El líbro del destino (19 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

—¿Qué? —pregunta Dreidel al ver mi expresión.

Me detengo justo delante del último invitado, una joven pelirroja que lleva un discreto vestido negro con chaqueta del mismo color. Dreidel está a punto de apoyar la mano en el hombro de la mujer para acompañarla hasta donde se encuentran el presidente y la primera dama. Pero ella se aparta y apoya una mano sobre el hombro de Dreidel.

—Justo las personas que estaba buscando —dice con orgullo—. Lisbeth Dodson, de
The Palm Beach Post
. Tú debes de ser Dreidel.

29

Mclean, Virginia

Cojeando por la carretera helada y con el puño apoyado en el pecho, El Romano miró las ventanas del frente de la casa colonial con el cartel de «En venta» en el jardín. Aunque las luces estaban apagadas no aflojó el paso. Después de esconder su herida —deslizando el pie ensangrentado dentro de uno de los viejos zapatos de Nico— exhibió su credencial para salir del hospital y hacer rápidamente la llamada. Sabía que Benjamín estaba en casa.

En efecto, cuando llegó a un lado de la casa se aferró a la fría barandilla y bajó con dificultad un breve tramo de escaleras. Al final del mismo llegó a una puerta que dejaba traslucir un débil resplandor. Un pequeño cartel encima del timbre decía: «Sólo con cita previa.» El Romano no tenía concertada ninguna cita. Tenía algo mucho más valioso.

—¿Les? —llamó, apenas capaz de sostenerse en pie. Apoyándose contra la jamba de la puerta, no podía sentir la mano izquierda, que aún estaba enfundada en el mismo guante empapado de sangre que lo había ayudado a ocultar la mano en el hospital. Su pie parecía haberse muerto hacía aproximadamente una hora.

—Voy —dijo una voz desde el interior. Cuando acabaron de girar los muelles y los pasadores de la cerradura, la puerta se abrió, revelando la presencia de un hombre con una mata de pelo revuelto y gafas bifocales sobre una voluminosa nariz—. Muy bien, ¿qué has hecho esta…? ¡Joder, ¿eso es sangre?!

—Yo… yo necesito… —Antes de que pudiese terminar, El Romano se derrumbó. Como siempre, el doctor Les Benjamín lo sostuvo. Para eso estaban los cuñados.

30

—Señor presidente, seguro que recuerda a la señorita Dodson, columnista de
The Palm Beach Post
—dijo Wes a mitad del apretón de manos.

—Lisbeth —insistió ella, tendiendo la mano e intentando que el ambiente fuera lo menos tenso posible. Miró a Wes, cuyo rostro mostraba una palidez cadavérica.

—Lisbeth, no podría haber olvidado su nombre —respondió Manning—. Aunque no conozco a los donantes, sólo un tonto olvidaría a la prensa.

—Se lo agradezco mucho, señor —dijo Lisbeth, creyendo todas y cada una de sus palabras, aun cuando se había dicho a sí misma que no debía hacerlo. «¿Puedo ser más patética?», se preguntó, luchando contra un extraño deseo de hacer una reverencia. Regla sagrada no. 7: los presidentes son los mejores embusteros—. Me alegra volver a verlo, señor.

—¿Es Lisbeth? —preguntó la primera dama, conociendo la respuesta mientras se acercaba para el beso de mejilla a mejilla—. Oh, adoro tu columna —dijo efusivamente—. Excepto en aquella ocasión en la que dijiste qué cantidad de dinero les dejaba Les de propina a las camareras. Esa columna casi consiguió que te borrase de nuestra lista de invitados.

—De hecho, me borró de su lista de invitados —señaló Lisbeth.

—Sólo durante dos semanas. La vida es demasiado corta para mantener vivo el rencor.

Lisbeth supo apreciar la honestidad de sus palabras y no pudo evitar una sonrisa.

—Es usted una mujer inteligente, doctora Manning.

