En ese momento nuestros ojos se encuentran. Le veo la cara.
Dios. El estómago se me cae a los pies. «Es… es…»
Su rostro es diferente, su nariz está redondeada, los pómulos más marcados. Crecí en Miami. Reconozco la cirugía plástica cuando la veo. Pero esos ojos son inconfundibles, castaños y expresivos con un toque azul claro en cada iris. Él… murió hace ocho años.
Era Boyle.
—¡Espera!
Pero el intruso desaparece en un abrir y cerrar de ojos, alejándose hacia la izquierda, hacia el lado opuesto de la puerta donde se encuentra Jay. Boyl… quienquiera que sea ese tío, es inteligente.
Me cojo de los bordes de la destrozada mesilla de café y trato de levantarme. La cadera y las rodillas rozan los fragmentos de cristal cuando me giro. Me pongo en pie trastabillando y echo a correr, encorvado. Estoy tan desequilibrado que prácticamente me precipito a través de la puerta abierta y salgo al corredor, que está completamente desierto.
Me lleva apenas cinco segundos de ventaja. Es más que suficiente.
Más adelante, el pasillo gira hacia la izquierda. Oigo que una puerta se cierra con violencia. Maldita sea. Corro tan de prisa como puedo, apretando los dientes para impedir la hiperventilación. Pero ya sé lo que viene a continuación. Al girar en la esquina, el pasillo da a dos puertas metálicas. La que se encuentra a la derecha conduce a unas escaleras de emergencia. La que tengo justo delante de mí lleva al exterior. Si estuviésemos en la Casa Blanca tendríamos a dos tíos del Servicio Secreto montando guardia. Como antiguo presidente, apenas si disponemos de agentes para cubrir las entradas que llevan al escenario.
Abro de par en par la puerta que está a mi derecha. Cuando choca contra la pared, un golpe apagado resuena. Contengo la respiración y aguzo el oído para oír pisadas, movimiento, cualquier cosa. Pero sólo hay silencio.
Me doy la vuelta y me lanzo contra la barra metálica de la otra puerta, que se abre violentamente y salgo a la atmósfera malaya, dulce y vaporosa. La única luz que brilla en el callejón procede de los faros delanteros de una Chevy Suburban negra, un gato de Cheshire metálico con una brillante mirada blanca. Detrás de la Suburban hay una llamativa limusina blanca de baile de final de curso. Nuestro transporte.
—¿Todo bien? —pregunta un agente con el pelo castaño cortado a cepillo mientras se acerca a la parte delantera de la Suburban.
—Sí, por supuesto —contesto, haciendo un esfuerzo para tragar y sabiendo que no debo contagiarle el pánico. Salvo los tres últimos escalones de un salto y siento que mi corazón late tan de prisa que parece que me va a salir disparado del pecho. Continúo examinando el callejón. Sólo hay contenedores de basura vacíos, un par de motos de la policía y la minicaravana.
Las escaleras…
Me vuelvo hacia la entrada, pero ya es demasiado tarde. La puerta se cierra con un estruendo metálico y queda herméticamente asegurada desde el interior.
—No te preocupes —dice el agente—. Tengo la llave.
Sube las escaleras con agilidad y busca en su llavero.
—¿Manning sigue el horario previsto? —pregunta.
—Sí… es perfecto… el horario…
El agente me estudia detenidamente mientras pasa las llaves.
—¿Seguro que te encuentras bien, Wes? —pregunta, abriendo la puerta mientras que yo ya corro nuevamente hacia el interior—. Parece que hubieras visto un fantasma.
Hace tiempo que ha desaparecido.
Media hora más tarde, después de la última intervención en el turno de preguntas y respuestas («¿Echa de menos la Casa Blanca?»), estoy en el asiento trasero de nuestra limusina tratando de determinar el estado de ánimo de Manning.
—El público estuvo bien —dice finalmente.
