El líbro del destino (13 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

Conseguir un micrófono que fuese lo bastante pequeño había sido la parte más sencilla. También lo había sido conseguir un transmisor que recibiera una señal que pudiese recibirse en todo el país. Proteger al presidente era la especialidad del Servicio Secreto, pero su división de Inteligencia, con jurisdicción sobre delitos financieros y falsificaciones, disponía de uno de los operativos de vigilancia más formidables del mundo. De hecho, lo difícil era dónde ocultar el mecanismo. Y alguien que lo pusiera.

El teléfono sonó. El Romano comprobó la identidad de la persona que llamaba. Las letras oscuras en la pantalla digital decían «Oficinas de Leland Manning». El Romano sonrió, apartando el pelo negro de su piel terrosa. Si la lubina fuese tan previsible.

—¿Algún problema? —preguntó El Romano cuando descolgó.

—Ninguno. Fue lo primero que hice esta mañana. Le puse ese pin tal como me dijiste.

—Por eso tengo sus últimas dos horas de conversación.

El Romano abrió el cajón inferior de su archivador y las puntas de sus dedos rozaron la última carpeta que había en el fondo. La única sin marcar.

—¿Wes ha dicho algo interesante hasta ahora?

—Está llegando a ese punto —contestó El Romano, abriendo la carpeta que tenía sobre el escritorio y revelando varias fotografías en blanco y negro.

—¿Qué me dices de ti? Si tu investigación es tan vital… Pensé que vendrías aquí.

—Iré —dijo El Romano mientras estudiaba las fotos. Oscurecidas por el paso del tiempo, todas las instantáneas habían sido tomadas aquel día en la pista de carreras. En una se veía a Nico con varios miembros del Servicio Secreto que lo placaban contra el suelo, en otra el presidente era arrastrado hacia la limusina, y, por supuesto, había una de Boyle, segundos antes de recibir los disparos. La sonrisa en el rostro de Boyle parecía indestructible, las mejillas tensas, los dientes brillantes. El Romano no podía apartar la vista de esa imagen—. Pero antes tengo que ocuparme de un asunto.

19

Palm Beach, Florida

—¿Dónde está? —pregunto, pasando por la recepción de la pequeña oficina con sus docenas de plantas y orquídeas en tiestos.

—En su despacho —dijo la recepcionista—. Pero no puedes…

Pero su advertencia llega tarde. Dejo atrás su escritorio de fórmica barato que se parece sospechosamente a uno que tiré hace unas semanas y me dirijo hacia la puerta cubierta con antiguas matrículas de Florida. Detrás de las plantas, el regalo clásico de agradecimiento de los clientes, la oficina está decorada con el sentido de la elegancia de un chico de quince años. No importa. Tras dejar la anterior al otro lado del puente hace un año, Rogo alquiló esta oficina para disponer de una apropiada dirección en Palm Beach. Cuando tu objetivo son los ricos y famosos, y el 95 % de tu trabajo se hace por correo, es todo lo que necesitas.

—¡Wes, está ocupado! —grita la recepcionista.

Hago girar el pomo de la puerta y la abro de par en par haciendo que choque contra la pared. Rogo, que se encuentra de pie junto a su escritorio, se sobresalta por el golpe.

—¿Wes, eres tú?

Tiene los ojos cerrados. Mientras intenta encontrar el camino hacia mí, toca el papel secante, el portalápices y el teclado del ordenador como si fuese un ciego.

—¿Qué les ha pasado a tus ojos? —pregunto.

—Oftalmólogo. Dilatados —dice Rogo, tocando el marco de una foto de su perro de la infancia. El marco se cae y lo busca torpemente hasta que lo recoge—. Ser ciego es una mierda.

—Necesito hablar contigo.

