El líbro del destino (51 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

—Pero es que yo no…

—¡No diga «yo no lo sé»! —grita, levantando su arma y apuntándome directamente a la cara. Baja la voz y añade—: Sé que estuvo hablando con ella acerca del crucigrama. Ahora…

En ese momento se oye un crujido de ramas al romperse y un cascabel que suena como las campanillas de Navidad. Detrás de O'Shea, a través de la abertura que lleva al aparcamiento, una mujer menuda con un traje de chaqueta a rayas muy finas agita una correa de metal al tiempo que pasea a su cocker spaniel, color arena.

Antes de que la mujer pueda darse cuenta de lo que ocurre, O'Shea se cruza de brazos, ocultando el arma debajo del sobaco.

—Lo siento —dice la mujer, con una risa nerviosa mientras se agacha y pasa junto a nosotros—. No era mi intención interrumpir.

—No pasa nada —contesta O'Shea, volviéndose sólo lo justo para que la mujer no pueda verle claramente el rostro—. Estamos esperando a que regresen nuestros perros, les encanta correr.

La mujer asiente ligeramente, echando un vistazo lo bastante prolongado como para comprobar que ninguno de nosotros lleva una correa. Volviéndose rápidamente y fingiendo no haber visto nada, la mujer sigue a su perro.

Siento la tentación de echar a correr. Esa mujer es la distracción perfecta… y un testigo. Pero cuando O'Shea baja la barbilla y sus ojos color avellana desaparecen en la oscuridad de su ceño, puedo oír el mensaje fuerte y claro. Si hago Un movimiento, ella también morirá.

—Buena chica,
Murphy
… Vamos —dice la mujer, tirando del perro nuevamente al pasar junto a nosotros de regreso al aparcamiento del edificio. Durante un minuto, la miramos desde detrás mientras cruza el aparcamiento en dirección a la puerta trasera del edificio. La mujer mira a su perra, el reloj, busca las llaves… pero en ningún momento vuelve la vista hacia nosotros. La puerta metálica se cierra con un leve tañido y la mujer desaparece. O'Shea abre los brazos y la pistola vuelve a apuntar directamente a mi cara.

—Lo siento, Wes —dice O'Shea mientras amartilla la pistola—. Esto va a dolerle.

—Espere… ¿qué está haciendo? —pregunto, trastabillando al retroceder.

La llovizna golpea su rostro, pero O'Shea apenas si se percata de ello. Su piel clara brilla con un resplandor amarillento en la oscuridad.

—O'Shea, si lo hace… abrirán una investigación. Nunca podrá encubrirlo.

O'Shea sonríe y su dedo se tensa sobre el gatillo.

—Es curioso. Eso fue precisamente lo que nos dijeron la última vez que…

Pop, pop, pop.

Parece como un hipo extraño. El cuerpo se me congela. No por el dolor. Por el sonido. Pop, pop, pop, un eco del pasado que dispara ahora.

Delante de mí, O'Shea, con una expresión de sorpresa, se tambalea y cae contra la farola. Se lleva la mano al hombro como si le hubiese picado un bicho. Sus rodillas comienzan a doblarse. La cabeza se inclina ligeramente hacia un lado. Pero, aun así, hasta que no advierto la sangre que brota de su hombro no me doy cuenta de que le han disparado. La sangre parece un manchón negro bajo la escasa luz mientras se desliza por su traje.

O'Shea gruñe y su cabeza golpea contra la farola. La pistola escapa de sus manos y cae en el barro. Por la forma en que se tambalea y se aferra a la farola, está a punto de desplomarse. Detrás de mí se oye otro crujido de ramas rotas. Antes de que pueda registrar el sonido, una sombra alta y borrosa con un chubasquero negro pasa velozmente a mi lado en dirección a O'Shea.

—¡Muévete, Wes! ¡Muévete! —grita la sombra, apoyando el antebrazo en mi espalda. Pero al tiempo que resbalo en la hierba y hago un esfuerzo por mantener el equilibrio, esa voz me resulta inconfundible. La voz de Malasia… la voz de la advertencia por teléfono…

Boyle.