Eso significa «estuvieron aburridos».
—Estoy de acuerdo —digo.
Eso significa que «entiendo». Las conferencias en el extranjero son siempre difíciles, el público se pierde la mitad de los chistes, y Manning siente lástima de sí mismo porque el país ya no se paraliza a su llegada.
En el asiento delantero de la limusina, dos del Servicio Secreto guardan un silencio sepulcral, ni siquiera susurran en sus radios. Eso indica que están nerviosos. Cuando regresé al Arts Center informé del hecho de que había visto a un desconocido junto a los camerinos. Cuando me pidieron una descripción, les dije todo lo que había alcanzado a ver, aunque no incluí el color de los ojos y el hecho de que se parecía a Boyle. «Oh, sí, era nuestro jefe de personal adjunto, aquel que enterramos hace ocho años.» Existe una línea muy delgada entre dar todos los detalles y parecer un capullo.
Cuando nuestro coche se detiene frente al Palace of the Golden Horses —el hotel más lujoso de Asia, excesivamente decorado con temas hípicos de la zona— tres botones diferentes abren la puerta de la limusina.
—Bienvenido de nuevo, señor presidente.
Bien acostumbrado a tratar con vips, el Palace cuenta con dieciocho ascensores y diecisiete escaleras diferentes. La última vez que estuvimos utilizamos al menos la mitad. Le he pedido al Servicio Secreto que nos llevase directamente a través de la puerta principal.
—Allí está… Allí está… —grita simultáneamente un coro de voces tan pronto como entramos en el vestíbulo. Un nutrido grupo de turistas estadounidenses ya nos están señalando, buscando bolígrafos en sus mochilas. Nos han visto, que era nuestro objetivo. Los agentes del Servicio Secreto me miran. Yo miro a Manning. Es su decisión, aunque ya conozco la respuesta.
El presidente asiente, aparentando que les está haciendo un favor. Pero no importa cuán de prisa la oculte, puedo ver la sonrisa. Siempre que un antiguo presidente viaja al extranjero, la CIA organiza una pequeña reunión para impartir instrucciones, lo que hace que el antiguo presidente sienta que vuelve a estar en el candelero. Ésa es la razón por la que a todos los que han sido presidentes les encanta viajar al extranjero. Cuando estás en tierras lejanas, sin la adrenalina de la atención pública, no hay mayor subidón que un chute de fervientes fans.
Como el mar Rojo ante Moisés, los agentes se hacen a un lado, abriendo un camino hasta el presidente. Saco del bolso de trucos una docena de fotografías satinadas y un rotulador. Se los paso a Manning. Necesitaba esto. De nuevo en la salsa, jefe.
—¿Puede dedicársela a Bobby-boy? ¿Sólo eso, Bobby-boy? —pregunta un hombre con enormes gafas.
—¿Y de dónde es usted? —dice Manning, haciéndolo lo que mejor sabe hacer.
Si quisiera hacerlo, podría quedarme junto al presidente y ayudar a los del Servicio Secreto a mantener la cola ordenada. Pero me alejo de la multitud y me dirijo a recepción, justo debajo de la enorme bóveda dorada pintada con unos caballos lanzados a la carrera.
Me ha estado carcomiendo desde el momento en que Boyle desapareció por aquel pasillo. No estoy seguro de cómo consiguió meterse entre bastidores, pero si está tratando de acercarse al presidente, sólo hay otro lugar para intentarlo.
—¿En qué puedo ayudarlo hoy, señor? —me pregunta una hermosa asiática en un inglés impecable. Debo decir en su favor que echa un vistazo a mis cicatrices pero no se demora en ellas.
—Estoy con el presidente Manning —le digo, esperando que eso facilite las cosas.
—Por supuesto que sí, señor Holloway.
Sé que dejamos un montón de tarjetas de visita, pero aun así estoy impresionado.
—¿En qué podemos ayudarlo? —repite ella.