—Mientras tanto, ¿estás preparado para nuevos niveles de patetismo? Cuando estaba en la consulta del oculista, hice trampas en la revisión. Antes de que el médico entrase, había dejado sus fichas boca arriba, ¿sabes? con la «E» gigante y las pequeñas N3QFD en la última línea…? Las memoricé, y luego se las recité. ¡Toma yaaaa!

—Rogo…

—Quiero decir, eso es más jodidamente patético que…

—Boyle está vivo.

Rogo deja de toquetear el marco de la foto de su perro y se vuelve hacia mí.

—¿Qué… qué?

—Lo vi. Boyle está vivo —repito.

Me deslizo lentamente hacia una de las sillas que hay frente a su escritorio. Rogo vuelve la cabeza, siguiéndome.

—Puedes ver, ¿verdad? —pregunto.

—Sí —contesta, aún impresionado.

—¿Y es mi viejo escritorio el que está en la recepción?

—Sí. Lo recogí cuando lo tiraste.

—Rogo, dejé ese escritorio en el contenedor para alguien que lo necesitara.

—Y te lo agradezco. Ahora quieres decirme, por favor, ¿de qué coño estás hablando cuando dices que viste a tu antiguo compañero de trabajo muerto?

—Te lo juro. Lo vi. Hablé con él.

—¿Parecía…?

—Se hizo cirugía plástica.

—Bueno, ¿no te la harías tú también?

—Hablo en serio. El tiroteo… Aquel día en la pista de carreras no fue… No fue lo que parecía.

Me lleva casi una hora ponerle al tanto de los detalles, desde los camerinos en Malasia, pasando por la información que me dio Dreidel acerca de la sangre O negativo, hasta los dos agentes del FBI que me acorralaron en la playa y me interrogaron sobre El Romano y Los Tres. Abogado a fin de cuentas, Rogo no me interrumpe en ningún momento. Cuando acabo, su reacción es instantánea.

—¿Se lo contaste a Dreidel antes que a mí?

—Oh, por favor…

—Esta mañana estaba contigo en el coche. ¿Qué, estabas tan concentrado escuchando los éxitos de los ochenta, los noventa y los actuales que olvidaste mencionar: «Oh, por cierto, ¿te acuerdas de ese tío que murió y me arruinó la vida? Bueno, debe de haber seguido alguna dieta a base de cereales porque está vivo.»?

—Rogo…

—¿Puedo decir sólo una cosa más?

—¿Es sobre Dreidel?

Cruza los brazos sobre el pecho.

—No.

—Muy bien, entonces…

—Tienes problemas, Wes.

Parpadeo cuatro veces tratando de digerir sus palabras. Viniendo de Rogo, golpean con más fuerza que las olas contra la playa.

—Hablo en serio —continúa Rogo—. Te tienen cogido. Sólo por haberte visto en compañía de Boyle, el FBI cree que formas parte de esa trama. Si no los ayudas, te señalarán como cómplice de cualquier cosa en la que Boyle y Manning estuviesen metidos. Si los ayudas…

—… me despido del tiempo que me queda de vida. ¿Qué crees que estoy haciendo aquí? Necesito ayuda.

Cuando le pedí ayuda a Dreidel, dudó un momento, sopesando las consecuencias personales y políticas que podía acarrearle. Rogo es de otra pasta.

—Sólo dime a quién hay que zurrar.

Esbozo una media sonrisa por primera vez en las últimas cuarenta y ocho horas.

—¿Qué —pregunta—, piensas que voy a dejar que te muelan a palos?

—Estaba pensando en ir a hablar con Manning —le digo.

—Y yo estaba pensando que deberías empezar a preocuparte por ti por una vez en la vida.

—¿Quieres parar con eso?

—Entonces deja de comportarte como el chico de los recados. ¿No oíste lo que te dijeron esos tíos del FBI? El presidente estaba metido en el asunto, ¡sea lo que sea ese puto asunto! Quiero decir, ¿de qué otro modo puedes explicar que Nico consiguiera acercarse hasta allí llevando una arma entre todos esos agentes del Servicio Secreto? ¿No lo hueles? Apesta a un trabajo hecho desde dentro.