91

—Wes, ¡lárgate de aquí! ¡Ahora! —sisea Boyle, su arma apuntando a O'Shea. Del cañón escapa un hilo de humo.

Con la espalda apoyada en la farola, O'Shea hace un esfuerzo y se arrodilla. Lucha por levantarse pero no lo consigue. Está conmocionado. Boyle no corre riesgos, se acerca a O'Shea y apoya la pistola en su cabeza.

—¿Dónde está Micah? —pregunta.

O'Shea, de rodillas en el barro, aprieta los dientes por el dolor.

—Al fin has conseguido su nombre, ¿eh? Le dije que esto…

—Te lo preguntaré una vez más —lo amenaza Boyle. Aparta la pistola de la cabeza de O'Shea y mete el cañón en la herida que tiene en el hombro. O'Shea intenta gritar, pero Boyle le cubre la boca con la mano—. ¡Por última vez, O'Shea! ¿Dónde se esconde? —Amartilla el arma y hunde un poco más el cañón en la herida.

El cuerpo de O'Shea tiembla violentamente mientras trata de hablar. Boyle aparta la mano de su boca.

—E… está muerto —gruñe O'Shea, más furioso que nunca.

—¿Quién lo hizo? ¿Tú o El Romano?

Cuando O'Shea duda, Boyle hurga más en la herida.

—Y… y… yo… —gime O'Shea con los ojos abiertos como los de un animal—. Igual que haré contigo y…

Boyle no le da esa oportunidad y dispara a través de la misma herida. Se oye un sonido apagado y una especie de crujido cuando un trozo de carne se abre en la parte posterior del hombro. El dolor es tan intenso que O'Shea no tiene siquiera tiempo de gritar. Los ojos parece que se le van a salir de las órbitas. Sus brazos cuelgan laxos a ambos costados.

Encogiéndose, O'Shea se desploma hacia adelante. En el instante en que su cuerpo golpea el suelo, Boyle se agacha sobre él. Coloca las manos de O'Shea detrás de la espalda y sujeta sus muñecas con unas esposas que ha sacado del bolsillo.

—¿Qu… qué estás haciendo aquí? —pregunto, recobrando el aliento.

Con un clic, las esposas quedan ajustadas, sujetando las muñecas de O'Shea a la espalda. Si Boyle lo quisiera muerto, le habría disparado otra vez. Pero por la forma en que lo está inmovilizando, es evidente que quiere algo más. Lo que me resulta más sorprendente es la forma en que se mueve Boyle, registrando a O'Shea, trabajando de prisa, la forma en que sus tríceps se tensan, debajo del chubasquero… ha sido entrenado para este trabajo.

—¡Wes, te he dicho que te largues de aquí! —grita Boyle, volviéndose finalmente hacia mí.

Es la primera vez que puedo mirarlo a los ojos. Incluso bajo la escasa luz sus ojos brillan como los de un gato. Marrones con una pincelada de azul.

A la distancia se oye el ruido de la puerta de un coche al cerrarse. Boyle se vuelve hacia la izquierda siguiendo la dirección del sonido. Los altos arbustos bloquean su línea de visión, pero la forma en que se queda inmóvil, inclinándose ligeramente para oír mejor, como si supiese que alguien se acerca.

—¡Debemos marcharnos! —insiste, súbitamente alterado mientras recoge la pistola de O'Shea del barro y se la guarda en el bolsillo.

—¿Cómo supiste que estaría aquí?

Negándose a responder, Boyle hace girar al inconsciente O'Shea y lo pone boca arriba.

—¡Ayúdame a levantarlo! —dice.

Sin siquiera pensarlo, me acerco y cojo a O'Shea por debajo de su sobaco izquierdo. Boyle hace lo propio con el derecho.

