El líbro del destino (9 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

Nadie contesta.

—Dreidel, ¿estás ahí? —añado.

No hay respuesta.

—¡Soy yo, Wes! —grito, me doy finalmente por vencido y pulso el timbre—. ¿Dreidel, estás…?

Se oye un ruido seco cuando alguien corre el pestillo. Luego un tintineo de metal. También había colocado la cadena.

—Espera —dice—. Ya te abro.

—¿Qué estás haciendo? ¿Robando las perchas de madera?

La puerta se abre, pero sólo unos centímetros. Detrás de ella, Dreidel asoma la cabeza como un ama de casa sorprendida por un vendedor. Su pelo, habitualmente bien peinado con una raya en medio, está desordenado y algunos mechones juveniles le caen sobre la frente. Se levanta ligeramente las gafas con montura redonda sobre su nariz finamente modelada. Por lo poco que alcanzo a ver, no lleva camisa.

—No te ofendas, pero no quiero acostarme contigo —digo, echándome a reír.

—Te dije que llamases desde el vestíbulo —me dice con brusquedad.

—¿Por qué estás tan alterado? Me imaginé que te gustaría enseñarme tu gran suite y…

—Hablo en serio, Wes. ¿Por qué has subido? —En su voz hay un nuevo tono. No es sólo enfado. Es miedo—. ¿Te ha seguido alguien? —añade, abriendo la puerta un poco más para echar un vistazo al pasillo. Lleva una toalla alrededor de la cintura.

—¿Dreidel, está todo…?

—¡Te dije que llamases desde el vestíbulo! —insiste.

Retrocedo, completamente desconcertado.

—Cariño —llama una voz femenina desde el interior de la habitación—. ¿Está todo…? —La mujer se interrumpe en mitad de la frase. Dreidel se vuelve y alcanzo a verla por encima de su hombro, justo girando en una esquina de la habitación. Lleva uno de los albornoces blancos del hotel; es una afroamericana, delgada, con unas trenzas magníficas. No tengo idea de quién es, pero de lo que estoy seguro es de que no es la esposa de Dreidel. Ni su hija de dos años.

El rostro de Dreidel palidece al ver mi reacción. Ahora viene lo de «No es lo que parece».

—Wes, no es lo que piensas.

Miro a la mujer cubierta con el albornoz. Y a Dreidel con la toalla alrededor de la cintura.

—Tal vez debería… Bajaré al vestíbulo —balbuceo.

—Me reuniré contigo en dos minutos.

Retrocedo mientras estudio a la mujer, que sigue inmóvil en el mismo lugar. Tiene los ojos muy grandes y se disculpan en silencio.

12

—¿Dónde está ahora? —preguntó O'Shea, presionando la palma contra el cristal de la ventanilla del sedán negro y sintiendo el calor del sol de Florida. En Francia estaba helando. Pero, pese al calor de Palm Beach y el cielo completamente azul, no sentía menos frío.

—Acaba de entrar en el ascensor del hotel —contestó Micah.

—¿Ascensor? ¿Has dejado que suba solo?

—Eso era mejor que subir con él. Relájate, son sólo cuatro pisos. No ha ido muy lejos.

O'Shea se pasó la lengua por el interior de la mejilla.

—¿Qué estás haciendo todavía en el vestíbulo?

—Esperando a que uno de los…

Por el teléfono, O'Shea oyó un leve silbido seguido de un ruido sordo. El ascensor de Micah finalmente había llegado.

—Estará aquí en…

La voz de Micah se interrumpió. Pero el ruido de fondo le indicaba a O'Shea que Micah aún estaba al otro lado.

—¿Micah, qué ha pasado? —preguntó.

No hubo respuesta.

—Micah, ¿estás bien?

Otro ruido sordo. Las puertas del ascensor que se cerraban. Luego un crujido áspero. Como si alguien frotase dos cazadoras. Micah se estaba moviendo. El sonido continuó. A esa velocidad, Micah ya no debía de estar en el ascensor, pensó O'Shea. Pero si no estaba en el ascensor, eso significaba que…

—Wes acaba de salir, ¿verdad? —preguntó O'Shea mientras el sedán giraba hacia un camino particular muy bien cuidado.

