Al llegar al final del pasillo, empujo con la cadera la puerta, que se abre al vestíbulo vacío del auditorio. Desde el interior llega el sonido de las risas. El Servicio Secreto puede estar barriendo las habitaciones traseras pero, por los sonidos que se oyen, el presidente sigue matando en el escenario. A mi derecha, una mujer con el pelo blanco le vende una botella de agua de cuatro dólares a un hombre vestido con un traje de mil rayas. Otra pareja de agentes del Servicio Secreto atraviesa el vestíbulo a una velocidad normal. Pero lo que me llama la atención es la pelirroja con un ligero sobrepeso que está fuera, de pie justo detrás de las altas puertas de cristal. Está de espaldas a mí y, mientras se pasea bajo la luz de la luna con el teléfono móvil en la oreja, Lisbeth no tiene idea de que estoy allí.
—Ésa es la razón de que me haya convertido en periodista, Wes —dice con la voz más fuerte que nunca—. Toda mi vida he estado esperando algo así.
—Es un bonito discurso —le digo sin dejar de mirarla desde atrás—. Pero sabes con quién te estás metiendo, ¿verdad?
Ella se detiene y se sienta en el borde de uno de los tiestos de cemento que están colocados a modo de barrera contra cualquier ataque con vehículos al Kravis Center. Cuando Manning se mudó a la ciudad, se levantaron en todas partes. Pero cuando Lisbeth se inclina hacia atrás, su cuerpo prácticamente se hunde en el tiesto. Ella apenas si puede mantener la cabeza alzada mientras su barbilla se hunde en el cuello. Su mano derecha sigue sosteniendo el teléfono, pero la izquierda se desliza como una serpiente alrededor de su cintura, acariciándose. Los tiestos de cemento están construidos para soportar el impacto de una camioneta de casi dos toneladas lanzada a más de ochenta kilómetros por hora, pero eso no significa que ofrezcan protección alguna contra la deprimente aceptación de tu propia inseguridad.
Lisbeth dice que ha estado esperando algo así toda su vida; la creo. Pero mientras mira hacia el montón de sedanes negros del Servicio Secreto, con sus luces rojas intermitentes que proyectan reflejos carmesíes por la fachada del edificio, resulta evidente que se está preguntando si ella tiene lo que realmente se necesita ahora que ha llegado su oportunidad. Se hunde ligeramente mientras sus brazos acarician su cintura con más fuerza. No hay nada más deprimente que comprobar que nuestras aspiraciones son cercenadas por nuestras limitaciones.
Solo en el vestíbulo, no digo nada. Hace ocho años, Nico Hadrian me marcó mis propios límites en público. De modo que cuando veo que Lisbeth se hunde cada vez más en el enorme tiesto, sé exactamente…
—Estoy en esto —dice.
—Lisbeth…
—Lo haré, estoy en esto. Podéis contar conmigo —dice, mientras sus hombros realizan un movimiento brusco hacia arriba. Se levanta del tiesto y mira a su alrededor.
—¿Dónde estás…? —Lisbeth se interrumpe cuando nuestras miradas se encuentran a través del cristal.
Mi instinto es volver la cabeza. Ella se acerca a mí, claramente nerviosa. Su pelo rojo se despliega detrás de ella.
—No digas que no, Wes. Puedo ayudaros. Realmente puedo hacerlo.
Ni siquiera me molesto en discutir.
St. Pauls, Carolina del Norte
Nico se dijo que no debía preguntar por los mapas. «No los pidas, no hables de ellos, no los menciones.» Pero mientras estaba sentado al estilo indio en la cabina del camión, mientras las cuentas del rosario de madera de olivo se mecían colgando del espejo retrovisor, no pudo evitar ver el borde desgastado del papel que sobresalía de la guantera cerrada. Como sucedía con las cruces que veía en cada poste de teléfonos y de alumbrado que jalonaban la oscuridad de la autopista, era mejor no hablar de ciertas cosas.
Concentrando toda su atención a través del parabrisas, Nico observó cómo se tragaba el camión las brillantes líneas amarillas del asfalto.
—No tendrá algún mapa por casualidad, ¿verdad? —preguntó.
En el asiento del conductor, Edmund Waylon, un tío flaco y encorvado como un garfio, aferraba el amplio volante con las palmas hacia arriba.
—Eche un vistazo en la guantera —dijo Edmund mientras lamía la sal de las patatas fritas con sabor a cebolla de su bigote rubio.
Ignorando el rasgueo de las uñas de Edmund contra el volante cubierto de goma negra, Nico abrió la guantera. En su interior había un paquete de pañuelos de papel, cuatro bolígrafos sin capuchón, una pequeña linterna y —metido entre un grueso manual del vehículo y un montón de servilletas de restaurantes de comida rápida— un mapa con las puntas dobladas.
Nico lo hizo girar mientras lo abría como si fuese un acordeón averiado y vio la palabra «Michigan» impresa en la portada.
—¿Tiene algún otro? —preguntó, decepcionado.
—Tal vez haya más ahí detrás —dijo Edmund señalando el compartimento que había entre su asiento y el de Nico—. Me estaba hablando de su madre, ¿murió cuando usted era pequeño?
