Ninguno de nosotros sabía lo que iba a ocurrir.
—¡Ron, espera! —grité, corriendo tras el hombre de mediana edad vestido con un traje azul marino. Mientras corría, el calor húmedo de Florida hizo que la camisa se me pegase al pecho.
Ron Boyle me ignoró y aceleró el paso por la pista, pasando junto al Air Force One, a nuestra derecha, y a los dieciocho coches de la caravana que aguardaban a nuestra izquierda. Como jefe de personal adjunto, Boyle siempre tenía prisa. Eso es lo que ocurre cuando trabajas para el hombre más poderoso del mundo. No es algo que diga a la ligera. Nuestro jefe era el comandante en jefe. El presidente de Estados Unidos. Y cuando él quería algo, mi trabajo consistía en conseguirlo. En este momento, el presidente Leland
León
Manning quería que Boyle se tranquilizara. Algunas tareas eran demasiado incluso para mí.
Aumentando la velocidad a medida que atravesaba el compacto grupo de miembros del personal y periodistas que se dirigían hacia los vehículos que tenían asignados, Boyle pasó velozmente junto a un Chevy Suburban negro lleno de agentes del Servicio Secreto, y a la ambulancia que llevaba pequeñas bolsas con sangre del presidente. Esta misma mañana, más temprano, se suponía que Boyle debía mantener una reunión de quince minutos con el presidente a bordo del Air Force One. Debido a un error en mi programación, ahora Boyle había visto reducida esa reunión a tres minutos. Decir que estaba molesto sería como llamar a la Gran Depresión «un mal día en la oficina».
—¡Ron! —volví a llamarlo, apoyando la mano sobre su hombro y tratando de disculparme—. Espera un momento. Sólo quería…
Se volvió bruscamente, apartando mi mano de su hombro. Delgado y de nariz puntiaguda, con un espeso bigote destinado a compensar ambas cosas, Boyle tenía el pelo gris, piel aceitunada y ojos castaños y expresivos, con un toque azul claro en cada iris. Cuando se inclinó hacia mí sus ojos de gato me fulminaron.
—No vuelvas a tocarme a menos que me estreches la mano —dijo con tono amenazador mientras la saliva me salpicaba la mejilla.
Me enjugué el rostro con el dorso de la mano mientras apretaba los dientes. De acuerdo, el error en la programación era culpa mía, pero ésa no era razón para que…
—Ahora dime qué coño es eso tan importante, Wes, ¿o acaso se trata de otro recordatorio vital de que cuando comemos con el presidente necesitamos darte nuestras preferencias para el almuerzo al menos con una hora de antelación? —añadió, alzando tanto el tono de voz que algunos miembros del Servicio Secreto se volvieron para mirarnos.
Cualquier otro tío de veintitrés años hubiese replicado. Yo mantuve la calma. Ése es el trabajo del ayudante del presidente… alias el escolta… alias el chico de los recados. Conseguir lo que el presidente quiere; mantener la maquinaria en funcionamiento.
—Permíteme que te lo compense, Ron —dije, olvidando mis disculpas. Si quería que Boyle se tranquilizara (si no queríamos montar una escena para los chicos de la prensa) era necesario que yo diera el primer paso—. ¿Qué te parece si… si nos escabullimos dentro de la limusina del presidente ahora mismo?
La postura de Boyle se alteró ligeramente y comenzó a abrocharse los botones de la chaqueta.
—Pensé que tú… No, vale. Genial. Excelente.
Incluso esbozó una leve sonrisa. Crisis superada.
Él pensó que estaba todo perdonado. Pero tengo mucha más memoria que eso. Mientras Boyle se volvía con expresión triunfal en dirección a la limusina, yo apunté mentalmente otra nota. «Capullo arrogante.» Cuando regresáramos a casa, él iría en el asiento trasero de la camioneta de la prensa.
Yo no era sólo bueno. Era genial. No se trata de egocentrismo; es la verdad. Uno no solicita este trabajo, lo invitan a una entrevista. Todos los jóvenes que querían escalar en política que pululaban por la Casa Blanca se dejarían matar por estar tan cerca del líder del mundo libre. Mi antecesor había dejado este puesto para convertirse en el número dos en la Oficina de Prensa de la Casa Blanca. Su predecesor en el último gobierno dirigía ahora a cuatro mil personas en IBM. Hacía siete meses, a pesar de mi falta de contactos, el presidente me había elegido a mí. Pasé por encima del hijo de un senador y de un par de sabihondos de Rhodes. No tenía ningún problema en vérmelas con un jefe de personal adjunto histérico.
—¡Wes, en marcha! —dijo el jefe del destacamento del Servicio Secreto, indicándonos que subiéramos al coche, al tiempo que él se deslizaba en el asiento delantero, desde donde podía verlo todo.
Pisándole los talones a Boyle y sosteniendo mi maletín de cuero delante de mí, me metí en la parte trasera de la limusina blindada, donde el presidente ya se encontraba instalado, vestido con vaqueros y una cazadora negra. Supuse que Boyle comenzaría a hablar inmediatamente, pero cuando pasó por delante del presidente estaba extrañamente callado. Mientras avanzaba encorvado para ocupar el asiento izquierdo, la chaqueta del traje de Boyle se abrió, pero él rápidamente apoyó la mano a la altura del corazón para mantenerla cerrada. No me di cuenta hasta mucho más tarde de qué ocultaba. O lo que acababa de hacer al invitarlo a subir a la limusina.
