El líbro del destino (20 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

—… crucigrama —repite Dreidel. Estudia las respuestas—. No hay ninguna duda, es la letra de Manning.

—Y la de Albright —digo, refiriéndome a nuestro antiguo jefe de personal—. ¿Recuerdas? Albright siempre empezaba a resolver los crucigramas…

—…y Manning los terminaba. —Volviéndose hacia el crucigrama señala un revoltijo de letras y garabatos en el lado derecho «AMB», «JABR», «FRF», «JAR»—. ¿Qué significa esto?

—No tengo ni idea. Comprobé todas las iniciales, pero no corresponden a nadie que Manning conozca. Para ser sincero, parece un galimatías.

Dreidel asiente, comprobándolo él también.

—Mi madre hace lo mismo cuando está resolviendo un crucigrama. Creo que se trata sólo de probar con distintas letras, permutaciones. —Concentrándose nuevamente en el crucigrama, lee cada respuesta, una a una—. Y en las casillas completadas, ¿hay algo interesante?

—Sólo palabras inconexas con un montón de vocales. «Húmedo», «arameo», «pequeño». —Leo la parte superior, inclinándome por encima de su hombro.

—¿De modo que las respuestas son correctas?

—Tuve sólo doce segundos para mirarlas, mucho menos para resolverlas.

—Parece correcto —dice Dreidel, estudiando el crucigrama terminado—. Aunque tal vez esto es a lo que el tío del FBI se refería con Los Tres —añade—. Tal vez se trate de un número en el crucigrama.

Niego con la cabeza.

—Dijo que se trataba de un grupo.

—Podría estar en el crucigrama.

Señalo la respuesta de cuatro letras para la palabra tres vertical.

—«Mere» —digo, leyendo el crucigrama.

—La abreviatura para «mercenario» —dice Dreidel—. Un mercenario que sabía que debía dejar a Boyle con vida.

—Ahora te estás acercando.

—¿Cómo puedes decir eso? Tal vez es exactamente lo que estamos pasando por alto…

—¿Qué, algún código oculto que dice: «Al acabar el primer mandato, simular la muerte de Boyle y permitirle regresar algunos años más tarde en Malasia»? Vamos, Wes, sé realista. No hay ningún mensaje secreto oculto en el crucigrama del
Washington Post
.

—¿Y entonces dónde nos deja eso? —pregunta Dreidel.

—Atascados —anuncia una voz femenina desde una esquina de la habitación.

Me vuelvo y estoy a punto de tragarme la lengua. Lisbeth entra con más sigilo que un gato y sus ojos recorren la habitación para asegurarse de que estamos solos. La chica no es tonta. Sabe muy bien lo que puede ocurrir si esto sale a la luz.

—Ésta es una conversación privada —dice Dreidel.

—Yo puedo ayudar —dice ella. En la mano lleva un móvil. Miro su bolso y veo que allí hay otro. Hija de…

—¡¿Nos has grabado?! ¿Por eso te marchaste? —explota Dreidel, ya en su papel de abogado mientras salta de su asiento—. ¡En Florida es ilegal hacer algo así sin consentimiento!

—Yo no he grabado nada…

—Entonces no puedes probar nada. Sin una grabación, no es más que…

—«Podría estar todavía en el crucigrama… "Merc"… La abreviatura para mercenario…» —comienza a decir Lisbeth mirándose la palma de la mano izquierda. Su voz no se acelera en ningún momento, mostrando siempre una calma perfecta, inquietante—. «Un mercenario que sabía que debía dejar a Boyle con vida…» —Hace girar la palma en el sentido contrario a las manecillas del reloj mientras lee—. «Ahora te estás acercando.» Puedo continuar si queréis. Aún no he llegado a la muñeca.

—Nos has engañado —digo, paralizado junto a la mesa.

Ella se frena ante la acusación.

—No, no. Yo sólo estaba tratando de averiguar por qué me estabais mintiendo.

—¿Y lo haces mintiéndonos a nosotros?

