—Hombre, ¿cómo va todo? —digo en mi móvil mientras Claudia me clava la mirada desde la puerta.
—¿Sabes quién soy? —pregunta Boyle desde el otro lado de la línea. Su tono es agudo, cada sílaba parece cincelada con un punzón para hielo. Está impaciente. Y furioso.
—Por supuesto. Me alegra oír tu voz, Eric.
Utilizo deliberadamente su viejo nombre en clave en lugar de «Cari Stewart». No necesita saber que lo he deducido.
—¿Estás solo? —pregunta mientras los labios de Claudia se fruncen aún más y baja la barbilla con una mirada que me taladra.
—Sí, Claudia está conmigo…
—Mantente alejado de esto, Wes. No es tu pelea. ¿Me has oído? No es tu pelea.
La línea queda muerta. Boyle ha cortado la comunicación.
—No, me parece genial —digo a la línea en silencio—. Te veré pronto. —No soy el mayor embustero del mundo, pero aún soy lo bastante bueno como para convencer a Claudia de que todo va bien.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
—Era… era Manning. Dijo que tardará unos minutos más…
Frunce el ceño mientras procesa la noticia. Detrás de mí, el fax se pone en funcionamiento con un gruñido. Doy un brinco al oír el sonido, que me golpea como si fuese una bala.
—¿Qué? —pregunta Claudia.
—No, nada. Sólo que me ha sobresaltado.
Durante casi un año después del tiroteo, cada coche que petardeaba, cada portazo, incluso las escenas de acción en las películas, los sonidos estridentes me hacían revivir el atentado de Nico. Los médicos me dijeron que desaparecería con el tiempo. Y así fue. Hasta ahora.
Conociendo la expresión de mi rostro, Claudia hace una pausa y deja de lado su enfado, volviendo a su única prioridad.
—Deberías estar allí fuera —dice.
—Lo haré. Sólo deja que me encargue de esto. Ya sabes que le gusta saber los nombres —añado, vendiéndolo como un beneficio para Manning. Eso consigue que disponga de unos cuantos segundos más.
Cuando me vuelvo nuevamente hacia el fax, la página de cubierta ya ha salido de la máquina. Igual que la mitad de la última.
Cojo la esquina izquierda de la hoja cuando sale de la máquina, luego inclino la cabeza, haciendo un esfuerzo para leerla invertida. En la parte superior dice
Washington Post
. Por lo que alcanzo a leer pertenece a la sección de tiras cómicas del periódico.
Hagar el Horrible
, luego
Beetle Bailey
. Pero cuando
Beetle Bailey
se despliega, aparecen anotaciones hechas a mano en el espacio abierto del segundo panel de la tira cómica: una letra cursiva anticuada que parece haber sido escrita sobre el salpicadero de un coche en movimiento. Resulta casi ilegible para el ojo no entrenado. Afortunadamente, mis ojos han estado entrenándose durante años. Reconocería la letra de Manning en cualquier parte.
«Gob. Roche… M. Heatson», leo para mí.
En la siguiente línea, las palabras tienen aún menos sentido. «Anfitrión-Mary Ángel.»
Roche es el anterior gobernador de Nueva York, pero Heatson o Mary Ángel, no me dicen nada.
Del fax no salen más que tiras cómicas.
Peanuts, Garfield
y
Blondie
.
¿Ésta fue la pieza final del rompecabezas de Boyle? Vuelvo a mirar la nota manuscrita. «Gob. Roche… M. Heatson… Mary Ángel.» No tiene ningún sentido. ¿Tres nombres sin ninguna información? Vuelvo a estudiarla, leyendo cada letra. Ésta es la última página que Boyle encontró antes de abandonar su escondite. ¿Ocho años muerto y esto le devuelve a la vida? «Gob. Roche… M. Heatson… Anfitrión-Mary Ángel.» Sigue sin tener ningún significado para mí.
