El líbro del destino (10 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

—A menos que estuviese llevando uno y hubiese mentido —digo.

—Escucha, sé que esto te afecta un poco…

—¿Que me afecta un poco? ¡Esto arruinó mi vida! ¿Eres capaz de entenderlo? —Finalmente exploto—. Esto no fue sólo una tarde de perros. ¡Los niños pequeños me señalan con el dedo y se esconden detrás de sus madres! ¡Ya no puedo mostrar una puta sonrisa! ¿Tienes idea de lo que se siente?

El restaurante se ha quedado en silencio. No hay una sola persona que no mire hacia nuestra mesa. La familia pija con sus hijas gemelas. El tío de pelo color rubio rojizo con la gorra de golf. Incluso nuestro camarero, que se apresura a acercarse a la mesa esperando poder calmar las cosas.

—¿Está todo bien, señor?

—Sí, lo siento, todo está bien —le digo mientras el hombre llena sin necesidad las tazas de café.

Cuando el camarero se marcha, Dreidel me mira fijamente y me concede un momento para que me tranquilice. Es lo que él me enseñó a hacer con el presidente cuando pierde los nervios. Bajar la cabeza y dejar que el fuego se extinga solo.

—Estoy bien —le digo.

—Sabía que lo estarías —dice—. Sólo recuerda que estoy aquí para ayudarte.

Inspiro profundamente y paso la página.

—Bien, suponiendo que existiese una amenaza para la vida de Boyle en aquella época, ¿por qué no lo llevaron directamente al hospital?

—Ésa es la piedra en la que sigo tropezando. Cogieron a Nico, Boyle estaba gravemente herido, pero obviamente con vida, así que ¿por qué simular tu muerte y alejarte de tu vida y de toda tu familia? Tal vez estuvieron hablando de eso durante los doce minutos en la ambulancia. Tal vez fue entonces cuando Boyle tomó la decisión de desaparecer.

Meneo la cabeza.

—¿En doce minutos? No puedes sacudirte simplemente toda tu vida en doce minutos, sobre todo cuando estás sangrando por el cuello. Ellos tuvieron que haber hecho planes antes.

—¿Ellos? —pregunta Dreidel.

—¡Vamos! Esto no es como esconderte de tu hermano pequeño en un fuerte hecho con almohadas. Para organizar algo tan grande necesitas al Servicio Secreto, más el conductor de la ambulancia, más el médico que se encargó de tu herida en el cuello. —Hago una pausa durante un momento para ordenar mis ideas—. Más alguien que lo autorizara.

Dreidel baja la barbilla, mirándome por encima del borde redondeado de sus gafas. Él sabe hacia dónde apunto.

—¿Crees realmente que él…? ¿Crees que haría algo así?

Es la pregunta que me he estado haciendo desde el momento en que vi el nombre falso de Boyle en aquel hotel. No usas un nombre así para esconderte. Lo usas para que alguien pueda encontrarte.

—Yo sólo… No veo cómo el presidente podría haberlo ignorado. En aquellos días, Manning ni siquiera podía mear en unos arbustos a menos que alguien los revisara primero. Si Boyle llevaba un chaleco antibalas (algo que claramente debió ser así) era porque había una amenaza plausible contra su vida. Y si existía una amenaza, y sangre del grupo O negativo en la ambulancia, y medidas previstas para asegurar que Boyle estuviese a salvo… Manning tuvo que firmar la autorización.

—A menos que Albright firmase por él —dice Dreidel, refiriéndose a nuestro antiguo jefe de personal y la única otra persona que estaba aquel día en la limusina con nosotros en la pista de carreras.

Es una posibilidad remota, pero no nos acerca a una respuesta. Albright murió de cáncer de testículos hace tres años.

—¿Ahora estás culpando a un cadáver de todo lo que pasó?

—Eso no lo hace menos creíble —dice Dreidel con tono desafiante—. Albright solía autorizar detalles de seguridad continuamente.