—Cuando tenía diez años.
Nico fijó la mirada en el rosario que pendía del espejo retrovisor para enterrar la imagen, se inclinó hacia la izquierda y pasó la mano por encima de los posavasos del compartimento hasta alcanzar la redecilla de la parte posterior. Sintió el cosquilleo del papel y sacó al menos una docena de mapas.
—Perder a la madre a los diez años… eso es algo que te destroza. ¿Qué me dice de su padre? —preguntó Edmund—. ¿También murió?
—Todos excepto mi hermana —contestó Nico, buscando entre los mapas. Carolina del Norte, Massachusetts, Maine… Habían pasado casi doce horas desde que tomó la medicación. Nunca se había sentido mejor en toda su vida.
—No puedo ni imaginarlo —dijo Edmund sin apartar la vista del camino—. Mi padre es un auténtico hijo de puta. Solía pegarnos a todos, incluso a mis hermanas, con los puños, en la nariz… pero el día que lo enterramos… Cuando un hombre pierde a su padre, eso le parte por la mitad.
Nico no se molestó en responder. Georgia, Lousiana, Tennessee, Indiana…
—¿Qué está buscando? —preguntó Edmund lamiéndose el bigote.
«No le digas Washington.»
—Washington —dijo Nico, ordenando los mapas.
—¿La capital o el estado?
«Dile que el estado. Si escucha otra cosa, si ve la prueba del pecado de los masones… y su nido… La última hora está cerca. La Bestia ya está suelta, comunicándose, corrompiendo a Wes.»
—El estado —dijo Nico mientras volvía a guardar los mapas—. El estado de Washington.
—Sí, ahora está fuera de mi ruta. Yo hago todo el corredor del noreste y el este del Mississippi. —Cubriéndose el bigote con la palma de la mano y apretándose la nariz entre el pulgar y el índice, Edmund deslizó la mano hacia abajo, tratando sin éxito de reprimir un bostezo largamente postergado—. Lo siento —se disculpó, sacudiendo la cabeza para mantenerse despierto.
Nico miró el reloj digital en forma de balón de fútbol americano pegado al salpicadero. Eran casi las dos de la mañana.
—Escuche, si quiere —dijo Edmund—, cuando pasemos por Florence, hay una de esas estaciones de servicio con periódicos y revistas. Allí puede conseguir mapas, guías de viaje, le juro que incluso creo haber visto un par de atlas. Si quiere, podemos hacer allí nuestra próxima parada.
Nico les preguntó a las voces qué pensaban. No podían estar más excitadas.
—Edmund, es usted un buen cristiano —dijo Nico, mirando los postes de teléfono que pasaban raudos junto a la ventanilla—. Su recompensa será generosa.
Cuando entro en el aparcamiento que se extiende en la parte trasera de mi edificio de apartamentos siento que el móvil empieza a vibrar y miro la pantalla para ver quién me llama. Mierda.
The New York Times
.
Es sorprendente que hayan tardado tanto. Pulso el botón para descolgar y me preparo.
—Wes al habla.
—Hola, Wes, soy Caleb Cohen. Del
Times
—anuncia con la forzada familiaridad de todo periodista. Caleb solía cubrir las noticias de Manning durante los días de la Casa Blanca, lo que significa que llamaba todos los días. Pero ahora es ex presidente, lo que es apenas un grado por encima de ciudadano del montón. Hasta ahora.
—¿Tienen alguna declaración que hacer sobre la fuga? —pregunta Caleb.
—Sabes que nunca hacemos ningún comentario acerca de Nico —le digo, siguiendo las directrices establecidas hace años. Lo último que necesitamos es que un comentario sobre el fugitivo enfurezca al perro rabioso.
—No, no me refiero a una declaración de Manning —me interrumpe Caleb—. Me refiero a ti. Tú eres el que tiene cicatrices. ¿No te preocupa que esté libre, dispuesto a atacarte con algo más efectivo que un proyectil que te impacte de rebote?
Lo dice para provocarme, esperando que yo le diga lo primero que me venga a la cabeza. Eso funcionó una vez, con el
Newsweek
, justo después del accidente. Ya no tengo veintitrés años.
—Es agradable hablar contigo, Caleb. No olvides publicar un «Sin comentarios» de nuestra parte. Sólo di que no pudiste localizarnos.
Cortó la comunicación pero, mientras Caleb desaparece, me engulle el inquietante silencio del aparcamiento al aire libre, que se encuentra detrás del edificio. Es casi la medianoche del jueves. Estoy rodeado por casi cincuenta coches, pero no veo ninguno. Aparco entre dos Honda gemelos y pulso el botón de cierre de mi llavero sólo para oír el ruido. Se desvanece demasiado rápido, dejándome solo con la realidad de la pregunta de Caleb: si Nico anda suelto por ahí, ¿qué le impide venir aquí a terminar su trabajo?