—Querida, se supone que somos nosotros los que podemos hacerte favores, si bien añadiré que puedes hacer algo mucho mejor que dedicarte a insignificantes cotilleos acerca de las propinas que deja la gente, algo que, admitámoslo, está muy por debajo de ti. —Palmeando a su esposo en el brazo, añadió—: Lee, dale a esta chica una buena frase acerca de la investigación que se está realizando sobre la fibrosis quística para que pueda hacer su trabajo.

—En realidad —comenzó Lisbeth—, yo he venido esta noche…

—Señor, es hora de que suba al estrado —interrumpió Wes.

—…a ver a sus colaboradores más estrechos —añadió Lisbeth, señalando a Wes y Dreidel—. Estoy escribiendo un texto que trata de la lealtad. Pensé que quizá podía coger sus declaraciones y convertirlos en grandes estrellas.

—Bien… hágalo —dijo Manning, rodeando los hombros de Dreidel—. Presenta su candidatura al Senado. Y si yo aún tuviese mano… tiene pasta de vicepresidente.

El presidente hizo una pausa, esperando a que Lisbeth apuntase lo que acababa de decir.

Lisbeth sacó de su bolso negro una libreta de notas y fingió garabatear algo. Se daba cuenta de que Wes estaba a punto de explotar.

—No se preocupe —le dijo Lisbeth a Manning—. Seré cuidadosa.

—Señor presidente —dijo una susurrante voz femenina y todos se giraron hacia una mujer de mediana edad que llevaba un vestido de diseño que hacía juego con un peinado de diseño. Como presidenta honoraria de la Fundación contra la fibrosis quística, Myrna Opal dio unos golpecitos en su reloj Chopard con diamantes, decidida a mantener el horario del programa—. Creo que ya estamos listos, señor.

En el instante en que Manning dio el primer paso hacia la puerta que llevaba al estrado, Wes se colocó inmediatamente junto a él.

—Wes, no te preocupes, todo va bien.

—Lo sé, pero es…

—… menos de dos metros hasta la puerta. Podré conseguirlo. Y Dreidel, espero que te sientes a mi mesa más tarde.

Manning pronunció estas palabras sin mirar a Wes. En la Casa Blanca acostumbraban a respetar la etiqueta y asegurarse de que el presidente se sentara siempre junto a quien debía sentarse. Durante cuatro años, no eligió a sus compañeros de mesa. Actualmente ya no se preocupaba por los favores políticos. Era la única ventaja de haber perdido la Casa Blanca. El presidente, finalmente, podía sentarse junto a la gente que él quería.

—Asegúrate de que estos amables caballeros de la fibrosis quística salgan mañana en tu columna —dijo la primera dama, haciendo una seña a Lisbeth.

—Sí, señora —dijo Lisbeth, sin quitar en ningún momento los ojos de Wes. Él había estado junto a los mejores políticos del mundo durante casi una década, pero seguía siendo un novato cuando se trataba de ocultar sus emociones. Los orificios de la nariz inflamados, los puños apretados… Lo que fuese que estuviese ocultando, lo estaba devorando vivo.

—Por aquí, señor —dijo uno de los dos agentes del Servicio Secreto, acompañando al presidente y a la primera dama hacia la puerta del escenario. Como ratones detrás del flautista, la presidenta honoraria de la fibrosis quística, el encargado de relaciones públicas, la persona encargada de la campaña de recolección de fondos, el fotógrafo y los restantes admiradores de la pareja presidencial marcharon en fila detrás de ellos, un séquito que succionó a todos los rezagados de la sala.

Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, el silencio se volvió abrumador. Para sorpresa de Lisbeth, Wes no fue el único que se quedó quieto. Dreidel estaba justo detrás de él con una cálida sonrisa en los labios.

—Venga, tome asiento —le dijo, señalando los tres asientos vacíos en la mesa redonda, cubierta con un mantel, que se utilizaba como un escritorio para registrarse. Lisbeth obedeció pero no se dejaba engañar. El miedo siempre hace brotar la amabilidad. Y si el importante futuro senador estaba ansioso, su historia de un cinco pelado acababa de convertirse en una historia de notable.