—No lo sé —digo meneando la cabeza—. Manning y Boyle se conocían desde los tiempos de la universidad. Si Boyle estaba planeando desaparecer, es una jugarreta demasiado pesada para cargársela a un amigo, mucho menos al presidente de Estados Unidos.

—¿Estás de coña? Boyle se alejó de su familia, su esposa, incluso de su propia hija. Echa un vistazo a todo el cuadro, Wes: Nico, el chiflado, dispara al azar contra el presidente y alcanza a Boyle en el pecho. Pero, en lugar de dirigirse al hospital para que le curen las heridas, Boyle aprovecha para simular su propia muerte y desaparecer de la faz de la tierra. Obviamente, para hacer algo así, has de tener una razón jodidamente buena.

—¿De tal palo tal astilla? —pregunto.

—Sí, yo también pensé en ello. El problema es que el padre de Boyle no era más que un pobre diablo. Esto… esto es primera división. Primera con mayúscula.

—Tal vez Boyle contrató a Nico. Tal vez el tiroteo no fue más que una cortina de humo para que Boyle pudiese esfumarse.

—Suena demasiado a una secuela de
Misión imposible
—dice Dreidel—. Si Nico falla, te arriesgas a recibir un disparo en la cabeza. Y más importante aún, si el Servicio Secreto estaba en el ajo, no sólo están poniendo en peligro al presidente, y a su personal, y a doscientos mil espectadores mientras lo confían todo a un tío que está como una regadera. Habrás visto a Nico en las entrevistas, es un chiflado escapado de una película de Stephen King. Si Boyle buscaba desaparecer, hubiese fingido que sufría un infarto en su casa y asunto terminado.

—¿O sea, que tú piensas que cuando Nico hizo esos disparos, Boyle y los del Servicio Secreto aprovecharon el caos del momento para sacarlo a escondidas de allí? —pregunto, haciendo un esfuerzo para mantener la conversación en un susurro.

—No sé qué pensar. Todo lo que sé es que, para que Boyle llevase un chaleco antibalas, tiene que haber estado esperando algo. Quiero decir, no llevas contigo un paraguas a menos que creas que va a llover, ¿no?

Asiento, incapaz de rebatir su argumento. Pero eso no nos acerca ni un milímetro al porqué. ¿Por qué le disparó Nico a Boyle? ¿Por qué la caravana de Manning llevaba sangre de Boyle? ¿Y por qué habría de alejarse Boyle de su vida, su esposa y su hija? Quiero decir, ¿qué podría tentar —o aterrorizar— a un hombre hasta el extremo de echar toda su vida por la borda?

—Tal vez deberías preguntar —dice Dreidel.

—¿A quién, a Manning? Oh, claro, sólo tengo que aparecer y decir: «Por cierto, señor, acabo de ver a su amigo muerto… Sí, aquel cuyo asesinato hizo que perdiera la reelección. Oh, y puesto que él sigue con vida, mientras que yo me he estado desviviendo por su culo desde el día que salí del hospital, ¿por qué me ha mentido durante más de ocho años acerca del momento más espantoso de mi vida?» Sí, sería genial.

—¿Qué me dices del Servicio Secreto?

—Tres cuartos de lo mismo. Boyle no pudo haber desaparecido durante todos esos años si no hubiese contado con su ayuda. La última cosa que necesito es comenzar a gritar desde la terraza que yo soy el que ha descubierto el pastel. Hasta que no sepa qué está pasando, lo mejor será no agitar las aguas.

Dreidel se apoya en el respaldo de su sillón de mimbre.

—Cuando viste a Boyle aquella noche, ¿creíste que había ido allí a matar a Manning?

—¿Matarlo?

—¿Para qué otra cosa volvería después de casi ocho años? ¿Sólo para saludarlo?

—Supongo que no, pero… ¿para matarlo? ¿No crees que eso es…?

