El líbro del destino (53 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

—¿Y cuándo se tiene claro eso?

—Cuando se tiene claro eso —dijo Kassal, cojeando hacia sus estanterías y sacando unos libros del tamaño de unos listines telefónicos—, entonces se buscan las referencias.

Con un ruido seco dejó caer la pila de libros sobre la mesa.
Diccionario de símbolos e imágenes
, de Elsevier,
Enciclopedia de símbolos tradicionales, Guía de las imágenes religiosas
, de Franken,
El almanaque visual de los signos ocultos
, el
Manual de símbolos nativos americanos
, de Passer…

—Esto nos llevará algún tiempo, ¿verdad? —dijo Lisbeth, abriendo uno de los libros en un apartado titulado
«Multi ejes, cerradas, elementos blandos, líneas cruzadas»
. Las primeras páginas contenían cuatro entradas para
(con sus significados en matemáticas, genealogía y botánica) y seis listas para
y varios otros círculos superpuestos.

—Por supuesto, nos llevará algún tiempo —contestó Kassal, catalogando el resto de los símbolos que aparecían en el crucigrama—. ¿Por qué? ¿La están esperando…?

En ese momento, el móvil de Lisbeth comenzó a sonar con un pitido agudo. Lo abrió y estaba a punto de contestar cuando el identificador de llamadas le informó de quién la llamaba. Cerró el teléfono.

—¿Malas noticias? —preguntó Kassal, observando su reacción.

—No, es sólo… No, en absoluto —insistió ella mientras el teléfono volvía a sonar.

—Si usted lo dice —contestó Kassal encogiéndose de hombros—. Aunque por mi experiencia le diré que sólo hay dos tipos de malas noticias: las de los jefes y las de los novios.

—Sí, bueno… Éste es un problema diferente.

Pero cuando el teléfono sonó por tercera vez, Lisbeth no pudo seguir ignorando el hecho de que, si bien su libreta de notas sobresalía de su bolso, no había hecho ningún ademán de cogerlo. Por supuesto, eso no significaba que para ella fuese fácil. Pero después de casi una década tratando de convertir una historia de diez líneas en un titular de primera plana, bueno… algunas cosas eran más importantes que las primeras planas. Finalmente respondió a la llamada y preguntó:

—¿Wes? ¿Eres tú?

—Sí —contestó él, con una voz más lastimera que cuando vieron la cinta del tiroteo.

—¿Está todo bien?

—C… creo que no.

Al percibir el dolor en la voz de Wes, Lisbeth se volvió hacia Kassal.

—Vaya —dijo él, ajustándose nuevamente las gafas—. La llamaré en cuanto haya descubierto algo.

—¿Está…?

—… Vaya —insistió Kassal, fingiendo estar molesto—. De todos modos, las jóvenes pelirrojas sólo son una distracción.

Dándole las gracias con una inclinación de la cabeza y apuntando su número en un papel, Lisbeth corrió hacia la puerta.

—¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó a través del teléfono.

En el otro extremo de la línea, Wes finalmente resopló. Lisbeth no sabía si se trataba de alivio o excitación.

—Eso depende —contestó Wes—. ¿Cuánto tardarás en llegar a Woodlawn?

—¿Al cementerio Woodlawn? ¿Por qué allí?

—Porque allí es donde Boyle me ha pedido que me reúna con él. A las siete de la tarde. En su tumba.

94

Después de luchar con el intenso tráfico durante casi una hora, Rogo se desvió hacia la derecha, abandonando la autopista en la salida de Griffin Road en Fort Lauderdale.

—¿Sabes? Como tratas con multas de tráfico todos los días —dijo Dreidel, cogiéndose del tirador de la puerta—, creí que conducirías respetando las normas.

—Si nos ponen una multa, yo me encargaré —dijo Rogo fríamente, pisando el acelerador al llegar a la rampa de salida. Wes ya les llevaba demasiada ventaja. Ahora la prioridad era averiguar por qué Boyle visitó al doctor Eng en Florida la semana anterior al tiroteo.

—Es imposible que ese tío aún esté en su consulta —dijo Dreidel, echando un vistazo a su reloj—. Quiero decir, dime de algún médico que siga trabajando después de las cinco de la tarde —añadió con una risa nerviosa.

