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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

El líbro del destino (62 page)

Ahora, cuando paso junto a una cripta de piedra envuelta en sombras, con puertas de cristales rojos y azules, las lágrimas vuelven a nublarme la vista. No es tristeza, ni miedo. Parpadeo y las lágrimas se deslizan por mis mejillas. Estas lágrimas son de rabia.

A mi izquierda, Lenore Manning frunce los labios como si fuera a silbar. Pero está a punto de decir mi nombre.

La miro fijamente para que entienda que no debe preocuparse.

Incluso en la penumbra que envuelve el cementerio, ella sigue siendo muy hábil para interpretar las expresiones de su personal. Y eso es lo que siempre he sido para ella. No alguien de la familia. Tampoco un amigo. Ni siquiera un cachorro herido que uno lleva a casa para lavar la conciencia de otras malas acciones cometidas en la vida. Aunque es duro reconocerlo, nunca he sido nada más que un miembro de su personal.

Tengo ganas de gritar, insultar, por lo que ella me hizo. Pero no es necesario. Cuanto más cerca estoy de ella, más claramente puede verlo con sus propios ojos. Lo llevo grabado en la cara.

Durante un segundo sus cejas se inclinan. Luego retrocede un paso y baja el paraguas para que no pueda verle el rostro. Lo tomo como una victoria. Lenore Manning se ha enfrentado a casi todo, pero en este momento no puede mirarme a la cara.

Meneo la cabeza y me vuelvo hacia El Romano, que ahora está a menos de diez metros.

—Sigue andando —dice.

Me detengo. A mi derecha, entre dos grandes lápidas, Lisbeth está de rodillas, acunando su mano herida contra el pecho. Bajo la escasa luz alcanzo a ver que tiene el pelo empapado y el ojo izquierdo herido e hinchado. Ya casi he llegado.

—Lo siento —balbucea, como si fuese su culpa.

—¡He dicho que sigas andando! —insiste El Romano.

—¡No lo hagas! —interrumpe Lisbeth—. Te matará.

El Romano no discute.

—Prométame que dejará que se marche —digo.

—Por supuesto —contesta El Romano.

—¡Wes! —grita Lisbeth con la respiración agitada. Es todo lo que puede hacer para no desmayarse.

No se oyen sirenas a lo lejos, nadie acude corriendo al rescate. A partir de ahora, la única manera de que Lisbeth salga con vida de aquí es si yo sigo avanzando e intento llegar a un trato.

El sonido del tren se acerca. Oigo un susurro por encima del hombro. Me vuelvo para seguir la dirección de sonido, pero lo único que veo es mi propio reflejo en las puertas de la cripta. En su interior, detrás de los cristales, me parece ver algo que se mueve.

—¿Oyes fantasmas? —se burla El Romano.

El susurro se vuelve más fuerte y continúo avanzando hacia El Romano por el sendero de piedra. Apenas nos separan cinco metros. La lluvia cae con menos fuerza cuando alcanzo la protección de la frondosa copa del árbol. Sus zarcillos cuelgan como los dedos de un titiritero. Estoy tan cerca ahora que puedo ver el cuerpo tembloroso de Lisbeth, y el dedo meñique de la primera dama moviendo la cinta del paraguas, y el percutor de la pistola que sostiene El Romano cuando la amartilla con el pulgar.

—Perfecto —dice con una sonrisa burlona. Antes de que tenga tiempo de reaccionar, se vuelve de lado y levanta la pistola. Directamente al corazón de Lisbeth.

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—¡No… no lo haga! —grito y echo a correr.

Se oye un zumbido que corta el aire. Pero no ha salido de la pistola de El Romano, sino de detrás de mí.

Antes de que pueda darme cuenta de lo que está ocurriendo, un chorro de sangre brota de la mano derecha de El Romano, justo por debajo de los nudillos. Le han disparado. La pistola sale volando a causa del impacto.

