El líbro del destino (11 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

Mientras miraba la bandeja de plástico con la comida, arrodillado aún junto a su cama, Nico preguntó por tercera vez:

—¿Qué hay para cenar?

—Pastel de carne, ¿de acuerdo? —contestó la mujer poniendo los ojos en blanco—. ¿Ya estás contento?

—Por supuesto que estoy contento —dijo Nico, aplastando el velero con la palma de la mano y sonriendo para sí. Pastel de carne. Lo mismo que debió de comer su madre en su última noche. El día en que murió. Los Tres se lo dijeron. Del mismo modo que le hablaron acerca de los Hombres M, los masones.

El padre de Nico había sido un masón y estaba orgulloso de ello. Hasta hoy, Nico podía oler el humo dulce del puro que fumaba su padre cuando regresaba de las reuniones de la logia.

No era más que un club social, les dijo Nico. Todo lo que hacían los masones era vender rifas para recolectar dinero para el hospital. Como los Shriners.

Los Tres eran pacientes, incluso entonces. Ellos le trajeron los mapas y le enseñaron la historia: cómo se habían extendido los masones por todo el mundo ocultándose bajo la fachada de la caridad; cómo habían perfeccionado sus engaños, contándole a la gente que habían nacido de los gremios de maestros albañiles en la Edad Media, una organización inofensiva cuyos miembros podían reunirse y compartir los secretos de su oficio, de artesano a artesano. Pero Los Tres conocían la verdad: los masones había construido algunos de los lugares más sagrados y famosos del mundo —desde el Templo del rey Salomón hasta el Monumento a Washington—, pero los secretos que protegían eran más que simples conocimientos sobre la manera de construir arcadas y monumentos. La noche anterior a que Martin Luther King Jr. fuese asesinado, estuvo en un templo masón en Memphis. «Tal vez no pueda estar con vosotros», les dijo King a sus seguidores aquella noche. Como si supiera que una bala lo mataría al día siguiente. Y el hecho de que estuviese en un templo masónico… no fue una coincidencia. El destino, siempre el destino. El objetivo más antiguo de los masones nunca había cambiado.

Hasta la iglesia se había opuesto a los masones, le explicaron Los Tres.

Eso estaba bien, pero Nico no era estúpido. En la Edad Media, había muchas cosas a las que la Iglesia se oponía.

Los Tres, sin embargo, no titubearon. Y le revelaron la verdad más dura de todas: lo que realmente le sucedió a su madre la noche que murió.

16

—Pero no le puede contar a nadie lo que le he dicho —susurró la mujer a través del auricular.

Acomodándose un mechón rebelde de pelo rojo detrás de la oreja, Lisbeth buscó la diminuta grabadora que había encima de su escritorio, comprobó si estaba conectada al teléfono y pulsó «Grabar».

—Tiene mi palabra —prometió Lisbeth—. Será nuestro secreto.

Como periodista del
Palm Beach Post
, Lisbeth era perfectamente consciente de que la ley de Florida consideraba ilegal la grabación de conversaciones privadas a menos que la persona que estuviese grabando hubiera obtenido la autorización de la otra parte. Pero como columnista de chismorreos del «Below the Fold» —la sección más popular del periódico—, Lisbeth sabía también que, en el momento en que pidiese permiso para grabar la conversación, su fuente no abriría la boca. Además tenía que recoger las frases con precisión. Y tenía que disponer de una prueba para cuando los abogados del periódico le diesen la habitual conferencia sobre difamación. Es la misma razón por la que tenía una mininevera provista de vino y cerveza en un rincón de su diminuto cubículo de color beige, y un bol con cacahuetes frescos encima del escritorio. Tanto si aparecían sus compañeros a charlar un rato como si un desconocido llamaba por teléfono, había una regla sagrada que había aprendido cuando se hizo cargo de la columna hacía seis años: mantenerlos hablando.

—Ahora bien, en cuanto a su historia, señora…

—Sólo le estoy pasando información —insistió la mujer—. Gratis.

Tomando nota para sí, Lisbeth escribió la palabra «¿Profesional?» en su cuaderno de espiral. La mayoría de la gente caía en la trampa y le daba el nombre.

—Le repito que no se ha enterado por mí —continuó la mujer.

—Se lo prometo, señora…

—Y tampoco caeré en su pequeño truco la segunda vez —dijo la mujer.

Lisbeth tachó los signos de interrogación, dejando sólo «Profesional».

Estimulada por el desafío, Lisbeth comenzó a hacer girar el cable del teléfono como si fuese una cuerda para saltar a la comba. El aire que levantó hizo que las hojas de papel clavadas con chinchetas en la pared de la derecha de su cubículo comenzaran a agitarse. Cuando Lisbeth tenía diecisiete años, la tienda de ropa de su padre había cerrado y provocado la bancarrota de la familia. Pero cuando el periódico local de Battle Creek, Michigan, informó del suceso, el listillo que se encargó de la noticia deslizó las palabras «ventas supuestamente bajas», lo que implicaba cierta duplicidad en las cuentas de su padre. En respuesta, Lisbeth escribió una carta sobre el asunto para el periódico de su escuela. El periódico local la recogió y presentó una disculpa. Luego el
Detroit News
continuó la historia desde ese punto. Cuando el asunto acabó, Lisbeth había recibido setenta y dos respuestas de lectores de todo el estado de Michigan. Esas setenta y dos cartas eran las que cubrían cada centímetro de las paredes de su cubículo, un recordatorio diario del poder de la pluma y un recordatorio de que las mejores historias son aquellas que no vemos venir.

