El líbro del destino (47 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

se podían leer las palabras manuscritas «Dr. Eng 2678 Griffin Rd. Ft. L.».

—¿Y ése era el gran secreto que estaban escondiendo a los ciudadanos? —añadió Rogo—. ¿Que Boyle tenía cita con un médico?

—Es información personal —señaló Freddy, acercándose lentamente a ellos mientras Rogo colocaba el original en un archivo.

—Eso tiene sentido —convino Dreidel—. En cada Casa Blanca, la mitad del personal hace cola para ver a un psiquiatra.

De pie junto a una de las largas estanterías, Rogo se volvió hacia Dreidel, quien estaba sentado en el borde de un escritorio.

—¿Quién dice que se trate de un psiquiatra? —preguntó.

—¿Qué?

—Ese doctor Eng. ¿Qué te hace pensar que se trata de un loquero?

—No lo sé. Simplemente supuse que…

—Escuchen, me encantaría pasar el resto de la tarde discutiendo los méritos como psiquiatra de Eng —interrumpió Freddy—, pero éste sigue siendo un edificio del gobierno y, como cualquier edificio del gobierno, cuando la manecilla pequeña del reloj llegue a las cinco…

—¿No podrías hacer otra búsqueda rápida? —preguntó Rogo, señalando los ordenadores de la biblioteca.

—Estoy tratando de echarles una mano. De verdad. Pero la biblioteca está cerrada.

—Sólo una búsqueda más.

—La biblioteca ya está…

—Sólo introducir las palabras «Dr. Eng» —le suplicó Rogo—. Por favor, no le llevará más de treinta segundos. Sólo hay que teclear dos palabras, «Doctor» y «Eng» en el ordenador. Lo hace y nos largamos tan de prisa que estarás en casa a tiempo de ver las noticias.

Freddy miró a Rogo.

—Una última búsqueda y eso será todo.

Unos segundos más tarde, mientras Freddy se inclinaba sobre el teclado, la respuesta apareció en la pantalla.

«No se han encontrado otros archivos.»

—¿Y tú…?

—Lo he comprobado todo: el archivo de la Casa Blanca, recopilaciones de expedientes de oficinas y personal, correos electrónicos, incluso los escasos trozos de microfilmes del archivo de la seguridad nacional —dijo Freddy, bastante mosqueado—. La biblioteca está ahora oficialmente cerrada —añadió, levantándose de la silla y señalando la puerta—. De modo que, a menos que quieran que les presente a nuestro bien entrenado personal de seguridad, les sugiero que pasen ustedes un buen día.

Caminando de prisa a través del patio de ladrillo y cemento que se extendía delante de la biblioteca presidencial, Rogo se encontraba un par de metros por delante de Dreidel mientras ambos se dirigían hacia el coche.

—Un negocio. Sí, en Fort Lauderdale —dijo Rogo hablando por su teléfono móvil—. Estoy buscando el número de un tal doctor Eng. E-N-G.

—Tengo a un doctor Brian Eng en Griffin Road —dijo la operadora.

—Dos seis siete ocho, exacto —dijo Rogo, leyendo la dirección del trozo de papel donde la había apuntado—. ¿Y me puede decir la especialidad de ese médico?

—Lo siento, señor, pero no incluimos las profesiones. Por favor, espere que busco ese número.

En pocos segundos una voz femenina grabada dijo:

—A solicitud del cliente, el número telefónico no consta en nuestros archivos.

—¿Está de broma? ¿Qué clase de médico no quiere que su número de teléfono conste en el listín? —Se volvió hacia Dreidel y preguntó—: ¿Hay algo en Internet?

Dreidel miró la diminuta pantalla de su teléfono móvil y pulsó las teclas como si fuese un abuelo con un mando a distancia.