Recorro con la mirada el aparcamiento desierto, pero no encuentro una respuesta. Sin embargo, mientras estudio las sombras altas y delgadas que se proyectan entre los arbustos de tres metros de alto que rodean el aparcamiento, no logro quitarme de encima una cierta ansiedad, que me perfora el estómago, una sensación de que ya no estoy solo. Ignorando los brazos esqueléticos de las ramas cubiertas de hojas, escudriño la oscuridad, conteniendo el aliento para oír mejor. Mi única recompensa es el canto monótono de los grillos que luchan por imponerse al murmullo que llega desde las farolas de encima de mi cabeza. Contengo la respiración y avanzo unos pasos.
Y entonces oigo un suave tintineo metálico. Como si fuesen monedas chocando dentro de un bolsillo. O alguien golpeando una valla metálica. Me vuelvo ligeramente, mirando entre las ramas y divisando la valla que circunda el aparcamiento y discurre por detrás de los setos.
Es hora de meterse dentro. Girando en dirección al edificio, apuro el paso hacia el toldo a rayas amarillas que sobresale por encima de la entrada trasera. A mi izquierda, los grillos enmudecen. Se oye un crujido junto al grupo de setos que bloquean la vista de la zona de la piscina. «Sólo es el viento», me digo mientras apuro el paso hacia el toldo, que parece casi sumergido en la oscuridad.
Detrás de mí, el crujido entre los arbustos se vuelve más estridente. «Por favor, Dios, permite que…»
El móvil vibra en mi mano y en la pantalla aparece un prefijo 334.
The Washington Post
. El año pasado, Leland Manning, como ya hizo Lyndon B. Johnson antes que él, mandó realizar un estudio de probabilidades matemáticas por ordenador para ver cuánto tiempo iba a vivir. Por la forma en que se están desarrollando los acontecimientos, no puedo evitar tener la misma curiosidad. Y aunque me siento tentado de contestar la llamada sólo para contar con una especie de testigo auditivo, la última cosa que necesito en este momento es otro recordatorio de que Nico está ahí fuera, esperando.
Acelero el paso, meto la mano en el bolsillo y busco las llaves de mi apartamento. Vuelvo la cabeza; las hojas de los árboles continúan agitándose. Olvídalo. Me lanzo a toda velocidad hacia el edificio. Debajo del toldo, mis pies resbalan por la superficie alquitranada. Meto la llave en la cerradura y la hago girar hacia la derecha. La puerta metálica se abre y me deslizo dentro, chocando contra un carrito de la compra. Mi rodilla impacta en una esquina del carrito y lo aparto de un manotazo, avanzando por el estrecho pasillo de color beis hacia uno de los ascensores del vestíbulo.
Chocando contra las paredes de fórmica marrón del ascensor, golpeo el botón del quinto piso y el de cerrar las puertas como si fuese un saco de arena. La puerta del ascensor sigue abierta. En el pasillo, un tubo fluorescente roto chirría a medio gas, dando una palidez amarilla al suelo y a las paredes. Cierro los ojos para tranquilizarme, pero cuando los abro el mundo es en blanco y negro, mi propio documental personal. A la distancia, una mujer grita mientras las puertas de la ambulancia de Boyle se cierran con estrépito. «No, eso no es…» Parpadeo otra vez y estoy nuevamente aquí. «No hay nadie gritando.» Cuando la puerta del ascensor finalmente se cierra, me toco la oreja mientras mi mano tiembla de un modo incontrolable. «Vamos, Wes, contrólate.»
Apoyando la espalda contra un rincón del ascensor para mantenerme de pie, aprieto los dientes para atenuar la respiración. El ascensor sube lentamente y yo me concentro en las luces que indican los pisos. Segundo piso… Tercer piso…
Para cuando salgo del ascensor en el quinto piso, siento que gotas de sudor corren por mi pecho. Compruebo el lado izquierdo del pasillo antes de salir disparado hacia la derecha.
Corro hacia el apartamento 527, meto la llave en la cerradura y hago girar el tirador tan de prisa como puedo. Una vez dentro enciendo todas las luces que encuentro: el vestíbulo, la sala de estar, la lámpara en la mesa auxiliar que hay junto al sofá, incluso me vuelvo para encender la luz del armario del vestíbulo. No, mejor dejarla apagada. La enciendo, luego la apago. Enciendo, apago. Enciendo, apago. «¡Basta!» Retrocedo y choco contra la pared, cierro los ojos, bajo la cabeza y susurro para mí. «Gracias, Dios mío, por mantener a salvo a mi familia…» «¡Basta!» «Por mantenerme a mí a salvo, y también al presidente.» «Encuentra un punto focal», me digo, escuchando dentro de mi cabeza la voz del consejero. «Por mí y…» «Encuentra un punto focal.»
Dándome palmadas en la oreja, me tambaleo por el apartamento. Casi tropiezo en la sala de estar con la vieja otomana de mis padres. «Encuéntralo.» Corro por el pasillo, paso junto al banco de picnic comprado en un mercadillo, junto a la habitación de Rogo, con la pila de periódicos no leídos a la puerta, junto al recortable del presidente Manning de tamaño natural con un bocadillo dibujado a mano que dice: «¡No recuerdo cómo se conduce, pero adoro downwithtickets.com!» y, finalmente, giro a la derecha y me meto en mi habitación.