—A pesar de todo —dijo la mujer—, pensé que querría saber que, si bien no será anunciado oficialmente hasta última hora de la tarde, Alexander John (el primogénito del linaje principal de los John, por supuesto) recibirá la Llave de Oro durante la entrega de los National Scholastic Art Awards.

Lisbeth estaba escribiendo las palabras «National Schola…» cuando levantó la pluma de la página.

—¿Qué edad tiene Alexander?

—Claro… Diecisiete, cumplirá diecisiete el nueve de septiembre.

—O sea, que se trata de un premio de instituto…

—Y nacional, no sólo estatal. La Llave de Oro.

Lisbeth se rascó el cuello cubierto de pecas. Estaba ligeramente gordita, un rasgo que trataba de compensar con unas gafas de montura color verde lima que un vendedor flaco como un fideo le prometió que también ayudarían a quitarle algunos de sus treinta y un años. Lisbeth no lo creyó, pero compró las gafas de todos modos. Mientras continuaba rascándose, un mechón de pelo rojo se escapó de detrás de su oreja y quedó colgando delante de su cara.

—Señora, ¿por casualidad tiene usted algún parentesco con el joven Alexander?

—¿Qué? Por supuesto que no.

—¿Está segura?

—¿Acaso está sugiriendo…? Jovencita, este premio es un honor que…

—¿O está en la nómina de la familia del joven Alexander?

La mujer hizo una pausa.

—No a tiempo completo, por supuesto, pero…

Lisbeth apretó el botón de «Stop» de la grabadora y lanzó el bolígrafo sobre el escritorio. Sólo en Palm Beach una madre sería capaz de contratar a una agente publicitaria para la obra de arte de un niño de secundaria.

—Es un premio nacional —musitó Lisbeth para sí, arrancando la hoja de papel de la libreta.

Pero mientras estaba haciendo una pelota con ella, mantuvo el auricular pegado a la oreja. Regla sagrada no. 2: una fuente de mierda hoy podría ser una fuente importante mañana. Regla sagrada no. 3: ver regla sagrada no. 2.

—Si tengo espacio, lo incluiré en mi columna —añadió Lisbeth—. Aunque estamos bastante completos.

Era una mentira más grande incluso que la de los efectos adelgazantes y rejuvenecedores de sus gafas de color verde lima. Pero cuando Lisbeth colgó y arrojó la bola de papel a la papelera, no pudo evitar percatarse de la cuadrícula de tres columnas casi vacía en la pantalla de su ordenador.

Cincuenta centímetros. Aproximadamente ochocientas palabras. Con eso tenía que rellenar todos los días la columna de «Below the Fold». Además de una fotografía, por supuesto. Hasta ahora tenía diez centímetros sobre la boda de la hija de una familia de la alta sociedad local con un jugador de fútbol profesional (un seis alto, pensó Lisbeth), y ocho centímetros sobre un cruce de insultos de una semana de antigüedad entre un adolescente y el director de Tráfico (un cinco pelado, en el mejor de los casos). Lisbeth echó un vistazo a la pelota de papel que descansaba en la papelera de plástico y luego volvió a mirar su pantalla, vacía en su mayor parte. «No», se dijo. Aún era demasiado temprano para estar desesperada. Aún no había recibido siquiera…

—¡Correo! —gritó una voz mientras una mano se asomaba por encima del borde superior del cubículo, agitando en el aire una pequeña pila de sobres. Lisbeth alzó la vista sabiendo que si estiraba la mano para coger las cartas, él retiraría la suya, de modo que aguardó a que la mano y su dueño girasen en la esquina.

—Buenos días, Vincent —dijo antes incluso de que apareciera.

—Dime que hoy tienes algo realmente bueno —dijo Vincent mientras su bigote jaspeado se movía como la pala de una grúa sobre su labio.

Lanzó la pila de cartas sobre el escritorio ya saturado de Lisbeth. Hasta que se abrieron como un acordeón delante de ella Lisbeth no advirtió que los sobres estaban rasgados.

—¿Has abierto mi correo? —preguntó.

—Soy tu editor. Es mi trabajo.

—¿Tu trabajo es abrir mi correo?

—No, mi trabajo consiste en asegurarme de que tu columna es la mejor posible. Y cuando lo es, y cuando todos en esta ciudad les susurran a sus vecinos algún escándalo que tú conseguiste desenterrar hábilmente, acostumbramos a recibir entre veinte y treinta cartas por día, además de los habituales comunicados de prensa e invitaciones. ¿Sabes cuántas cartas hemos recibido esta mañana? Seis. Y eso incluye las invitaciones. —Atisbando por encima de su hombro y leyendo en la pantalla casi vacía del ordenador de Lisbeth, Vincent añadió—: Has escrito mal «Tráfico».