—Sé que el teléfono está programado para tener conexión a Internet, pero no sé cómo…

—¿Qué has estado haciendo entonces durante los últimos cinco minutos? Dame eso. —Rogo le quitó el móvil de las manos. Luego pulsó unas cuantas teclas, introdujo el nombre «Dr. Brian Eng» y luego le dio al botón de búsqueda. Estuvo alrededor de dos minutos trabajando en la pantalla pero no consiguió nada.

—¿Alguna cosa? —preguntó Dreidel mientras serpenteaban entre los coches en el aparcamiento.

—Esto es de locos —se quejó Rogo sin dejar de pulsar las teclas del móvil de Dreidel—. No sólo su número no figura en ningún lado, sino que se las ha ingeniado para no salir en ningún buscador. Google, Yahoo, el que se te ocurra. Introduces «Dr. Brian Eng» y no aparece nada… ¡es ridículo! Si introduzco las palabras «Pitufos judíos» consigo una página llena de referencias… —Cuando llegó junto a la puerta del conductor del Toyota, Rogo colgó el móvil y se lo lanzó a Dreidel por encima del techo del coche—. Lo que nos lleva nuevamente a ¿qué clase de médico se mantiene tan oculto que resulta prácticamente imposible dar con él?

—No lo sé… ¿un médico de la mafia? —aventuró Dreidel.

—O un médico abortista —dijo Rogo.

—¿Qué me dices de un cirujano plástico, ya sabes, para la gente verdaderamente rica que no quiere que los demás lo sepan?

—De hecho, no es una mala idea. Wes dijo que parecía que Boyle había cambiado algunos de sus rasgos. Quizá esa cita del 27 de mayo era su primera consulta con el médico.

Dreidel se deslizó en el asiento del acompañante y echó un vistazo a su reloj. Estaba anocheciendo.

—Podemos hacerle una visita mañana por la mañana.

—¿Es una broma? —preguntó Rogo poniendo el coche en marcha—. Debemos ir allí ahora mismo.

—Es probable que ya haya cerrado la consulta.

—Aun así, si el edificio está abierto, apuesto a que el directorio del vestíbulo nos dirá al menos qué especialidad tiene ese tío.

—Pero hacer ahora todo el camino hasta Fort Lauderdale…

Cuando ya habían recorrido la mitad del aparcamiento, Rogo pisó el freno y colocó el cambio en punto muerto. Se volvió hacia la derecha y miró fijamente a Dreidel, que seguía mirando a través del parabrisas.

—¿Qué? —preguntó Dreidel.

—¿Por qué no quieres que vayamos a hacerle una visita a ese médico ahora mismo?

—¿De qué estás hablando? Sólo quiero ahorrar tiempo.

Rogo bajó la barbilla.

—Bien —dijo, colocando la primera—. Próxima parada, doctor Brian Eng.

84

—Espere un segundo, ¿acaso me está diciendo que Boyle…?

—Lo invitaron a entrar —explica la primera dama y la voz le tiembla con cada palabra que pronuncia—. ¿Por qué sólo tres jinetes cuando cuatro pueden ser más eficaces?

—¿Y Boyle aceptó?

—No lo sabemos… —La doctora Manning hace una pausa, preguntándose si debe contarme el resto de la historia. Pero ella sabe que, si no lo hace, saldré de aquí y haré las preguntas en otra parte—. Creemos que no —dice.

—No lo entiendo —digo con un nudo en el pecho.

—¿Crees que le dieron a Ron la posibilidad de elegir? Los Tres tenían acceso a los mismos archivos del FBI que nosotros. Ellos conocían cuáles eran sus puntos débiles, el hijo cuya existencia pensaba que ninguno de nosotros conocía…

—¿Hijo? ¿Boyle tenía un…?

—Le dije a Lee que eso saldría algún día a la luz y nos destruiría. Se lo dije —insiste, más furiosa que nunca—. Lo dije durante la campaña… Estaba tan claro que iba a ocurrir, incluso en aquella época. Cuando tienes un secreto así, alguien vendrá en algún momento a destaparlo.

Asiento, consciente de que es mejor no intentar aplacarla.