—Estoy tratando de localizar a uno de los amigos del presidente Manning. Se suponía que debía encontrarse con nosotros esta noche y sólo quería comprobar si ya se había registrado… Su nombre es Boyle.
La recepcionista pulsa su teclado y ni siquiera pregunta el nombre. Los hoteles malayos de lujo son buenos, pero no tanto.
—Lo siento, señor, pero no tenemos registrado a ningún huésped con el nombre de «Boyle».
No me sorprende.
—¿Y qué me dice de Eric Weiss? —pregunto. Era el nombre ficticio de Boyle cuando no quería que los periodistas nos siguieran la pista en los hoteles.
—¿Eric Weiss? —repite ella.
Asiento. Era el verdadero nombre de Houdini, una broma tonta de Boyle, quien coleccionaba pósteres de antiguos magos. Pero ¿regresar de entre los muertos? Ni siquiera Eric Weiss pudo realizar ese truco.
—Lo siento, no hay ningún Eric Weiss.
Miro hacia donde se encuentra Manning. Aún le quedan al menos tres turistas a quienes firmarles autógrafos.
—Por favor, ¿podría intentarlo con un último nombre? El apellido es Stewart, el nombre es Cari.
—Cari Stewart —repite ella, tecleando velozmente. Una posibilidad más que remota, sin duda, es el nombre del padre del presidente, y el nombre en clave que solíamos utilizar para el presidente en los hoteles cuando comencé a trabajar en la Casa Blanca… justo antes de que Boyle fuese…
—Cari Stewart —dice la recepcionista con tono orgulloso—. Lo tengo aquí mismo.
Me quedo blanco. Ese nombre en clave fue asignado al presidente Manning durante nuestros antiguos viajes para ocultar en qué habitación se hallaba alojado. Nadie conocía ese nombre en clave. Ni siquiera la primera dama.
—¿Lo tiene?
Ella mira la pantalla con el rabillo del ojo.
—Pero según los datos que tengo aquí, abandonó el hotel hace una hora aproximadamente. Lo siento, señor, pero me parece que lo ha perdido por muy poco tiempo.
—¿Tiene su dirección? ¿Pagó con tarjeta de crédito? —Las preguntas salen disparadas de mi boca antes de que pueda contenerme—. Quiero decir… nosotros… esperábamos pagar su factura —añado, consiguiendo finalmente relajarme un poco—. Ya sabe… una invitación del presidente.
La mujer me mira fijamente. Ahora piensa que estoy loco. Sin embargo, vuelve a comprobar los datos que tiene en la pantalla.
—Lo siento otra vez, señor. Parece que pagó en metálico.
—¿Qué me dice de su dirección particular? Sólo quiero asegurarme de que estamos hablando del mismo Cari Stewart. —Añado una breve sonrisa para tranquilizarla. En ese momento me acuerdo de que a los asiáticos no les gusta que se les rían en la cara.
—Señor, la información personal de nuestros huéspedes…
—No es para mí, es para él. —Señalo al anterior presidente de Estados Unidos y a sus tres guardaespaldas armados. Es una carta imposible de superar.
La recepcionista esboza una sonrisa incómoda. Mira a un lado y a otro. No hay nadie cerca. Leyendo directamente de la pantalla, dice:
—El señor Stewart vive en el… 3.965 de la vía Las Brisas, Palm Beach, Florida.
Mis piernas se aflojan. Me aferró al mostrador de mármol para no caerme. Ése no es un nombre en clave. Ésa es la dirección del domicilio privado del presidente Manning. Sólo la familia tiene esa dirección. O los viejos amigos.
—Señor, ¿se encuentra bien? —pregunta la recepcionista al ver mi cara.