Entré en el coche detrás de él y me dirigí agachado hacia uno de los tres asientos abatibles que miraban hacia atrás. El mío estaba situado espalda con espalda con el conductor y frente a Boyle. Por razones de seguridad, el presidente siempre se sentaba en el asiento trasero derecho, con la primera dama entre Boyle y él.
El asiento plegable que estaba justo delante del presidente —la silla eléctrica— ya estaba ocupado por Mike Calinoff, corredor profesional de coches retirado, ganador en cuatro ocasiones de la Copa Winston e invitado especial al acontecimiento que se celebraba hoy. No era ninguna sorpresa. Cuando apenas faltaban cuatro meses para las elecciones, nuestra ventaja era de sólo tres puntos en las encuestas. Cuando la ciudadanía se mostraba tan voluble, sólo un loco entraba en la arena de los gladiadores sin llevar un arma oculta.
—¿O sea, que es muy veloz, incluso con el blindaje? —preguntó el campeón, admirando el interior azul noche del Cadillac One.
—Como un guante con vaselina —contestó Manning mientras la primera dama ponía los ojos en blanco.
Boyle se inclinó hacia adelante en su asiento y abrió un sobre de papel manila.
—Señor presidente, ¿si pudiésemos…?
—Lo siento… eso es todo lo que puedo hacer, señor —interrumpió Warren Albright, el jefe del equipo personal, mientras entraba en la limusina. Le entregó al presidente un periódico doblado, ocupó el asiento del medio, frente a la primera dama y, lo que era más importante, en diagonal a Manning. Incluso en un asiento posterior con capacidad para seis personas, la proximidad era importante. Especialmente para Boy le, quien aún estaba inclinado hacia el presidente, negándose a renunciar a su oportunidad.
El presidente cogió el periódico y examinó el crucigrama que Albright y él compartían cada día. Había sido su costumbre desde el primer día de la campaña… y la razón por la cual Albright se instalaba siempre en ese codiciado asiento en diagonal. Albright se encargaba de comenzar a resolver el crucigrama, llegaba tan lejos como podía y luego se lo pasaba al presidente para que fuese él quien cruzara la línea de meta.
—La quince vertical está mal. —El presidente señaló mientras yo apoyaba mi maletín de cuero sobre mi regazo—. «Suprimir.»
Albright habitualmente detestaba que Manning descubriese un error. Hoy, al advertir la presencia de Boyle en el asiento de la esquina, tuvo un motivo añadido para sentirse molesto.
«¿Todo bien?», pregunté con la mirada.
Antes de que Albright pudiese contestar, el conductor pisó el acelerador y mi cuerpo se fue hacia adelante.
Tres minutos y medio después sonará el primer disparo. Dos de nosotros caeremos al suelo en medio de convulsiones. Uno ya no volverá a levantarse.
—Señor, ¿si me permite un minuto? —interrumpió Boyle, con más insistencia que antes.
—Ron, ¿por qué no disfrutas del paseo? —dijo la primera dama con tono burlón, y su melena corta y castaña se sacudió cuando la limusina cogió un bache. A pesar del dulce tono de su voz, vi el brillo feroz en sus ojos verdes. Era la misma mirada fulminante que solía lanzarles a sus alumnos en Princeton. La primera dama, con un doctorado en Química, estaba entrenada para ser dura. Y lo que la primera dama quería, lo conseguía.
—Pero, señora, sólo llevará…
Su ceño se frunció de tal manera que las cejas se besaron.
—Ron. «Disfruta del paseo.»
La mayoría de la gente se hubiese detenido en ese punto. Boyle presionó aún más, tratando de darle el archivo directamente a Manning. Conocía al presidente desde que tenían veinte años y estudiaban en Oxford. Banquero profesional, además de coleccionista de trucos de magia antiguos, más tarde se encargó de manejar todo el dinero de Manning, un truco de magia en sí mismo. Era el único de nosotros que había estado presente cuando Manning se casó con la primera dama. Eso le otorgó una licencia especial cuando la prensa descubrió que el padre de Boyle era un insignificante estafador que había sido condenado (dos veces) por fraude en los seguros. Era la misma licencia que estaba utilizando en la limusina para poner a prueba la autoridad de la primera dama. Pero incluso los mejores pases tienen fecha de caducidad.
Manning meneó la cabeza de un modo tan sutil que sólo un ojo entrenado era capaz de advertirlo: primera dama, uno; Boyle, cero.
Boyle cerró la carpeta, se apoyó en el respaldo de su asiento y me lanzó una de esas miradas que matan. Era culpa mía.
Cuando nos acercábamos a nuestro destino, Manning miró en silencio a través de la ventanilla tintada a prueba de balas.
—¿Saben lo que dijo Kennedy tres horas antes de que le disparasen? —preguntó con su mejor acento de Massachusetts—. «Anoche hubiese sido una noche perfecta para matar a un presidente.»