Lisbeth miró la pantalla.

—Te controlo —añadió Vincent, riendo con su pequeña risa arrogante. Con sus tirantes azul marino y rojo, y la corbata a juego, Vincent se vestía como un miembro de la realeza de Palm Beach con un salario de editor.

Lisbeth, enfadada, cogió uno de los tirantes como si fuese la cuerda de un arco y la soltó para que golpease contra su pecho.

—¡Ayyy! ¡Me has hecho daño! —gimoteó, frotándose el pecho—. Sólo quería informarte.

—¿De verdad? ¿Y de qué? ¿Que debería encontrar más historias sobre gente que se hace pajas en los jacuzzis?

—Escucha, señorita, ésa era una historia divertida.

—¿Divertida? No quiero que sea divertida. Quiero que sea buena.

—¿Como qué? ¿Como tu fuente supuestamente secreta que te susurró todas esas promesas en el oído y luego desapareció de la faz de la tierra? ¿Cómo se llamaba? ¿Lily?

—Iris.

Cuando Lisbeth pronunció aquel nombre sintió que le ardían las orejas. Hacía cuatro meses, una mujer que se identificó sólo como Iris había llamado a Lisbeth por la línea principal. Por el intenso temblor en la voz de Iris, Lisbeth supo que estaba llorando, y por su vacilación supo lo que era el miedo. Durante veinte minutos, Iris le contó su historia: acerca de cómo, hacía ya algunos años, ella solía dar masajes tailandeses en una sauna, que allí vio por primera vez a un hombre llamado Byron, y que conoció la excitación de los encuentros secretos con uno de los personajes más poderosos de Palm Beach. Pero lo que a Lisbeth le llamó la atención fue la descripción gráfica y detallada de cómo, en varias ocasiones, él la había golpeado hasta el punto de romperle la clavícula y la mandíbula. Para Lisbeth, ésa era una historia importante. Se lo decían todas esas cartas fijadas en las paredes de su cubículo. Pero cuando ella le preguntó cuál era el verdadero nombre de Byron —y el de Iris, ya puestos— la línea se quedó muda.

—Estaba tomándote el pelo —dijo Vincent.

—Tal vez estaba asustada.

—O quizá sólo quería un poco de atención.

—O tal vez ahora está casada y, por lo tanto, le aterra la posibilidad de que su esposo la eche de casa en el momento en que descubra que su encantadora esposa solía ser una chica que daba masajes en una sauna. Piensa un poco, Vincent. Las fuentes sólo enmudecen cuando tienen algo que perder.

—¿Quieres decir algo como su trabajo? ¿O su carrera? ¿O su supuestamente muy leída columna de cotilleos?

Lisbeth lo fulminó con una mirada helada y penetrante. Steve hizo otro tanto.

—Seis —dijo él mientras se volvía para marcharse—. Seis cartas en la pila.

—No me preocupa ni aunque hubiese una sola carta.

—Sí, claro que te preocupa. Eres una gran escritora, pero una mala embustera, querida.

Por una vez, Lisbeth no dijo nada.

—Por cierto —añadió Vincent—, si llama una agente de publicidad por un asunto de un premio artístico para un miembro de la familia John, no seas esnob. Piensa en la página seis. Los grandes nombres en negrita quedan muy bien.

—Pero si la historia es una…

—Odio tener que decirte esto, bonita —dijo Vincent, ya a mitad de camino del corredor—, pero no dan el Pulitzer por los cotilleos.

Sola en su cubículo, Lisbeth estudió la cuadrícula vacía de su pantalla y luego miró la pelota de papel en la papelera. Mientras se inclinaba para sacarla de la basura, el teléfono comenzó a sonar. El ruido la sobresaltó y se golpeó la cabeza contra la esquina del escritorio.

—Aaahhh —gritó, frotándose la cabeza mientras cogía el teléfono—. «Below the Fold.» Aquí Lisbeth.

—Hola, yo… eh… trabajo en el Four Seasons —comenzó a decir una voz masculina—. ¿Es éste el lugar donde se llama para…?

—Sólo si es una buena historia —dijo Lisbeth, sin dejar de frotarse la zona dolorida, pero consciente de lo que el hombre le estaba preguntando.

Era el trato que hacía con todos los empleados de los hoteles. Cien pavos por cualquier dato que ella incluyera en su columna.

—Bueno, yo… estaba atendiendo a unos antiguos colaboradores del presidente Manning —dijo—. Y no sé si se los puede considerar celebridades, pero si está interesada…

—Sí, estoy muy interesada. —Pulsó el botón de «Grabar» y revolvió el escritorio en busca de un bolígrafo. Incluso en sus mejores días, nunca había tenido un nombre más importante que Manning—. Ésa es la clase de gente sobre la que nos encanta escribir.

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