—Cierra la boca, ¿quieres? Ya casi hemos llegado.

Con un brusco giro a la izquierda que los llevó bajo el paso elevado de la I-95, el Toyota azul se dirigió hacia el oeste por Griffin, pasando frente a una cadena de tiendas de descuento, dos tiendas de todo a un dólar y un videoclub para adultos llamado «De AAA a XXX».

—Bonito vecindario —dijo Rogo cuando pasaron delante del cartel de neón verde y púrpura del «Fantasy Lounge».

—No es tanma…

Directamente por encima de sus cabezas un 747 rojo y blanco atronó el cielo al descender para aterrizar en el aeropuerto de Fort Lauderdale, que, a juzgar por la altura que llevaba el avión, se encontraba a un par de kilómetros por detrás.

—Tal vez al doctor Eng le gustan los alquileres baratos —dijo Dreidel mientras Rogo volvía a leer la dirección en la agenda de Boyle.

—Si tenemos suerte, quizá puedas preguntárselo personalmente —dijo Rogo señalando a través del parabrisas. Directamente delante de ellos, al lado de una funeraria, unas luces brillantes iluminaban un moderno edificio de oficinas de cuatro plantas, con puertas y ventanas de cristales mate. Una fina raya amarilla se extendía justo debajo de la línea del tejado.

2,678 Griffin Road.

95

Durante el primer año, Ron Boyle vivió asustado. Viajando de un país a otro… la operación en la nariz y los implantes en las mejillas… incluso el cambio en su acento que nunca acabó de funcionar. En la consulta del doctor Eng le dijeron que eso lo mantendría a salvo, que haría que su rastro resultase imposible de seguir. Pero eso no impidió que se incorporase de un salto en la cama cada vez que oía la puerta de un coche que se cerraba fuera de su motel o casa o pensión. Lo peor fue cuando una ristra de cohetes estalló en el exterior de una catedral cercana, una tradición en las bodas de Valencia, España. Naturalmente, Boyle sabía que no sería fácil, esconderse, dejar atrás a los amigos, a la familia… especialmente a la familia; pero también sabía qué estaba en juego. Y finalmente, cuando regresara, todo habría merecido la pena. A partir de ese punto, las justificaciones fueron cada vez más simples. A diferencia de su padre, él estaba haciendo frente a los problemas. Y por las noches, cuando cerraba los ojos, sabía que nadie podía culparlo por eso.

Al segundo año, mientras se adaptaba a la vida en España, el aislamiento lo afectó mucho más profundamente de lo que su cerebro de contable había calculado. A diferencia de su viejo amigo Manning, cuando Boyle abandonó la Casa Blanca nunca sufrió el síndrome de abstinencia de la fama. Pero la soledad… No tanto por su esposa, ya que su matrimonio se había terminado hacía varios años… pero al recordar el día en que su hija cumplió los dieciséis años, al imaginarla con su sonrisa sin aparatos en los dientes en la fotografía de su flamante permiso de conducir… esos días le pesaban. Días por los que Leland Manning tendría que responder.

En el tercer año ya se había acostumbrado a todos los trucos que le habían enseñado en la consulta del doctor Eng: caminar por las calles con la cabeza gacha, comprobar un par de veces la puerta principal de un edificio antes de entrar, incluso tener cuidado de no dejar propinas demasiado generosas para que los camareros o el personal de un restaurante no pudiesen recordarlo. Estaba, de hecho, tan acostumbrado que cometió su primer error: hablar de temas triviales con un compatriota mientras bebían unas horchatas en un bar de Valencia. En el momento en que ese hombre tardó en reaccionar ante un comentario superficial, Boyle supo que era un tío de la agencia. Presa del pánico, pero con el ánimo suficiente para acabarse la horchata, Boyle volvió directamente a su casa, metió sus cosas en dos maletas y se marchó de Valencia aquella misma noche.