Con el rabillo del ojo veo que Lisbeth se da una palmada en el hombro como si estuviese aplastando un mosquito. Y veo también algo oscuro —sangre— que se filtra entre sus dedos, como el agua de las paredes agrietadas de un pozo. Aparta la mano del hombro y la sostiene delante de los ojos. Cuando ve la sangre, palidece y sus ojos se ponen en blanco. Se ha desmayado.

—¡Mierda, mierda, mierda! —grita El Romano, inclinado hacia adelante, sacudiéndose violentamente y apretando la mano derecha herida contra el pecho. La primera dama echa a correr hacia la entrada principal del cementerio y, unos segundos después, desaparece en la oscuridad. El Romano no puede hacer nada para detenerla. En el dorso de la mano, el orificio no es más grande que una moneda. Pero la firma del estigma es inconfundible.

—¡Me mintió! ¡Él es un ángel! —grita Nico entre los arbustos. Avanza hacia nosotros en la oscuridad, con la pistola preparada para el tiro de gracia. Sólo se puede ver su silueta. No veo su rostro, pero su brazo está más firme que nunca.

—¡Te… te irás al infierno! —susurra El Romano mientras recita ansiosamente su propio Avemaría—. Como Judas, Nico. Tú eres Judas ahora.

Por la forma en que Nico encoge el cuerpo, es evidente que oye las palabras de El Romano. Pero eso no aminora su paso.

—¡Las leyes de Dios duran más que aquellos que las quebrantan! —insiste mientras cobra fuerza—. ¡Su destino está reescrito! —Nico coge las cuentas del rosario con una mano y apunta la pistola con la otra.

—¡Nico, piensa en tu madre! —implora El Romano.

Nico asiente mientras las lágrimas vuelven a rodar por sus mejillas.

—Eso hago —dice, pero cuando apunta la pistola hacia El Romano se oye un ruido intenso que llega de la valla del cementerio. Un tren de pasajeros plateado irrumpe de pronto en las vías moviéndose tan velozmente que parece haber surgido de la nada. El ruido metálico es ensordecedor. Siento que mis oídos estallan a causa del súbito vacío en el aire. Para Nico es cincuenta veces peor.

Intenta luchar contra ello, apretando los dientes mientras tensa el dedo en el gatillo. Pero el ruido es excesivo para él. Su brazo tiembla durante un instante, dispara y, cuando la bala pasa rozando el hombro de El Romano, arranca un pedazo de corteza de un árbol cercano. Nico ha fallado el tiro.

Una sonrisa siniestra regresa al rostro de El Romano. Apenas capaz de sostener la pistola con la mano derecha, aparta el paraguas y cambia el arma a la mano vendada. Por la forma en que tiembla su puño derecho es evidente que el dolor es intenso. Pero no parece importarle. Cuadra los hombros. Sus rodillas están firmes. Cuando levanta la pistola y apunta, yo ya estoy corriendo hacia él. Y también Nico, quien se encuentra a unos cinco metros detrás de mí.

El Romano tiene tiempo para hacer un solo disparo. No hay duda de quién es más peligroso.

¡Bang!

Cuando el disparo estalla en el arma de El Romano, el sonido es ahogado por el tren que aún está pasando por detrás del cementerio. A mi espalda, justo por encima de mi hombro derecho, se oye un gemido gutural cuando Nico es alcanzado en el pecho. Aun así continúa su carrera hacia nosotros. Pero no llega muy lejos. Dos o tres pasos más adelante tropieza y sus ojos se abren como platos. Tambaleándose, Nico cae de frente sobre la tierra mojada. A mitad de la caída, el rosario vuela de su mano. No volverá a levantarse.