—Wes, está aquí —dice Claudia antes de desaparecer por el pasillo.
—Voy —digo, mientras las últimas líneas de
Beetle Bailey
salen de la máquina. Cuando me vuelvo para marcharme, la página de cubierta cae al suelo. Me detengo para recogerla y miro la línea que dice «Número de páginas». Ante mi sorpresa, dice «3».
El fax vuelve a protestar y una última página se desliza hacia mí. La bibliotecaria dijo que se trataba de un documento de una sola página. Y es, efectivamente, una sola página, con dos lados. Anverso y reverso.
Me inclino sobre el fax tratando de leer el documento a medida que cada nueva línea de tinta fresca se imprime. Al igual que las tiras cómicas, tiene la tonalidad gris claro del papel de prensa fotocopiado y hay más anotaciones del puño y letra del presidente. Pero mientras lo leo, la imagen en el cuarto oscuro aparece sobreexpuesta, más nebulosa que nunca.
—Wes… —el presidente me llama desde la puerta principal.
—Ahora mismo voy —contesto, recogiendo mi maletín de los trucos, arrancando la hoja del fax y saliendo al pasillo. Le echo un último vistazo antes de meter la hoja en el bolsillo de mi chaqueta. No tiene ningún sentido. ¿Qué coño puede haber hecho Boyle con esto?
—Es el hombre al que le disparé, ¿verdad? —susurró Nico mientras contemplaba una fotografía reciente de Wes—. El inocente.
—En todas las guerras hay inocentes —dijo El Romano—. Pero lo que necesito saber es…
—Es más viejo…
—Han pasado muchos años, Nico. Por supuesto que es más viejo…
Nico acercó la fotografía.
—Lo he hundido, ¿verdad? Ahora está hundido.
—¿Cómo dices?
—En sus ojos —contestó Nico, concentrándose aún más en la foto—. He visto esa mirada… en la batalla… los chicos tienen esa mirada cuando están combatiendo.
—Estoy seguro de que sí —dijo El Romano, cogiendo la fotografía y haciendo un esfuerzo por mantener la atención de Nico—. Pero necesito que me digas si…
—Los relevábamos de sus obligaciones cuando tenían esa mirada —dijo Nico, casi con orgullo—. Se olvidaban de la causa.
—Exacto. Se olvidaban de la causa. Concentrémonos en eso. —Dando unos golpecitos con el dedo en la fotografía de Wes, El Romano añadió—: ¿Recuerdas lo que dijo de ti? ¿Hace unos años, durante la audiencia?
Nico permaneció en silencio.
—¿Qué volvió a llamarte? ¿Un salvaje?
—Un monstruo —dijo Nico.
El Romano meneó la cabeza, veía el rostro de Wes. Pero, como sucede en cualquier interrogatorio, la clave estaba en ocultar las grandes preguntas.
—¿Y eso fue lo último que supiste de él? —preguntó El Romano.
—Él me culpa. Se niega a ver de lo que nos salvó a todos.
El Romano observó a Nico, ahora convencido de que Wes no se había puesto en contacto con él. Por supuesto, ése era sólo uno de los motivos de su visita.
—Ya que hablamos de ello, ¿piensas en Boyle alguna vez?
Nico alzó la vista, un brillo de furia iluminó sus ojos por un instante, luego se calmó. El odio desapareció casi al instante. Gracias a los médicos, finalmente había aprendido a enterrarlo.
—Nunca —dijo Nico.
—¿Para nada?
—Nunca —repitió Nico, su voz lenta y mesurada. Había pasado ocho años perfeccionando su respuesta.
—Está bien, Nico. Ahora estás a salvo, de modo que…
—No pienso en él. No lo hago —insistió, arrodillado aún y con la mirada fija en las cuentas del rosario—. Lo que le sucedió… —Nico hizo un esfuerzo para tragar, extendió la mano hacia el rosario y luego se detuvo—. Él me puso aquí. Él…
—Puedes pronunciar su nombre, Nico.