En diciembre de aquel mismo año,
The New Yorker
publicó un artículo de portada acerca de ordenadores Blackbird, fabricados por Univar, en posesión de los gobiernos de Irán, Siria, Birmania y Sudán. Al tratarse de naciones terroristas que no podían importar artículos de Estados Unidos, esos países compraban los ordenadores a un oscuro traficante de Oriente Próximo. Pero lo que esos países no sabían era que Univar era una compañía que servía de fachada a la Agencia de Seguridad Nacional y que, seis meses después de que los ordenadores estuvieron en esos países, comenzaron a fallar al tiempo que enviaron a la ASN todo el contenido de sus discos duros mientras la información desaparecía del ordenador.

Pero como señalaba el artículo publicado por
The New Yorker
, durante la administración Manning, uno de los ordenadores Blackbird en Sudán no envió a la ASN la información almacenada en su disco duro. Ese Blackbird fue sacado del país y acabó finalmente en el mercado negro. El confidente que lo tenía en su poder quería seis millones de dólares para devolverlo a Estados Unidos. Pero los asesores de Manning, preocupados por la posibilidad de que se tratase de un timo, se negaron a pagar. Dos semanas antes de que la historia apareciera en las páginas de
The New Yorker
, Patrick Gould, el autor del artículo, murió por un aneurisma cerebral. La autopsia demostró que se debió a causas naturales.

Hacia el cuarto año, Boyle estaba escondido en una pequeña ciudad próxima a Londres, en un piso situado encima de una pastelería. Y mientras el olor a vainilla y almendras frescas lo despertaba cada mañana, la frustración y el arrepentimiento enterraron lentamente el miedo de Boyle. Esa situación no hizo más que agravarse cuando la Biblioteca Presidencial Manning se atrasó dos meses respecto a la fecha prevista para su inauguración, haciendo que su búsqueda de papeles, documentos y pruebas fuese mucho más difícil. No obstante, ello no significó que no tuviese dónde buscar. Se habían escrito libros y habían aparecido artículos en revistas y periódicos sobre Nico, el final de la presidencia de Manning y el ataque en la pista de carreras. Con cada uno de ellos Boyle revivía los sesenta y tres segundos que duró el tiroteo, al tiempo que el miedo regresaba, oprimiéndole el pecho y la cicatriz en la palma de la mano. No sólo por la violencia del ataque, o por la eficacia casi militar del mismo, sino por la audacia: en la pista de carreras, con las cámaras de televisión transmitiendo en directo, delante de millones de personas. Si Los Tres querían a Boyle muerto podrían haberlo esperado fuera de su casa y rajarle el cuello o provocarle un «aneurisma cerebral». Pero atacarlo en la pista de carreras, delante de todos esos testigos… Riesgos de ese calibre sólo merecían la pena si había un beneficio añadido.

El cuarto año fue también cuando Boyle empezó a escribir sus cartas. A su hija, a sus amigos, incluso a sus antiguos enemigos y a aquellos que no asistieron a su funeral. Haciendo preguntas, contando historias, cualquier cosa que le sirviese para sentir que existía esa relación con su auténtica vida, su vida pasada. Tomó la idea de una biografía del presidente Harry Truman, quien acostumbraba a escribir cartas mordaces a sus detractores. Al igual que hizo Truman, Boyle escribió centenares de esas cartas. Al igual que hizo Truman, jamás las envió.

En el quinto año, la esposa de Boyle volvió a casarse. Su hija comenzó la universidad en Columbia con una beca que llevaba el nombre de su difunto padre. Ninguna de esas noticias rompió el corazón de Boyle. Pero sin duda clavaron una espina en su espíritu. Poco después, como había estado haciendo desde el primer año, Boyle se encontró en un cibercafé, consultando las tarifas aéreas para regresar a Estados Unidos. En algunas ocasiones incluso había hecho la reserva del billete. Hacía tiempo que había planeado la manera en que se pondría en contacto con su hija, cómo se escabulliría… incluso de aquellos que sabía que siempre estaban vigilando. En ese momento era cuando las consecuencias lo devolvían a la realidad. Los Tres, Los Cuatro, como quiera que se hicieran llamar, ya habían… Boyle ni siquiera era capaz de pensar en ello. No volvería a arriesgarse. En cambio, cuando la Biblioteca Presidencial Manning abrió finalmente sus puertas, Boyle se lanzó de cabeza hacia los documentos de su pasado, enviando sus solicitudes por correo y buscando cualquier cosa que probase lo que sus tripas le habían estado diciendo durante años.

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