—¿Me estabas siguiendo? —pregunto una vez que hemos conseguido poner a O'Shea de pie.

Boyle ignora la pregunta, colocándose delante de O'Shea y apoyando una rodilla en el suelo. Cuando O'Shea se inclina hacia adelante, Boyle se lo carga y luego lo levanta como si se tratase de una vieja alfombra enrollada.

—Te he hecho una…

—Ya te he oído, Wes. Aparta de mi camino.

Intenta rodearme. Doy un paso para impedírselo.

—¿Me estabas siguiendo? ¿Era para encontrarles a ellos o…?

—¿Me estás prestando atención, Wes? ¡Nico puede llegar en cualquier momento!

Me tambaleo al oír ese nombre. Siento la boca seca y siento cómo se abren todas las glándulas sudoríparas de mi cuerpo.

—¡Ahora lárgate de aquí antes de que consigas que nos maten a los dos!

Boyle menea la cabeza y pasa rápidamente a mi lado llevando a O'Shea inconsciente sobre los hombros. Me vuelvo para ver cómo se aleja.

—¿Adonde lo llevas?

—¡No seas estúpido! —me contesta, mirándome por última vez y asegurándose de que le he entendido—. Ya tendremos tiempo para hablar en otra ocasión.

En la distancia, cuando me da la espalda, el chubasquero negro de Boyle lo camufla todo excepto su calva. Con O'Shea pasa algo parecido, sólo se le ve su pálido cuello. Boyle grita algo más, pero ya no puedo oír lo que dice. Ambos se alejan por el sendero flanqueado de árboles y un momento después se los ha tragado la oscuridad. El sol ya se ha puesto. Y una vez más estoy de pie en medio del silencio. En estado de shock. Solo.

Detrás de mí, la puerta de un coche se cierra en el aparcamiento. A mi izquierda, el chirrido de los grillos rasga el aire de la noche. La llovizna no ha cesado y oigo el ruido de otra pequeña rama al quebrarse en el suelo. Luego otra. Es más que suficiente.

Me vuelvo hacia el aparcamiento y echo a correr a toda velocidad. Se cierra la puerta de otro coche. En esta ocasión, el sonido es ligero, como si el coche estuviese en el extremo más alejado del aparcamiento. No es momento de correr riesgos. Cogiendo la cartera, las llaves y la fotografía de Micah, corro entre las farolas hacia el aparcamiento. Cuando paso entre dos coches compruebo que allí no hay nadie.

Después de haber metido la cartera en el bolsillo —y la fotografía nuevamente dentro del calcetín— atravieso el aparcamiento a la carrera, buscando fila tras fila y examinando el capó de cada coche. Las farolas producen un reflejo circular sobre cada techo metálico que riela con las gotas de lluvia. No hay nadie a la vista, pero eso no hace que me sienta más seguro. Si Boyle me ha estado siguiendo durante todo este tiempo, entonces cualquiera podría… «No, ni siquiera lo pienses.»

Continúo corriendo hasta llegar al coche de Lisbeth, abro la puerta y me lanzo al asiento del conductor. El coche aún está en marcha. Mi móvil sigue descansando en el apoyabrazos.

Lo abro y pulso frenéticamente el número de Rogo al tiempo que doy marcha atrás. Pero mientras oigo el sonido de la llamada, en lo único que puedo pensar es en quién acompaña a Rogo, y en todas las preguntas que hacía Dreidel, y en cómo —de alguna manera— O'Shea supo que yo estaba hablando con Lisbeth. Rogo y yo estábamos convencidos de que Dreidel no pudo haber oído nada de nuestra última conversación, pero si estábamos equivocados…

Pulso el botón para cancelar la llamada, cierro el teléfono y rebobino las palabras de Boyle en mi cabeza. «Ya tendremos tiempo para hablar en otra ocasión.» Miro el reloj digital en el salpicadero. La una y cuarenta y cinco.