—Tal vez es allí donde entran El Romano y Los Tres.

—¿Fueron ésos los nombres que mencionaron los agentes del FBI?

—Por eso quiero ir a hablar primero con Manning. Tal vez él…

—¡¿Tú te escuchas cuando hablas?! Si vas a hablar con Manning, corres el riesgo de alertar a la única persona que tiene la mejor de las razones para enviarte a la guillotina. Lamento mucho que eso destruya el pequeño refugio que te has estado construyendo durante los últimos ocho años, pero ha llegado el momento de que prestes atención. Las cicatrices que llevas en la cara, a pesar de lo que creas, no son un castigo. No le debes nada a nadie.

—Ésa no es la cuestión.

—No, la cuestión es: Leland Manning es un buen hombre. Incluso un gran hombre. Pero como cualquier otro hombre (especialmente alguien que se presenta a la presidencia del país) te mentirá en tu propia cara cuando necesite hacerlo. Sólo tienes que hacer cuentas, Wes: ¿cuántos presidentes de Estados Unidos has visto entre rejas? ¿Y cuántos ayudantes de rango inferior que juraban que eran inocentes?

Por primera vez, no contesto.

—Exacto —continúa Rogo—. Derribar a un presidente es como demoler un edificio, una pequeña explosión y mucho peligro. En este momento estás jodidamente cerca de ser arrastrado por el remolino.

—Eso no significa que Manning sea un monstruo.

—Por favor, tú no estarías aquí si no pensaras que hay pulgas en tu cama.

Sentado frente a él mantengo los ojos fijos en la alfombra. Durante nuestra última semana en el poder, llamaron los ex presidentes Bush, Clinton, todos ellos. Pero fue Bush padre quien le dio a Manning el mejor consejo. Le dijo: «Cuando bajes del Air Forcé One, saluda desde lo alto de la escalerilla. Y cuando el entrevistador de televisión que está en la pista te pregunte, «¿Qué se siente al estar de nuevo en casa?», debes contestarle: «¡Es maravilloso estar de vuelta!» Y debes mirar hacia adelante y no tratar de pensar cómo era todo cuatro o cinco horas atrás.» Cuando nuestro avión tocó tierra, Manning hizo exactamente eso. Dijo esa mentira con facilidad y una sonrisa perfecta.

Rogo me observa mientras me muerdo el callo del dedo.

—Sé lo que él significa para ti, Wes.

—No. No lo sabes. —Meto la mano debajo del muslo—. Sólo dime qué piensas que debería hacer.

—Ya sabes lo que pienso —dice Rogo con una sonrisa.

Aunque le patearan el culo, siempre le gustaba una buena pelea. Coge una libreta que hay encima del escritorio y comienza a buscar un bolígrafo.

—¿Sabes por qué consigo una media del 96 % de anulaciones en las multas por exceso de velocidad? ¿O del 92 % en las maniobras de cambio de sentido ilegales? Porque escarbo, escarbo, escarbo y escarbo un poco más. Compruebo los detalles. Si el poli pone el número de infracción equivocado, anulada. Si no lleva su talonario de multas, anulada. Siempre son los detalles, razón por la cual quiero saber cómo coño son Los Tres y ese tío, El Romano.

—¿Aún tienes a ese amigo en la comisaría?

—¿Cómo crees, si no, que podría conseguir la lista de los infractores del límite de velocidad dos horas antes que los demás? Investigará a cualquiera que necesitemos.

—Dreidel me dijo que también investigaría. Se le da bien…

Mi móvil comienza a vibrar en el bolsillo. Lo abro y encuentro un número familiar. Una coordinación perfecta.

—¿Alguna novedad? —pregunto.

—¿Le dijiste algo a ella? —pregunta Dreidel.