—Eso no fue lo que yo… —se interrumpe y baja la vista, sopesando la situación. Esto es más difícil de lo que pensaba—. Escuchad, yo… lo siento, ¿de acuerdo? Pero en serio, puedo trabajar con vosotros en esto.

—¿Trabajar con nosotros? ¡No, no, no! —grita Dreidel.

—No lo entiendes…

—¡De hecho, soy jodidamente bueno en esto, y la última cosa que necesito en este momento es escuchar tus tonterías! ¡Tengo un «sin comentarios» a todo esto, y cualquier cosa que publiques, no sólo la negaré sino que te demandaré y enviaré tu culo al maldito periódico de instituto donde te enseñaron ese maldito truco del teléfono!

—Sí, estoy segura de que un juicio público ayudará mucho a tu campaña para el Senado —dijo Lisbeth con calma.

—¡No te atrevas a sacar eso…! ¡Maldita sea! —grita Dreidel golpeando con fuerza ambos puños contra la mesa.

Lisbeth, todavía en la puerta, debería tener una sonrisa amplia y relamerse los labios. En cambio, se frota la nuca mientras sus dientes castañetean. Yo tenía esa misma expresión cuando sorprendía al presidente y a la primera dama en una de sus numerosas peleas. Es como sorprender a alguien cuando está haciendo el amor. Una sensación inicial de excitación, seguida de inmediato por el espanto de que, en un mundo de infinitas posibilidades, una circunstancia fortuita física y temporal ha conspirado para colocarte en un momento deplorable e irrepetible.

Lisbeth retrocede un paso y choca contra la puerta. Luego da un paso hacia adelante.

—Puedo ayudaros, de veras —dice.

—¿Qué quieres decir? —pregunto, poniéndome en pie.

—Wes, no —gime Dreidel—. Esto es estúpido. Nosotros ya…

—Puedo conseguir información —continúa Lisbeth—. El periódico… nuestros contactos…

—¿Contactos? —pregunta Dreidel—. Tenemos la agenda del presidente.

—Pero no puedes utilizarla —replica Lisbeth—. Y Wes tampoco. Al menos no sin poner sobre aviso a alguien.

—Eso no es cierto —afirma Dreidel.

—¿En serio? ¿O sea que nadie alzará una ceja cuando dos antiguos ayudantes de Manning decidan investigar un intento de asesinato? ¿Nadie se lo dirá al presidente cuando comencéis a husmear en torno a la antigua vida de Boyle?

Ambos nos quedamos sin habla. Dreidel deja de pasearse por la habitación. Yo quito una mancha imaginaria de la mesa. Si el presidente lo descubriese…

Lisbeth nos observa. Sus pecas se mueven cuando entrecierra los ojos. Ella sabe interpretar el lenguaje gestual porque así es como se gana la vida.

—Vosotros ni siquiera confiáis en Manning, ¿verdad?

—No puedes publicar eso —amenaza Dreidel.

La boca de Lisbeth se abre en un gesto de sorpresa por la respuesta de Dreidel.

—Hablas en serio…

Me lleva un segundo procesar lo que acaba de ocurrir. Miro a Lisbeth, luego nuevamente a Dreidel. No lo puedo creer. Ella se estaba echando un farol.

—No te atrevas a publicarlo —añade Dreidel—. Nosotros no hemos dicho eso.

—Lo sé, no pienso publicarlo. Es sólo… Vosotros… hay un avispero en este asunto, ¿no?

Dreidel ya no da respuestas. Se acerca a ella blandiendo un dedo delante de sus narices.

—¡No tienes una jodida prueba de nada! Y el hecho de que…

—¿Realmente puedes ayudarnos? —pregunto.

Volviéndose hacia mí, no lo duda ni por un instante.

—Por supuesto.

—Wes, no seas estúpido…

—¿Cómo? —pregunto.

Dreidel se vuelve hacia mí.

—Espera, ¿de veras la estás escuchando?