Nico meneó la cabeza sin apartar la vista de las cuentas del rosario.
—Los nombres son ficciones. Él… es el diablo.
El brazo de Nico salió disparado hacia adelante, cogiendo el rosario del centro de la cama. Se lo llevó al pecho, pasando furiosamente el pulgar de una cuenta a la siguiente hasta llegar al pequeño grabado de María.
—Nico, relájate…
—Sólo Dios es verdad.
—Lo entiendo, pero…
—¡Dios es verdad! —estalló, pasando las cuentas a toda velocidad.
Nico se volvió y comenzó a mecerse adelante y atrás, lentamente, luego más de prisa. Aferrando cada cuenta, una a una. Sus hombros se hundían con cada balanceo y su cuerpo se encorvaba cada vez más, convirtiéndose prácticamente en una bola. Intentó volver a hablar, luego se interrumpió bruscamente. El Romano lo había visto antes. La batalla interna. Sin previo aviso, Nico volvió la cabeza. El Romano no necesitaba tener una visión telescópica para percatarse de las lágrimas que humedecían sus ojos.
—¿Ha venido a redimirme? —preguntó Nico entre sollozos.
El Romano se quedó inmóvil, dando por sentado que se trataba de Boyle… y así era, pero…
—Por supuesto —dijo El Romano mientras iba hacia el otro lado de la cama. Apoyando una mano en el hombro de Nico, recogió el violín que estaba en el suelo. Había leído suficiente del archivo de Nico para saber que seguía siendo su mejor elemento transicional—. Por eso estoy aquí —dijo, mientras Nico abrazaba el cuello del violín.
—¿Para la redención? —preguntó Nico por segunda vez.
—Para la salvación.
Nico esbozó una sonrisa y las cuentas rojas cayeron al suelo. Por la forma en que Nico estudiaba el violín con los ojos entrecerrados, El Romano supo que tenía unos pocos minutos de calma. Era mejor actuar de prisa.
—En el nombre de Los Tres, estoy aquí para limpiarte y para asegurarme de que cuando aparezca Boy… Cuando aparezca la Bestia, que tu espíritu ya no sienta su influencia.
—¿Quién aumenta nuestra fe, quién fortalece nuestra esperanza, quién perfecciona nuestro amor? —comenzó a rezar Nico.
—Comencemos entonces —dijo El Romano—. ¿Cuál es tu último recuerdo de él?
—En la Revuelta —comenzó Nico—. Su mano alzada en un gesto de victoria, arengando a las masas con su brillante dentadura blanca. Luego la ira en sus ojos cuando apreté el gatillo. Él no sabía que había sido alcanzado. Estaba enfadado, furioso mientras apretaba los dientes. Esa fue su primera reacción, incluso en la muerte. Odio y furia. Hasta que bajó la vista y vio su propia sangre.
—¿Y tú lo viste cuando caía?
—Dos disparos en el corazón, uno en la mano cuando me derribaron. Lo herí en el cuello también. Oí cómo gritaba mientras me aplastaban contra el suelo. Gritando por su vida. Implorando, incluso en medio del ruido, por sí mismo. «A mí… Que alguien me ayude…» Y luego los gritos cesaron. Y se echó a reír. Escucho cosas. Podía oírlo. A través de su propia sangre. Boyle se estaba riendo.
El Romano se pasó la lengua por los dientes. No había duda, era verdad. Riéndose durante todo el camino hacia la libertad.
—¿Y qué hay desde entonces? —preguntó, escogiendo con cuidado cada palabra. Sin importarle los riesgos, él necesitaba saber si Boyle había estado allí—. ¿Se te ha aparecido recientemente?
Nico dejó de mecerse y alzó la vista.
—¿Aparecido?
—En tus sueños.
—No, nunca. Su amenaza desapareció cuando…
—¿Tampoco se te ha aparecido de otra manera, en visiones o…?