—Pero que Boyle se uniese a ellos…

—Yo no he dicho eso. He dicho que se acercaron a él. Pero Los Tres no lo entendían; Ron… incluso con su hijo, con todos los desastres autodestructivos que había cometido… Él jamás nos traicionaría. Nunca. No importa el precio —dice, alzando la vista. Entiendo lo que quiere decir. Y espera lo mismo de mí.

—Doctora Manning, lo siento, pero por la forma en que lo ha dicho… ¿Usted sabía todo esto ya entonces?

—Wes, tú estabas allí con nosotros. Sabes lo que estaba en juego. Con alguien como Ron… esa clase de presión a punto de explotar… ¿crees realmente que el FBI no mantenía sobre él una vigilancia especial?

Me dirige una mirada que se clava en mí como un cuchillo.

—Espere un momento… ¿está diciendo que el FBI estaba vigilando a Boyle? ¿Mientras estábamos en la Casa Blanca?

—Estaban tratando de protegerlo, Wes. E incluso entonces, Lee se oponía como podía a que ellos lo vigilasen. Llamó a Barry y Cari personalmente —dice, refiriéndose a nuestro antiguo director del FIBI y al antiguo consejero de seguridad nacional—. Dos días más tarde encontraron el ingreso. Once mil dólares en una cuenta bancaria a nombre de la hija de Ron. ¿Te lo imaginas? ¡Usar el nombre de su hija! Dijeron que probablemente se trataba de la oferta inicial de Los Tres. O cogía el dinero que habían ingresado en su cuenta o arruinarían su vida contándole a su esposa el hijo ilegítimo que mantenía en la sombra.

Ahora soy yo quien debe apoyarse en la cómoda para no caerse.

—Pero… nunca vi nada acerca de ese asunto.

—No leías todos los papeles, Wes.

—Aun así, si Los Tres estaban tan cerca, ¿no podrían haber llamado…?

—¿Crees que no estábamos haciendo todo lo que podíamos? En aquel momento ni siquiera teníamos un nombre para saber a quién estábamos persiguiendo. Sabíamos que tenían a alguien dentro del FBI porque disponían de acceso directo a los archivos de Ron. Luego, cuando transfirieron el dinero a la cuenta de Ron (el Servicio Secreto se encarga de investigar los delitos económicos) dijeron que, por la forma de enviar el dinero, estaban empleando técnicas internas. ¿Y chantaje? Es el pan de cada día de la CIA. Dimos la alerta a todas las agencias y comenzamos a decirlos que investigasen dentro.

—Lo sé… yo sólo… —me interrumpo, siempre consciente de cuál es mi lugar—. Quizá me estoy perdiendo algo, señora, pero si sabían que estaban presionando a Boyle para que se uniese a Los Tres, ¿por qué no lo advirtieron a él, o al menos le dijeron que sabían que estaba siendo chantajeado?

Lenore Manning baja la vista a la carta que tenía sobre su regazo y no dice nada.

—¿Qué? —pregunto—. Lo estaban chantajeando, ¿no?

Ella continúa sentada en silencio sobre el baúl pintado con la bandera.

—¿Hay algo que yo no…?

—Queríamos saber qué decidiría hacer —dice ella finalmente con la voz más suave que nunca.

Siento que un escalofrío me recorre la espalda.

—Lo estaban poniendo a prueba.

—Tienes que entenderlo, Wes, cuando El Romano llegó tan cerca de nosotros, tanto que incluso había llegado a penetrar en nuestro círculo íntimo, ya no se trataba solamente de Boyle, estábamos tratando de atrapar a Los Tres. —Su voz tiembla, ha estado guardando esto durante tanto tiempo que prácticamente está suplicando perdón—. Lo pidió el FBI. Si el rumor era real, si había un grupo de agentes corruptos que estaban en contacto entre ellos, ésta era su oportunidad para cogerlos a todos.

Asiento como si lo que me ha dicho tuviese sentido. Ron Boyle era su amigo más viejo y querido, pero cuando Los Tres lo metieron en una ratonera, los Manning —el presidente y la primera dama de Estados Unidos— esperaron a ver si cogía el queso.