—Siendo la única persona que no conduce directamente hasta ti —explica Lisbeth, pasando junto a Dreidel y dirigiéndose a mí—. Si tú haces una llamada, la gente sabrá que algo está pasando. Y lo mismo se aplica a Dreidel. Pero si la llamada la hago yo, no soy más que una periodista chiflada que husmea en busca de una historia esperando ser la próxima Woodward y Bernstein.

—¿Y por qué nos ayudarías? —pregunto.

—Para ser la próxima Woodward y Bernstein. —A través de sus gafas de diseño, ella me estudia con sus ojos verde oscuro… y jamás me mira la mejilla—. Quiero la historia —dice—. Cuando todo haya terminado, cuando todos los secretos hayan salido a la luz, y comiencen a establecerse los acuerdos para el libro, yo quiero ser quien lo escriba.

—¿Y si te decimos que te folie un pez?

—Doy la noticia ahora mismo y las furgonetas de la prensa comenzarán a formar delante de vuestros apartamentos, alimentando con vuestras vidas la trituradora de los telediarios. Mintiendo a todos los norteamericanos… una gigantesca tapadera… Os comerán como si fuerais donuts. Y aunque consigáis descubrir la verdad ahí fuera, vuestras vidas no valdrán una mierda.

—¿Y eso es todo? —pregunta Dreidel, volviendo y golpeando la mesa con los nudillos—. ¿Nos amenazas y se supone que debemos obedecer? ¿Cómo sabemos que mañana no romperás el trato?

—Porque sólo un imbécil haría tal cosa —dice Lisbeth mientras se sienta en el borde de la mesa—. Vosotros sabéis muy bien cómo funciona esto: doy esta noticia mañana y recibo una palmada en la cabeza que me durará veinticuatro horas, momento en el cual el
Times
y el
Washington Post
cogerán mi balón, enviarán aquí a una docena de periodistas en avión y llegarán todos a la portería. Al menos, a mi manera, vosotros sois los que controláis la historia. Conseguís las respuestas que estáis buscando y yo consigo mi historia. Si sois inocentes, no tenéis nada que temer.

Alzó la vista. En el borde de la mesa, una pierna de Lisbeth se mece. Ella sabe que tiene razón.

—¿Y podemos confiar en ti? —pregunto—. ¿Mantendrás la boca cerrada hasta que este asunto haya terminado?

Su pierna deja de mecerse.

—Wes, la única razón por la que conoces a Woodward y Bernstein es porque ellos tenían el final, no sólo el primer golpe. Sólo un estúpido no se quedaría con vosotros hasta que hayáis conseguido todas las respuestas.

He sido incinerado por los periodistas. No me gustan los periodistas. Y, por supuesto, no me gusta Lisbeth. Pero cuando miro a Dreidel, que está en silencio, resulta evidente que nos hemos quedado sin opciones. Si no trabajamos con ella, Lisbeth hará pública toda esta historia de mierda y de una manera que ya no seremos capaces de atajar. Si trabajamos con ella, al menos ganaremos algo de tiempo para averiguar qué está pasando. Miro nuevamente a Dreidel. Por la forma en que se aprieta el puente de la nariz, ya nos hemos metido en campo minado. Ahora, la única pregunta que queda por hacer es: ¿cuánto tiempo pasará antes de que escuchemos el gran…?

—¡Que nadie se mueva! —grita una voz profunda mientras la puerta golpea contra la pared y media docena de agentes del Servicio Secreto, vestidos con traje y corbata, irrumpen en la habitación con las armas desenfundadas.

—¡Vamos! —dice un agente rollizo que lleva una estrecha corbata amarilla al tiempo que coge a Dreidel del hombro y lo empuja hacia la puerta—. Fuera. ¡Ahora!

—¡Quíteme las manos de encima!

—¡Usted también! —le dice a Lisbeth otro de los agentes—. ¡Fuera!