Mientras pulso un nuevo número con el pulgar y piso el acelerador, me convenzo de que es la única manera. Y lo es. Incluso si Boyle me estaba utilizando como cebo para Los Tres, al atrapar a O'Shea y descubrir que Micah estaba muerto, finalmente nos ha dado una oportunidad. De modo que, en lugar de presentarme esta noche a las siete necesito aprovechar esta oportunidad al máximo. Aunque ello signifique correr algunos riesgos.

Cuando acabo de marcar el último número, todo lo que tengo que hacer es pulsar el botón de llamada. Pero me detengo. No porque no confíe en ella, sino precisamente porque confío en ella. Rogo me diría que no debo hacerlo. Pero él no escuchó sus disculpas, no escuchó el dolor en su voz. Ella sabía que me había herido profundamente y eso la hirió también a ella.

Pulso el botón rogando no tener que lamentarlo más tarde. El teléfono suena. Una y otra vez. Lisbeth tiene identificador de llamadas. Sabe quién la llama.

El teléfono suena por tercera vez mientras atravieso el aparcamiento hacia la entrada del edificio. No la culpo por no contestar. Si la estoy llamando, eso sólo puede significar proble…

—¿Wes? —contesta finalmente Lisbeth, su voz más suave de lo que esperaba—. ¿Eres tú?

—Sí.

No es difícil captar mi tono de voz.

—¿Está todo bien? —pregunta ella.

—C… creo que no —digo, aferrando el volante.

Lisbeth no lo duda un segundo.

—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunta.

92

Conduciendo por el camino de ladrillo frente al edificio de apartamentos de Wes, Nico volvió a comprobar la manta de lana que cubría el cuerpo de Edmund y pisó el freno, recordándose a sí mismo que debía ir despacio. Tanto en el ejército como en la pista de carreras, su primer objetivo siempre había sido pasar inadvertido. Sin embargo, se encontraba tan cerca… Nico levantó el pie del freno y aceleró. Las cuentas de madera del rosario parecían quemarle el pecho.

«Ya casi hemos llegado, hijo. No debes irritarte.»

Nico asintió, saludando a uno de los vecinos que salía por la puerta principal vestido para correr. Mientras el Pontiac continuaba su camino hacia el aparcamiento en la parte trasera del edificio, los faros delanteros penetraban la oscuridad como si fuesen dos lanzas gemelas brillantes.

«¿Sabes adónde vamos?»

—Cinco veintisiete —contestó Nico, señalando con la barbilla los números negros de los apartamentos pintados en el cemento, delante de cada plaza de aparcamiento.

Un minuto después ya había recorrido los dos primeros callejones.

«525… 526… y…»

Nico pisó el freno y el coche se detuvo. 527. El número del apartamento de Wes. Pero su plaza de aparcamiento estaba vacía.

«Podría estar arriba.»

Nico meneó la cabeza.

—No está arriba.

«Entonces deberíamos subir y esperarlo allí.»

—No creo que sea una buena idea —dijo Nico, sin dejar de examinar la plaza de aparcamiento de Wes. Negándose a rendirse, Nico dio otra pasada por el aparcamiento. Sus ojos se entrecerraron y bajó el cristal de la ventanilla para ver mejor. La lluvia que caía sobre los coches aparcados sonaba en sus oídos como si un crío de diez años estuviese tocando el tambor.

Después de haber recorrido todo el aparcamiento, el Pontiac se dirigió finalmente al extremo por donde habían entrado.

«¿No sabes siquiera qué coche conduce?»

Nico redujo la velocidad, meneó la cabeza y abrió la puerta de su lado.

—No estoy buscando su coche.

«¿Qué estás…?»

El Pontiac no estaba aparcado del todo cuando Nico salió del coche, cruzó por delante de sus propios faros encendidos y se agachó para examinar el suelo. En el asfalto, unas marcas de neumáticos formaban dos «V» idénticas, parcialmente superpuestas justo fuera de una plaza de aparcamiento. Como si alguien se hubiese marchado a toda prisa.

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