—Sí… perfectamente —digo, forzando algo la voz. No estoy mejor en absoluto. Mi cabeza me da vueltas tan de prisa que a duras penas consigo mantenerme en pie. Boyle, o quienquiera que fuese, no sólo estaba en ese camerino… estuvo aquí anoche. Esperándonos. De hecho, podría estar esperando todavía al presidente si yo no lo hubiese visto antes.
Rebobino hasta el encuentro con él durante la conferencia. El sonido metálico cuando chocó contra la mesilla de café. La expresión de pánico dibujada en sus ojos. Hasta ahora había supuesto que yo lo había sorprendido cuando intentaba entrar en bastidores. Pero ahora, después de haber estado aquí anoche y de utilizar ese nombre en clave de hace una década… Boyle no es idiota. Con todos los nombres falsos que hay para elegir, no eliges ese nombre para ocultarte. Lo utilizas para que alguien pueda encontrarte. Hago girar el caleidoscopio y aparece una nueva imagen. Boyle podría haber estado tratando de llegar al presidente, pero también podría haber sido invitado. El problema es que, considerando que, excepto yo, sólo hay una persona que hubiese sido capaz de reconocer ese viejo nombre en clave. Una persona que hubiese sabido que Boyle venía, e invitarlo a entrar.
Miro al presidente justo en el momento en que termina de firmar su último autógrafo. En su rostro hay una gran sonrisa.
Siento un dolor agudo en la nuca. Mis manos comienzan a temblar. ¿Por qué habría… cómo pudo hacer eso? A un par de metros de mí, Manning rodea los hombros de una asiática y posa para la foto, ensanchando la sonrisa. Cuando estalla el flash, el dolor que siento en la nuca se agudiza aún más. Cierro los ojos tratando de visualizar el lago del campamento de verano… Pero lo único que veo es a Boyle. Su cabeza rapada. El acento impostado para librarse de mí. Incluso los sollozos desconsolados de su hija, con quien me disculpo cada vez que la veo sumida en la tristeza durante los aniversarios de aquel trágico hecho.
Durante ocho años, su muerte ha sido la única herida que no ha cicatrizado, ulcerándose con el paso del tiempo, con mi propio aislamiento. La culpa… todo lo que provoqué… Oh, Señor, si realmente ha vuelto…
Abro los ojos y me doy cuenta de que están llenos de lágrimas. Las enjugo rápidamente ya que ni siquiera puedo ver a Manning.
¿Qué estaba haciendo Boyle aquí? ¿Qué demonios está pasando? En la Casa Blanca teníamos acceso a todos los cuerpos de seguridad, pero ahora ya no tenemos a los cuerpos de seguridad. Sin embargo, eso no significa que yo no tenga mis propias fuentes.
Saco mi móvil y marco el número de memoria. El sol debe de estar saliendo en Washington en este momento.
Acostumbrado a las emergencias, levanta el auricular al primer timbrazo. El identificador de llamadas le dice quién está al otro lado de la línea.
—Deja que lo adivine, tienes problemas —contesta Dreidel.
—Éste es grave —le digo.
—¿Incluye a tu jefe?
—¿No lo incluye siempre? —Dreidel es mi mejor amigo en la Casa Blanca y, más importante aún, conoce a Manning mejor que nadie. Por su silencio, es evidente que lo entiende—. ¿Tienes un momento? Necesito algo de ayuda.
—Por ti, amigo, cualquier cosa…
París
—¿Con mayonesa? —preguntó la mujer delgada que llevaba unas gafas rojas.
—
Oui
—contestó Terrence O'Shea, asintiendo respetuosamente, pero decepcionado por el hecho de que lo hubiese preguntado. Él pensaba que su francés era impecable (o tan impecable como puede serlo si lo hubieses aprendido en el FBI), pero el hecho de que ella le hubiese hecho la pregunta en inglés y hubiera llamado «mayonesa» al alioli…—.
Excusez moi, madame
—añadió O'Shea—
pourquoi m'avez vous demandé cela en anglais
? («¿Por qué me lo ha preguntado en inglés?»)