—Keyser Soze —me interrumpe Dreidel—. «El mayor truco que hizo el diablo fue convencer al mundo de que no existía.» —Me mira y juraría que casi está sonriendo—. Tío, ¿puedes imaginarlo? ¿Estar legalmente muerto, pero seguir viviendo? ¿Sabes la libertad que eso te da?

Miro la llave de la habitación de Dreidel y hago un gran esfuerzo para no imaginar los esponjosos albornoces blancos.

—Tal vez era eso lo que Boyle deseaba todos aquellos años —añade—. Sólo una salida.

Meneo la cabeza pero capto la razón que subyace en el fondo. La única manera de entender lo que está ocurriendo es entender a Boyle.

—¿Y dónde nos deja eso a nosotros? —pregunto.

—¿A nosotros? Éste no es mi desastre. —Se echa a reír cuando lo dice, pero es obvio que no está bromeando—. Venga, Wes, sabes que sólo estoy bromeando —añade, consciente de que lo he entendido perfectamente. Como cualquier gran embustero político, su primer movimiento consiste en eliminar sus huellas dactilares. Es la razón por la que lo he llamado en primer lugar. Pasó cuatro años al lado del presidente, pero nunca lo encontrarás en un segundo plano en ninguna fotografía. Nadie es mejor que él haciéndose invisible, cosa que, en este momento, es precisamente lo que yo necesito si quiero descubrir la verdad—. ¿Tienes algún contacto con los cuerpos de seguridad? —añade, ya dos movimientos por delante de mí—. Si pueden echarle un vistazo al historial de Boyle…

—Conozco a alguien perfecto para eso —digo. Pero Dreidel está mirando por encima de mi hombro hacia la entrada del restaurante. Siguiendo la dirección de su mirada, me vuelvo y encuentro a la negra con trenzas. Ahora ha cambiado su albornoz por otro de los uniformes de Palm Beach: pantalones blancos con una camiseta de diseño de color naranja pálido. El equipo para un día en la ciudad.

—Escucha, debo irme —dice Dreidel, ya levantándose de su asiento—. Debes ser listo en este asunto.

—¿Listo?

—Prudente. Debes ser prudente. Porque si Manning está realmente metido en esto… —Echa otro vistazo alrededor y luego se inclina hacia mí—. Si entonces Estados Unidos se volvió contra él, lo crucificarán, Wes. En serio. Lo crucificarán.

Asiento. Su novia nos mira desde el otro lado del restaurante.

—Y ya que estamos hablando de esto, Wes. Me alegra guardar tu secreto, sólo prométeme que guardarás el mío.

—Por… por supuesto. Nunca diría una sola palabra.

Se vuelve para marcharse, dejándome a mí con la cuenta.

—Por cierto, ¿estás interesado en aflojar quinientos pavos y asistir a mi cena de recaudación de fondos esta noche?

Meneo la cabeza con gesto de incredulidad.

—Dreidel, ¿cuánto te dieron por tu alma cuando la vendiste?

—¿Vendrás o no?

—Iría, pero tengo un evento Manning esta noche.

Dreidel asiente y no se demora. Él sabe qué es lo primero.

Mientras se dirige hacia la puerta, decido no volverme para mirar a la chica. En cambio, alzo mi cucharilla y uso la parte inferior como mi pequeño espejo distorsionador de parque de atracciones. Diviso a Dreidel por encima del hombro justo cuando se acerca a la chica. No la coge de la mano hasta no estar seguro de que nadie lo ve.

—Perdón —dice alguien por encima de mi hombro izquierdo.

Me vuelvo, esperando encontrar al camarero. Pero se trata de un tío rubio que lleva una camiseta negra y una gorra de golf.

—¿Wes Holloway? —pregunta, abriendo su cartera para mostrarme una credencial del FBI—. Terrence O'Shea. ¿Podemos hablar un momento?

15

Hospital para enfermos mentales St. Elizabeth Washington, D.C.