—¿Y cómo van los preparativos para la fiesta de cumpleaños? —preguntó ella, acercando una silla a la mesa.

—¿La qué? —preguntó Dreidel.

—Para el cumpleaños de Manning —insistió Wes—. Nuestra reunión de esta mañana…

—Oh, genial —dijo Dreidel, tocándose la raya del pelo y ajustándose las gafas con montura metálica—. Pensé que se refería a mi campaña para recaudar fondos.

—¿Ya han decidido dónde celebrarán la fiesta? —preguntó Lisbeth.

—Aún estamos en ello —dijeron Wes y Dreidel al unísono.

Lisbeth asintió. Esos tíos se habían formado en la Casa Blanca. No caían fácilmente en las trampas. Lo mejor era proceder con cautela.

—Vamos, ¿no han oído a la primera dama? —preguntó—. Adora la columna. No he venido aquí a chuparles la sangre.

—Entonces ¿por qué ha traído su copa? —preguntó Dreidel, señalando el cuaderno de notas.

—¿Le asusta? ¿Y si vuelvo a guardar mis armas? —dijo ella, dejando el cuaderno de notas y el bolígrafo nuevamente en el bolso. Aún inclinada, alzó la vista haciendo un esfuerzo por mantener el contacto visual—. ¿Así está mejor?

—Estaba bromeando —dijo Dreidel en tono conciliador. No había duda de que era él quien quería ocultar algo.

—Escuchadme —rogó Lisbeth—. Antes de que os pongáis… Maldita sea, lo siento… —Buscó en el bolsillo de la chaqueta de su vestido y sacó su móvil—. Hola, Vincent. Sí, en este momento… Oh, estás de broma. Espera, dame un segundo —dijo. Volviéndose hacia Wes y Dreidel, añadió—. Lo siento, tengo que atender esta llamada, será sólo un minuto. —Antes de que ninguno de los dos atinara a reaccionar, Lisbeth se levantó de la silla y se dirigió rápidamente hacia la puerta principal—. ¡Vigilad mi bolso! —les dijo a Dreidel y Wes por encima del hombro al tiempo que atravesaba la puerta y salía al vestíbulo del Kravis Center. Aferrando el móvil, lo apretó contra la oreja. Pero lo único que oía eran las voces de los dos hombres que acababa de dejar en la mesa.

—¿Le dijiste que estábamos organizando una fiesta? —siseó Dreidel.

—¿Qué querías que le dijese? —contestó Wes—. ¿Que estaba intentando salvar lo poco que quedaba de tu matrimonio?

Regla sagrada no. 8: si realmente quieres saber lo que la gente piensa de ti, vete de la habitación y escucha lo que dicen. Lisbeth la aprendió en el duro camino que lleva al circuito de las fiestas de Palm Beach, cuando un personaje de la alta sociedad le pagó mil quinientos dólares a un aparcacoches para que escuchase furtivamente la conversación que Lisbeth mantenía con una fuente. Una semana más tarde, Lisbeth se ahorró mil quinientos pavos y simplemente compró dos teléfonos móviles. Hoy el móvil A estaba en su bolso, junto a Wes y Dreidel. El móvil B estaba pegado a su oreja. Cuando guardó su cuaderno de notas en el bolso que estaba debajo de la silla, sólo tuvo que apretar un botón para que A activase B. Una importante llamada falsa más tarde, la Regla sagrada no. 8 demostró por qué estaría siempre entre las diez mejores.

—Pero si ella descubre lo de Boyle… —dijo Wes en la otra línea.

—Tranquilo, no descubrirá nada acerca de Boyle —replicó Dreidel—. Pero ya que hablamos del tema, dime qué has averiguado.