—Sé lo que estás pensando, Wes, pero te juro que yo intentaba proteger a Ron. Les dije que le dieran un poco de tiempo para que presentase su renuncia. Que se asegurasen… —Hace un esfuerzo para tragar, meneando la cabeza una y otra vez. He visto a la primera dama enfadada, molesta, triste, ofendida, furiosa, acongojada, ansiosa, preocupada, e incluso dolorida cuando la operaron de la cadera hace ya unos años. Pero nunca la había visto así. Ni siquiera cuando tuvo que abandonar la Casa Blanca. Se contiene y aprieta con fuerza la barbilla contra el pecho para impedir que su cabeza siga moviéndose. Por la forma en que me da la espalda, espera que yo no me percate de lo que está pasando. Pero como siempre, yo lo veo todo—. Se suponía que debían protegerlo —susurra, perdida en su promesa rota—. Ellos… ellos prometieron que Ron estaría a salvo.

—¿Y Boyle jamás le dijo que Los Tres habían contactado con él?

—Yo estaba esperando que lo hiciera, rezando para que nos lo contase todo. Todos los días recibíamos un informe acerca de si habían aceptado la oferta. «No hay respuesta», decían una y otra vez. Yo sabía que Ron estaba luchando. Lo sabía —insiste mientras se abraza los hombros y se encoge más aún—. Pero ellos nos decían que debíamos seguir esperando… sólo para estar seguros. Y entonces le dispararon… —Mira el suelo a la par que un sollozo y una década de culpa le atenazan la garganta—. Pensé que lo habíamos enterrado.

Cuando miro la carta manuscrita que descansa en su regazo, las piezas del rompecabezas encajan en su lugar.

—¿De modo que durante todo este tiempo, la verdadera razón por la que Boyle fue tiroteado no fue porque se volviese contra Los Tres sino porque se negó a unirse a ellos?

Ella me mira y tuerce la cabeza. Su voz sigue siendo apenas un susurro.

—Ni siquiera sabes contra quién estás luchando, ¿verdad?

—¿De qué está…?

—¿Ni siquiera has leído esto? —pregunta ella, apoyando la carta contra mi pecho—. ¡El día que le dispararon, Ron aún no les había dicho a Los Tres cuál era su decisión! —Su tono de voz cambia. Sus ojos parecen más grandes. Tiene la boca entreabierta. Al principio, pienso que está furiosa, pero no es así. Está asustada.

—¿Doctora Manning, se siente bien?

—Wes, debes marcharte. Esto no es… no puedo…

—¿No puede qué? No entien…

—¡Por favor, Wes, márchate! —Me ruega, pero yo ya estoy mirando nuevamente la carta. Mi cerebro funciona tan de prisa que no puedo leer. Pero lo que ha dicho… Si el día en que fue tiroteado, Boyle aún no les había dado una respuesta a Los Tres…

Mi frente se llena de arrugas, luchando por procesar la información. Pero si fuese ése el caso…

—¿Entonces por qué matarlo? —pregunto.

—Wes, antes de que comiences a sacar conclusiones…

—A menos que supieran que Ron estaba pensándoselo mejor…

—¿Has oído lo que he dicho? No puedes…

—…o tal vez pensaron que habían revelado demasiado… o… o se dieron cuenta de que lo estaban vigilando…

—¡¿Wes, por qué no me estás escuchando?! —grita, tratando de quitarme la carta de las manos.

—O quizá encontraron a alguien mejor para que ocupase el cuarto lugar —digo, reteniendo la carta.

La primera dama suelta el papel y la carta golpea mi pecho con un ruido seco. Todo mi cuerpo parece pesar mil kilos más, aplastado por ese miedo paralizante que acompaña una mala noticia en la consulta del médico.

—¿Fue eso lo que ocurrió? —pregunto.

Su respuesta llega demasiado lenta.

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