—No está mal, Watson —susurró Micah—. Deberías dedicarte a esto profesionalmente.

—¿Hay alguien con él?

—No, está solo —dijo Micah—. Sin embargo, allí arriba ha pasado algo. El chico está con el rabo entre las piernas. Como si lo hubiesen dejado plantado.

—¿Se marcha del hotel?

—No de nuevo. Se dirige hacia el restaurante que hay en la parte de atrás. Te digo que tiene un aspecto horrible… Quiero decir, aparte de esas marcas de Frankenstein que lleva en la cara.

—Es una verdadera lástima —dijo O'Shea mientras el coche giraba en el camino en forma de herradura de la entrada principal—. Dentro de un rato va a estar peor.

La puerta de su derecha se abrió y un botones rubio lo saludó tocándose la gorra.

—Bienvenido al Four Seasons, señor. ¿Va a registrarse con nosotros?

—No —contestó O'Shea mientras salía del coche—. Sólo he venido a desayunar.

13

Encorvado hacia adelante en un gran sillón de mimbre, revuelvo el café con una cucharilla de plata y veo que mi reflejo gira hasta volverse invisible.

—¿Es realmente tan malo? —pregunta una voz con tono burlón a mis espaldas.

Me vuelvo justo a tiempo de ver cómo Dreidel entra en la terraza-restaurante del hotel. Lleva el pelo negro lavado y peinado con una raya en el medio. Los mechones juveniles han desaparecido. Con su camisa blanca con iniciales y sus gafas de montura metálica, es evidente que Dreidel domina el arte de enviar mensajes sin necesidad de abrir la boca. En este momento está vendiendo confianza. Es una pena que yo no esté dispuesto a comprarla.

Ignorando las olas espumosas del Atlántico a nuestra izquierda, apoya una mano sobre mi hombro y se sienta en el sillón de mimbre que hay frente a mí. Cuando se mueve, su mano se traslada del hombro a la nuca, siempre manteniendo la presión para tranquilizarme.

—No uses sus gestos conmigo —le advierto.

—¿Qué es lo que…?

—Sus gestos —repito, apartándome para que su mano se aleje de mi nuca.

—¿Crees acaso que yo…? ¿Crees que sería capaz de imitar a Manning contigo?

Dreidel estuvo con él casi cuatro años. Yo llevo nueve. Ni siquiera me molesto en discutir. Me limito a fijar la vista en mi café excesivamente caro, que sigue girando en la taza.

—Wes, lo que has visto en esa habitación…

—Escucha, antes de que lo digas, ¿podemos ahorrarnos lo incómodo de esta situación y seguir con lo nuestro? Fue culpa mía. Evidentemente, no es asunto mío.

Dreidel me estudia, analizando cada sílaba y tratando de deducir qué quiero decir. Cuando eres la sombra de un presidente te vuelves un experto en leer entre líneas. Yo soy bueno. Dreidel es mejor.

—Sólo dilo de una vez, Wes.

Miro a través de la terraza del restaurante y contemplo las olas que se abaten sobre la playa.

—Sé que lo estás pensando —añade.

Como ya he dicho, Dreidel es mejor.

—¿Lo sabe Ellen? —pregunto finalmente, refiriéndome a su esposa.

—Debería saberlo. No es estúpida. —Su voz cruje como una tabla de madera—. Y cuando nació Ali… El matrimonio es duro, Wes.

—De modo que esa chica de la habitación…

—La conocí en el bar. Le mostré la llave de mi habitación. Ella cree que soy rico porque me alojo aquí. —Sonríe forzadamente y arroja la llave sobre la mesa—. No sabía que teníais tantos adictos al dinero en Palm Beach.

En esta ocasión, el que permanece en silencio soy yo. Un camarero se acerca y llena de café la taza de Dreidel.