A solas en el vestíbulo, Lisbeth se paró en seco y estuvo a punto de caerse de sus altos tacones. ¿Boyle? Miró a su alrededor, pero no había nadie. Todos estaban dentro, perdidos en el murmullo de la velada con el presidente Leland F. Manning. Lisbeth alcanzaba a escuchar su voz en el estrado principal. Una oleada de excitación le tiñó las mejillas pecosas. Finalmente, después de todos estos años, un Sobresaliente.

31

—¡Ahhhh! —rugió El Romano cuando Benjamín utilizó las tijeras esterilizadas para cortar la piel gris muerta que colgaba de los bordes de la herida—. ¡Duele!

—Bien, eso significa que no hay ningún nervio dañado —dijo Benjamín en el pequeño gabinete de depilación eléctrica que regentaba su esposa. El Romano estaba sentado en un moderno sillón de cuero; Benjamin se balanceaba ligeramente en un sillón giratorio de acero inoxidable—. Quédate quieto —añadió. Presionando con su pulgar la palma de El Romano y con los dedos el dorso de la mano, Benjamin apretó con fuerza la herida. Esta vez, El Romano estaba preparado. No emitió ningún sonido.

—No hay debilidad ni inestabilidad ósea, aunque sigo pensando que deberían hacerte una radiografía para estar seguro.

—Estoy bien.

—Sí, me di cuenta por la forma en que te desmayaste en la puerta. La viva imagen de la salud. —Tras coger un clip, Benjamin dobló el metal hasta que consiguió que las dos puntas casi se tocaran—. Hazme un favor y cierra los ojos. —Cuando El Romano obedeció, Benjamin presionó ligeramente las puntas del clip contra el costado del pulgar de El Romano—. ¿Cuántas puntas sientes?

—Dos —dijo El Romano.

—Bien. —Dedo tras dedo, Benjamin repitió la pregunta, luego cubrió la mano de El Romano con una gasa limpia. Luego pasó al pie herido, quitó trozos de calcetín y fragmentos de cordón y aplicó la misma prueba del clip a cada uno de los dedos—. ¿Cuántas puntas ahora?

—Una.

—Bien. Sabes, es un verdadero milagro que no te hayas fracturado ningún hueso tarsiano.

—Sí, Dios está de mi parte —dijo El Romano, moviendo los dedos y tocando la venda que le cubría la planta. La herida ya no sangraba pero el dolor no había desaparecido. Nico le pagaría lo que había hecho.

—Sólo tienes que mantenerlo limpio y en alto —dijo Benjamín cuando terminó de vendar el pie.

—¿O sea, que puedo volar?

—¿Volar? No, olvídalo. Debes descansar. ¿Lo entiendes? Debes tomártelo con calma durante unos días.

El Romano permaneció en silencio, se inclinó y deslizó con sumo cuidado el pie dentro de los zapatos.

—¿Has oído lo que he dicho? —preguntó Benjamín—. No es momento de andar corriendo por ahí.

—Hazme un favor y prepara esas recetas —dijo El Romano, esforzándose por no cojear mientras se dirigía hacia la puerta—. Te llamaré más tarde.

Sin volver la vista, salió de la habitación y sacó el móvil del bolsillo.

Diez dígitos después le contestó una voz femenina:

—Oficina de viajes, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Querría hacer una reserva —dijo El Romano, saliendo a la oscuridad mientras una ráfaga de viento helado de Virginia le golpeaba de costado—. Necesito una plaza en el próximo vuelo que tenga a Palm Beach.

32

—¿Esto? —pregunta Dreidel mientras mira la hoja del fax—. ¿Esto es lo último que Boyle sacó de la biblioteca?

—Según la mujer del archivo.

—Pero esto no tiene ningún sentido —se queja Dreidel—. Quiero decir, un archivo del personal, eso podría entenderlo, incluso algún viejo memorándum relacionado con un ataque que salió mal. Pero ¿un crucigrama?

—Eso fue lo que ella le envió: una hoja con algunos nombres en una estúpida tira cómica de
Beetle Bailey
y, en el reverso, un desteñido y casi completado…

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