Cuando Nico choca contra el suelo, El Romano vuelve la pistola hacia mí. Yo estoy corriendo muy de prisa y choco contra él como si fuese uno de esos aparatos para practicar el placaje en rugby, colocando mis brazos alrededor de sus hombros mientras lo embisto. El impacto lo lanza trastabillando hacia la izquierda. Ante mi sorpresa, El Romano parece llevar una placa metálica en el pecho. Lo aprendió de Boyle. Un chaleco antibalas. La buena noticia es que está debilitado por el disparo que ha recibido en la mano. Tropezamos con su paraguas. Me aferró a su pecho y monto sobre él como un leñador sobre un árbol caído.

Cuando chocamos contra el suelo, su pistola sale volando de su mano. Su espalda golpea con una raíz que sobresale de la tierra y su nunca choca contra una piedra. El chaleco antibalas lo ayuda con su espalda, pero su rostro se contrae de dolor cuando la piedra le abre el cuero cabelludo.

Hundo la rodilla en su estómago y, cogiéndole del cuello de la camisa con la mano izquierda, lo atraigo hacia mí y lo golpeo con todas mis fuerzas con el puño derecho encima del ojo. Su cabeza vuelve a chocar contra la piedra dentada y un pequeño corte se abre en su ceja izquierda. El Romano aprieta los dientes por el dolor y cierra los ojos para protegerlos. Con la adrenalina corriendo por las venas, lo golpeo otra vez y el corte se vuelve más grande y más rojo.

El verdadero daño, sin embargo, lo provoca la piedra que hay debajo de su cabeza. Cada uno de mis golpes va acompañado de un ruido desagradable cuando la piedra penetra a través de su pelo negro. El Romano se lleva la mano vendada a la cabeza tratando de protegerse de la piedra.

Negándome a abandonar, vuelvo a golpearlo. Y otra vez. Ésta es por todas las operaciones. Y por haber tenido que aprender a masticar con el lado izquierdo de la boca. Y por no ser ya capaz de absorber líquidos…

Debajo de mí, El Romano coloca la mano vendada entre su cabeza y la piedra. En ese momento, con el brazo alzado en el aire a punto de descargar un nuevo golpe, me doy cuenta de que no está protegiendo su cabeza de la piedra. La está cogiendo.

Oh, mierda.

Vuelvo a golpearlo tan fuerte como puedo. El Romano mueve el brazo izquierdo como si fuese un bate de béisbol. Lleva la piedra gris y dentada apretada en su puño. Yo soy rápido. Él lo es más.

El borde irregular de la piedra me alcanza en la barbilla como una navaja, haciendo que caiga hacia la derecha de medio lado. Saboreando la victoria, El Romano casi se ha puesto en pie. Yo me levanto lo más rápido que puedo, tratando de alejarme de allí antes de que…

El Romano vuelve a atizarme con la piedra. Es también un golpe sólido que me alcanza en la nuca. Siento cada milímetro de su superficie. Mientras me tambaleo hacia adelante, mi visión se vuelve borrosa. «No te desmayes.»

Caigo de rodillas y las diminutas piedras del sendero se me clavan en las palmas. El Romano está justo detrás de mí. Respira agitadamente por la nariz. Sus pasos resuenan en el sendero mojado, va levantando piedrecillas a mi espalda.

—¡Estás…! —Me coge por la parte de atrás de la camisa. Intento correr, pero tira de mí con fuerza—. ¡Estás jodidamente muerto! —ruge, haciéndome girar como un lanzador de martillo olímpico y arrojándome de espaldas hacia la cripta de piedra con los barrotes de hierro forjado que protegen los cristales rojos y azules de las puertas. Si choco contra los barrotes a esta velocidad…

Cuando mi columna vertebral impacta contra ellos se oye un crujido estremecedor. Media docena de cristales se hacen añicos como luces de Navidad, uno en mi cabeza. En la nuca siento algo húmedo y caliente. Si puedo sentirlo es que estoy sangrando mucho.