El resto de los agentes invaden la habitación, pero, ante mi sorpresa, pasan corriendo junto a mí, abriéndose en abanico mientras cubren toda la habitación. Están buscando algo, no van a disparar.

El único detalle extraño es que ninguno de estos tíos me resulta familiar. Conozco a todos los miembros de nuestro pequeño destacamento. Quizá se ha recibido una amenaza de bomba y han llamado a la agencia local…

—¡Vosotros dos, moveos! —grita el agente de la corbata amarilla a Dreidel y Lisbeth. Supongo que no me ve. Lisbeth sigue delante de mí, pero cuando me levanto de la silla y los sigo hacia la puerta, siento que alguien tira con fuerza de mi chaqueta.

—¿Eh, qué…?

—Usted se queda conmigo —insiste Corbata Amarilla, arrastrándome hacia atrás. Con un fuerte empellón hacia la izquierda, me envía trastabillando hacia el extremo más alejado de la habitación. Nos movemos tan de prisa que apenas si consigo mantener el equilibrio.

—¡Wes! —grita Lisbeth.

—No se preocupe por él —insiste un agente con el rostro picado de acné, cogiéndola del codo y llevándola hacia la puerta. Le dice algo más, pero no alcanzo a oírlo.

Volviendo la cabeza, Lisbeth sigue tratando de recuperar el equilibrio mientras se tambalea hacia el rectángulo de luz blanca de la puerta. Con un último empujón desaparece de mi vista. Cuando el primer agente la cogió del brazo, Lisbeth estaba furiosa. Pero ahora… La última mirada que veo antes de que la puerta se cierre con violencia detrás de ella… la forma en que abre sus ojos como platos… No hay duda de que las palabras del agente la han aterrorizado.

—¡Suélteme…! —insisto, tratando de sacar mi identificación del bolsillo de la chaqueta.

Pero a Corbata Amarilla no le importa.

—¡Siga andando! —me dice, llevándome prácticamente del cuello de la camisa. La última vez que el Servicio Secreto se movió tan de prisa fue cuando Boyle… No. Me detengo, negándome a rebobinar la escena. Debo controlar el pánico. Debo ceñirme a los hechos.

—¿Se encuentra bien Manning? —pregunto.

—¡Sólo muévase! —insiste mientras corremos hacia una esquina de la habitación, donde diviso una puerta tapizada y casi oculta.

—¡Vamos! —dice Corbata Amarilla, corriendo un cerrojo y empujándome hacia la puerta para que la abra. A diferencia de la puerta por la que han salido Dreidel y Lisbeth, ésta no se abre al vestíbulo. El techo se eleva y el corredor de cemento es gris y estrecho. Cables sueltos, extintores sucios y algunas tuberías blancas son los únicos elementos en las paredes. Por el olor a amoníaco se trata del corredor de mantenimiento.

Trato de librarme de su mano, pero nos movemos demasiado de prisa.

—Si no me dice adonde coño vamos, me encargaré personalmente de que usted…

—Aquí —dice Corbata Amarilla, deteniéndose ante la primera puerta que hay a mi derecha. Un rótulo rojo y blanco dice: «Almacén.» Abre la puerta con su mano libre revelando una habitación que es más grande que mi oficina. Con un último empujón, suelta el cuello de mi camisa y me lanza al interior de la habitación como si fuese la basura de la noche.

Mis zapatos resbalan en el suelo mientras trato de no perder el equilibrio. Hasta que veo otros dos pares de zapatos negros brillantes no me doy cuenta de que no estoy solo.

—Todo vuestro —dice Corbata Amarilla y oigo que la puerta se cierra detrás de mí.

Mi patinaje se interrumpe cuando mi brazo choca contra un armario metálico. Una nube de serrín se eleva en el aire.

—Un día ajetreado, ¿eh? —dice el hombre con la gorra del Open de Estados Unidos y los brazos cruzados sobre el pecho. Su compañero se rasca la oreja, le falta un pequeño trozo. O'Shea y Micah. Los agentes del FBI de esta mañana.

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