—¿Os vais a divorciar? —pregunto.

—No podemos.

—¿Por qué no?

—¿Tú qué crees? —pregunta con tono desafiante.

Echo un vistazo a la carpeta que descansa entre los dos, encima de la mesa. La etiqueta, escrita a mano, dice «Recaudación de fondos».

—Creía que habías dicho que estabas aquí por cuestiones de negocios.

—¿Acaso esto no son negocios? —pregunta.

Hace unos meses, Dreidel llamó al presidente para decirle que pensaba presentarse al Senado en el Distrito 19 de su estado natal, Illinois. Pero cuando se trata de elecciones inminentes, «padre felizmente casado» tiene mucho mejor cartel que «padre recientemente divorciado».

—Y tú que pensabas que eras el único que tenía problemas —añade Dreidel—. Ahora, suponiendo que ése fuera Boyle, ¿quieres oír la historia de cómo engañó a la muerte o no?

14

Me siento muy erguido en la silla.

—¿Realmente has encontrado algo?

—No, te cité aquí para hacerte perder el tiempo. —Después de un largo trago de café, Dreidel es otra persona. Como cualquiera en la Casa Blanca, siempre está mejor cuando controla la situación—. De modo que volviendo al principio, al verdadero principio. El día en que os dispararon en la pista de carreras, ¿recuerdas cuánto tardó la ambulancia en llegar al hospital?

Una pregunta muy sencilla, pero no le respondo.

—Adivina —dice.

Aprieto los dientes, sorprendido ante la fuerza de la memoria. Aún soy capaz de ver las puertas de la ambulancia que se cierran una vez que han subido a Boyle…

—Wes, sé que no quieres revivir aquel momento, sólo…

—Perdí el conocimiento —digo—. Según me contaron, la ambulancia tardó unos cuatro minutos en llegar al hospital…

—Fueron tres minutos.

—Bastante rápido.

—En realidad, bastante lento si tenemos en cuenta que el Halifax Medical Center se encuentra a sólo dos kilómetros de la pista de carreras. Ahora adivina cuánto tiempo tardó en llegar al hospital la ambulancia que llevaba a Boyle, alguien que era (no quiero ofenderte) mucho más importante que tú, por no mencionar que sus heridas eran también mucho más graves que las tuyas.

Meneo la cabeza, no quiero seguir con esto.

—Doce minutos —dice Dreidel.

Los dos permanecemos en silencio mientras digiero sus palabras.

—¿Y? —pregunto.

—Venga, Wes. ¿Doce minutos para que una ambulancia que lleva a un importante miembro del personal de la Casa Blanca gravemente herido recorra dos kilómetros? Una persona normal camina más de prisa. Mi abuela camina más de prisa. Y está muerta.

—Tal vez la ambulancia se encontró con un atasco provocado por el pánico de la gente que se encontraba allí.

—Es curioso, eso fue exactamente lo que ellos dijeron.

—Ellos.

Del maletín que está apoyado en el costado de su silla, Dreidel saca un documento encuadernado, aproximadamente de la mitad del grosor de un listín telefónico. Lo deja caer sobre la mesa con un ruido seco que hace temblar las cucharillas. Reconozco de inmediato el logotipo del Congreso. «Investigación del intento de asesinato del presidente Leland Manning.» La investigación oficial realizada por el Congreso sobre el ataque de Nico. Dreidel deja el documento sobre la mesa, esperando a ver si lo recojo. Me conoce mejor de lo que pensaba.

—Nunca lo leíste, ¿verdad?

Miro el libro, negándome siquiera a tocarlo.

—Una vez lo estuve mirando por encima. Es como… es como leer mi propia necrológica.

—La necrológica de Boyle más bien. Tú sobreviviste, ¿recuerdas?

Me paso la mano por la cara. Las yemas de mis dedos suben y bajan por los cráteres de las cicatrices.

—¿Adonde quieres llegar?