—¿Cómo dices?

—La periodista, Lisbeth no-sé-qué del
Palm Beach Post
… —Respira profundamente para mantener la calma. Eso no hace más que confirmarme que algo anda mal—. ¿La has llamado esta mañana?

—No sé de qué demonios me estás…

—No hay problema si lo hiciste. No estoy enfadado, sólo necesito saber qué le has contado.

Es la segunda vez que me interrumpe. Y como cualquier otro político joven, en el momento en que dice que no está enfadado, es cuando sería capaz de arrancarte la lengua.

—Dreidel, te juro que yo no…

—¡¿Entonces cómo supo que nos habíamos reunido?! ¡Sabía que yo había bebido café y que había comido un poco de tu tostada! ¿A quién…? —Dreidel se contiene y baja nuevamente la voz—. ¿A quién más se lo has dicho?

Miro a Rogo.

—A nadie. A nadie que pudiera haber llamado a esa periodista. Te juro…

—Está bien, está bien —dice, más para sí que dirigiéndose a mí—. Yo sólo… necesito que acabes con esta historia, ¿de acuerdo? Esa periodista te llamará en cualquier momento para confirmar unos datos. ¿Puedes hacerme el favor de enterrar la historia? —Hace más de una década que conozco a Dreidel. La última vez que le había oído ese tono de pánico la primera dama le estaba gritando—. Por favor, Wes.

—Está bien, de acuerdo… pero ¿por qué estás tan nervioso por un estúpido desayuno?

—No, no se trata de un simple desayuno. Un desayuno en Palm Beach, Florida… cuando mi esposa creía que estaba abandonando mi hotel después de la reunión que mantuve ayer. En Atlanta.

Me concede un minuto para que ate cabos.

—Espera un momento, o sea que esa mujer… No la conociste en el bar…

—Jean. Se llama Jean. Y sí, me marché de Atlanta y cogí el primer vuelo para encontrarme con ella. Conocí a Jean hace unos meses. ¿De acuerdo? ¿Estás contento? Ahora tienes toda la información. Lo único que te pido es que mantengas la historia lejos de esa cotilla, porque si la historia se publica mañana y Ellen la lee…

En la línea se oye un clic.

—Es ella —dice Dreidel—. Todo lo que tienes que hacer es enterrar la historia, Wes. Llega a un acuerdo con ella, concédele diez minutos con Manning. Por favor, Wes, mi familia, piensa en Ali —añade, refiriéndose a su hija—. Y en mi carrera hacia el Senado.

Antes incluso de que tenga tiempo de reaccionar, se oye otro clic. Pulso el botón correspondiente en el teléfono y contesto la llamada de la otra línea.

—Aquí Wes —contesto.

—Señor Holloway, soy Gerald Lang —dice con tono seco y profesional—. De la oficina de la Biblioteca Presidencial Manning. Claudia me sugirió que lo llamase y…

—Discúlpeme, pero éste no es el mejor momento.

—Sólo serán unos minutos, señor. Verá, estamos preparando una exposición sobre el personal del presidente, con especial énfasis en la larga historia de los jóvenes que han trabajado como ayudantes personales. Una suerte de retrospectiva. Desde Meriwether Lewis, que sirvió bajo la presidencia de Thomas Jefferson, hasta Jack Valenti, que trabajó al lado de Lyndon B. Johnson, y, finalmente, esperamos, bueno… usted.

—Espere un segundo, ¿esta exposición es sobre mí?

—En realidad, sobre todos los ayudantes. Una auténtica retrospectiva.

El hombre ya está cambiando el rumbo, lo que significa que conoce las reglas. Mi trabajo consiste en ser el hombre que está más cerca del presidente. Justo a su lado. Pero nunca delante de él.

—Quiero que sepa que agradezco su ofrecimiento, señor Lang…

—Gerald.

—Y me encantaría ayudarlo, Gerald, pero…

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