—¿Visiones?
—No, visiones no. Ya sabes, como…
—¿Su poder es tan grande? —le interrumpió Nico.
—No, pero nosotros…
—Para ser capaz de hacer eso, para llamar desde más allá de las cenizas…
—No existe tal poder —insistió El Romano, apoyando nuevamente la mano en el hombro de Nico.
Deslizándose sobre sus nalgas, Nico se apartó de la mano de El Romano. Su espalda golpeó contra el radiador y el violín cayó nuevamente al suelo.
—Para que la Bestia se levante…
—Nunca he dicho eso.
—¡Tampoco lo ha negado! —dijo Nico y sus ojos se movieron en todas direcciones, presa del pánico. Apretando los puños, agitó sus manos con vehemencia, como si fuese incapaz de controlar sus movimientos. Una gruesa vena sobresalía de su cuello—. Pero para que él esté vivo… La Gran Tribulación dura siete años (el tiempo que llevo ausente) seguida de la resurrección de los muertos…
El Romano retrocedió.
—¡Usted también lo cree! —dijo Nico.
—Eso no es verdad.
—Escucho su voz. ¡El temblor! Tengo razón, ¿verdad?
—Nico…
—¡Está vivo! Con la resurrección ¡la Bestia vive!
—Yo nunca…
—¡Vive! ¡Mi Dios, mi Señor, él vive! —gritó Nico, todavía de rodillas mientras se volvía hacia la ventana de cristales irrompibles, gritando al cielo.
El Romano había temido llegar a aquel punto. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó su móvil, un modelo viejo y pesado. Con un rápido movimiento del pulgar, quitó la tapa posterior del aparato y dejó al descubierto un compartimento secreto donde había una jeringuilla y una cuchilla de afeitar. Su identificación falsa y la credencial del Servicio Secreto le permitían entrar el arma que llevaba en la pistolera del tobillo, pero ¿jeringuillas y cuchillas de afeitar? Jamás en un hospital para enfermos mentales.
—Nico, es hora de que te calmes —dijo mientras deslizaba la jeringa entre los dedos índice y mayor. El fentanil lo dejaría rápidamente sin conocimiento, pero necesitaba la cuchilla de afeitar para que pareciera un suicidio.
—¿U…Usted me ataca? —preguntó Nico mientras se volvía y veía la jeringuilla. Su mirada se oscureció y comenzó a respirar agitadamente—. ¡Él lo envió! —gritó Nico, apoyado contra el radiador y atrapado en un rincón—. ¡Es uno de ellos!
—Nico, estoy contigo —dijo El Romano con voz tranquilizadora mientras se acercaba. No había ningún placer en abatir un animal—. Esto es sólo para que te calmes —añadió, sabiendo que no tenía alternativa. Dejar un cadáver atrás provocaría preguntas incómodas, pero eso no sería nada si dejaba que Nico gritara durante el mes siguiente que Los Tres existían y que Boyle seguía vivo.
Nico entrecerró los ojos, fijando la vista en el arma que El Romano llevaba en el tobillo. Como si hubiese encontrado a un viejo amigo.
—Ni lo pienses, Nico. No puedes…
La puerta de la habitación se abrió de par en par, golpeando contra la pared.
—¿A qué vienen todos esos gri…? ¡¿Qué coño cree que está haciendo?! —preguntó una voz grave.
El Romano se volvió y vio que dos enfermeros irrumpían en la habitación. Era todo lo que Nico necesitaba.
Como el latigazo de una serpiente al atacar a su presa, Nico se lanzó hacia las piernas de El Romano. La mano derecha aferró la rótula de El Romano y la hizo girar como si fuese una chapa de botella. La mano izquierda fue directamente al arma en la pistolera del tobillo.
—¡Haaaghh! —gritó El Romano, cayendo al suelo de espaldas. Antes de que tocase el suelo, Nico ya le había despojado del arma.