—Haz el cálculo, Wes. Dos trenes salen de la estación casi al mismo tiempo. Ambos se dirigen a toda velocidad hacia el hospital. Es cuestión de vida o muerte. Uno tarda tres minutos; el otro, doce. ¿No ves ningún problema ahí? Y si eso no fuese suficiente, ¿recuerdas cuál fue el grave fallo de seguridad por el cual el Congreso despellejó a nuestros médicos?

—¿Te refieres al hecho de que la ambulancia llevara el tipo de sangre que no era la del presidente?

—Verás, en ese punto es donde siempre se equivocaron. Cuando el Congreso llevó a cabo su investigación a los responsables, les arrancaron hasta el último pelo de sus cabezas por llevar sangre O negativo. Naturalmente, todos supusieron que alguien había cometido un error. Pero sabiendo a quién viste en Malasia la noche de la conferencia… Bueno, ¿adivina quién tiene sangre O negativo?

—¿Boyle?

—Y así fue como consiguió hacer su gran truco de magia.

—No fue un truco de magia —insisto.

—No, tienes razón. Pero fue un engaño. —Dreidel mueve su mano izquierda delante de mí y añade—: Estás tan concentrado mirando los movimientos de esta mano, que ignoras por completo lo que hace la otra.

De la mano derecha deja caer una moneda de veinticinco centavos.

—Un poco teatral —señalo.

Él menea la cabeza como si yo no entendiese lo que quiere decir.

—¿Tienes idea de con qué te has tropezado? Este asunto estaba más arreglado que un partido de los Harlem Globetrotters. A ti, a mí, al Congreso, al mundo entero nos… —Se inclina hacia adelante y baja la voz—: Nos engañaron, Wes. Nos mintieron. Quiero decir, si ese tío era realmente Boyle…

—¡Era él! ¡Yo lo vi!

—No estoy diciendo que no lo vieras, Wes. Sólo… —Echa un vistazo alrededor y su tono de voz baja un poco más—: Ésta no es una más de esas historias curiosas que dejan para el final de los informativos.

En eso tiene razón.

—Sin embargo, no entiendo, ¿por qué la ambulancia del presidente llevaba el tipo de sangre de Boyle?

—Ésa es la pregunta del millón, ¿no crees? —pregunta Dreidel—. Pero cuando te la haces, hay una sola explicación que tiene sentido. Sólo llevan sangre…

—… cuando piensan que la vida de alguien está en peligro. —Cojo la moneda y golpeo ligeramente con ella sobre el mantel blanco—. Oh, Dios. Si estaban esperando que ocurriera algo, ¿crees que Boyle llevaba un chaleco antibalas?

—Tenía que llevarlo —dice Dreidel—. Recibió dos disparos en el pecho…

—Pero toda esa sangre…

—Y un disparo que le atravesó el dorso de la mano y se alojó en el cuello. Lee el informe, Wes. Nico era un francotirador entrenado por el ejército que estaba especializado en disparos al corazón. Boyle cayó de bruces en el momento que comenzó el tiroteo. Ese disparo en el cuello… De ahí el charco de sangre que viste formándose debajo de su cuerpo.

Cierro los ojos y me oigo a mí mismo diciendo que metan a Boyle en la limusina. Tengo un trozo de metal en la mejilla. El abejorro sigue zumbando.

—Pero si llevaba un chaleco antibalas… —Miro hacia el océano. El sonido de las olas es ensordecedor—. Ellos… ellos lo sabían. Tenían que saberlo.

—Wes, quieres dejar de… —Dreidel se interrumpe y baja la voz. No necesitamos mirarnos—. Ellos no lo sabían —susurra—. Podrían haber recibido una amenaza que ponía en peligro la vida de Boyle. Podría haber estado llevando ese chaleco durante un mes. De hecho, según el informe, el presidente no llevaba puesto su chaleco antibalas aquel día. ¿Lo sabías? —Espera hasta que yo asiento, sólo para asegurarse de que estoy atento—. Si hubiesen sabido que había un pistolero entre la multitud, Manning jamás habría estado allí, y mucho menos sin el chaleco antibalas.

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