—La campana del desayuno está sonando, Nico. ¿Torrija o tortilla a la francesa? —preguntó la pequeña mujer negra del servicio de comidas que huele a vinagre y tiene diminutas piedras rosadas, imitación diamante, en sus uñas también rosadas.

—¿Qué hay para cenar? —preguntó Nico.

—¿Me estás escuchando? Es la hora del desayuno. ¿Torrija o tortilla?

Calzándose los zapatos y arrodillándose delante de su estrecha cama, Nico alzó la vista hacia la puerta y estudió el carrito con las bandejas. Hacía mucho tiempo que se había ganado el derecho a comer con sus compañeros. Pero después de lo que le había sucedido a su madre hacía muchos años, prefería que le llevasen las comidas a su habitación.

—Croquetas —dijo Nico—. Y ahora, ¿qué hay para cenar?

En el St. Elizabeth llamaban a Nico un NCD. No era el único. En total había treinta y siete, todos ellos viviendo en el John Howard Pavilion, un edificio de ladrillo rojo de cinco plantas que era el hogar de Nico y de los otros treinta y seis pacientes «no culpables por razones de demencia».

Comparadas con el resto de los pabellones, las plantas de los NCD siempre eran más tranquilas que las demás. Como Nico oyó decir un día a uno de los médicos, «Cuando oyes voces dentro de tu cabeza, no hay necesidad de hablar con nadie más.»

Apoyado aún sobre una de sus rodillas, Nico tiró con fuerza para pegar el velero de sus zapatillas (hacía tiempo que habían eliminado los cordones) y observó cuidadosamente mientras la mujer negra entraba llevando una bandeja con croquetas en su pequeña habitación de dos por tres metros, que estaba decorada con una mesilla de noche de madera y una cómoda en la que nunca hubo más que una Biblia y un viejo rosario de cuentas rojas. Los médicos le ofrecieron a Nico un sofá, incluso una mesilla de café. Cualquier cosa que contribuyera a que ese lugar se pareciera a un hogar. Nico se negó, pero nunca dijo por qué. Él lo quería así. Para que se pareciera a su habitación. La habitación de su madre.

Aún era capaz de visualizar la habitación del hospital donde su madre había permanecido durante casi tres años. Él sólo tenía diez cuando la atacó la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, cuando el único gen defectuoso en su cerebro activó la proteína CJD que finalmente la sumió en un coma profundo. Cuando le diagnosticaron la enfermedad, ella no se quejó, ni siquiera cuando el pequeño Nico le preguntó por qué Dios se la llevaba con Él. Ella sonrió, incluso entonces, y le contestó respetuosamente que así era como estaba escrito en el Libro. El Libro del Destino. Su madre meneaba la cabeza, pero su voz era firme cuando le dijo que jamás debía discutir eso. El Libro debía ser respetado. Tenía que ser escuchado. Dejar que guiara tus pasos. Pero no se trataba solamente de respeto. Ella tomaba fuerza de él. Seguridad. No había duda, su madre sabía. Ella no tenía miedo. ¿Cómo podía alguien temer la voluntad de Dios? Pero todavía recordaba a su padre, detrás de él, apretando sus hombros y obligándolo a rezar todos los días para que Jesús les devolviera su madre.

Durante las primeras semanas los dos rezaban en la capilla del hospital. Al cabo de seis meses, visitaban la capilla cada día excepto el domingo, convencidos de que sus plegarias de los domingos serían mucho más eficaces si las elevaban desde la iglesia. Tres años más tarde, Nico cambió sus plegarias. Lo hizo sólo una vez, durante un día helado en pleno invierno en Wisconsin. No quería estar en la iglesia aquel día, no quería estar con sus bonitos pantalones y su camisa de los domingos. Especialmente con todas las batallas con bolas de nieve que se libraban fuera de la iglesia. De modo que aquella mañana de domingo, mientras bajaba la cabeza en la iglesia, en lugar de rezarle a Jesús para que su madre regresara, le rezó para que se la llevase. El Libro debía estar equivocado. Aquel día, su madre murió.

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