Cuando El Romano vuele a cogerme de la camisa y tira de mí hacia él, mi cuello queda flácido y la cabeza me cae hacia atrás. La lluvia cae a cámara lenta, millones de agujas de pino plateadas. Mi visión vuelve a nublarse. El cielo se disuelve en…

—Nnnnnnnnnn —me oigo decir, luchando para no perder el conocimiento mientras me arrastra lejos de la cripta. El Romano mira a su alrededor durante un momento sin soltar la pechera de mi camisa. Lisbeth está inconsciente. La primera dama se ha largado. Nico ha caído. Cualquiera que fuese el plan que había previsto, El Romano ahora debe improvisar. Sus ojos examinan el… Entonces lo ve.

Tira de mí con fuerza y trastabillo. Agarrándome la cabeza con una llave, el Romano me lleva a través del sendero de piedra como a un perro al que arrastran fuera del comedor. La forma en que su muñeca carnosa me atenaza la garganta casi me impide respirar. Trato de clavar los talones, pero hace rato que las fuerzas me han abandonado. Aun así, hasta que no cruzamos el sendero de piedra no descubro adonde me lleva. Detrás de dos lápidas gemelas de piedra gris de un matrimonio se extiende un pequeño trozo de hierba que posee un brillo un poco más verde que el resto de las parcelas mohosas que hay alrededor. En el borde inferior de ese trozo de terreno, una parte de la hierba aparece arrugada. Como una alfombra. Oh, Dios. Es césped artificial. El Romano me está arrastrando hacia… Eso es una tumba recién excavada.

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Mientras me arrastra hacia el hoyo abierto en la tierra, trato de retroceder, casi vomitando la nuez de Adán. El Romano presiona con más fuerza mi cabeza bajo su brazo, llevándome hacia el agujero.

—¡Suélteme! —grito, clavándole las uñas en el brazo y tratando de liberar mi cuello. Pero no hace caso y aprieta más la llave. Mientras mis pies se deslizan fuera del sendero de piedra, en dirección a las tumbas con las lápidas gemelas del matrimonio, mis brazos y piernas se sacuden sin control buscando algún punto de apoyo. Al llegar a la base de las lápidas de piedra consigo coger una de las ramas de un arbusto cercano. Intento aterrarme a ella, pero nos estamos moviendo tan de prisa que el delgado tallo de madera se clava en mi palma. El dolor es muy intenso. Con un gruñido final, El Romano me suelta al tiempo que me empuja hacia adelante.

La tumba recién abierta está delante de mí, pero me lanzo hacia la izquierda y me aferró a una de las lápidas gemelas. Mis dedos trepan como tarántulas por el frente de piedra.

El Romano, presa de la furia, aumenta la presión de su brazo en mi cuello. Siento el rostro bañado en sangre. Pero me resisto a soltar la lápida. El Romano aplica más fuerza y mis dedos comienzan a deslizarse por la piedra. La esquina afilada de granito de la lápida raspa la parte interna de mi antebrazo. El Romano tira con tanta fuerza que tengo la sensación de que me está separando la cabeza del tronco. Mi hombro parece estar en llamas. Las puntas de los dedos empiezan a separarse de la piedra. El granito está resbaladizo a causa de la lluvia.

El Romano estira la pierna hasta la base de la tumba que se abre detrás de nosotros y aparta la cubierta de césped sintético. Alzo la vista sólo lo suficiente para ver el agujero de dos metros de profundidad y las paredes de tierra.

Clavo los dedos en las letras grabadas en la lápida pero no sirve de nada.

La mano derecha de El Romano está empapada en sangre, inservible como consecuencia del disparo de Nico. Pero él sabe lo que está en juego. Inclinándose hacia adelante y apretando aún más la llave que me tiene sujeta la cabeza, apoya todo su peso. Mis pies comienzan a resbalar lentamente sobre la hierba. Trato de respirar pero no lo consigo… la presión en la garganta es demasiado fuerte. Tengo el brazo entumecido. Mis dedos comienzan a temblar. La oscuridad vuelve a cercarme desde ambos lados. «Por favor, Dios, cuida de mi madre y…»

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