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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

El líbro del destino (64 page)

—¿Wes, verdad? —pregunta un agente negro con la cabeza rapada cuando abre la puerta y me hace pasar. La mayoría de los días no hay agentes apostados dentro de la casa. Hoy es diferente—. Lo está esperando en la biblioteca, de modo que si quiere seguirme…

—Sé dónde está la biblioteca —digo, apartándome para pasar.

Pero él da un paso para bloquearme el paso.

—Estoy seguro de que sí —dice con una sonrisa falsa. Al igual que los agentes que están en el exterior de la casa, lleva traje y corbata, pero el micrófono en la solapa de la chaqueta… casi lo paso por alto. Es más pequeño que un guisante plateado. No les proporcionan esa clase de artilugios a los agentes que protegen a un ex presidente. Quienquiera que sea este tío, no pertenece a la oficina de Orlando. Viene directamente de Washington—. Si quiere seguirme…

El agente da media vuelta y me conduce a través del pasillo central hacia la sala de estar, pasando junto al sofá tapizado de terciopelo dorado donde ayer descansaban los juegos de ojos de vidrio de Leland Manning del Museo Tussaud.

—Aquí estamos —añade el agente, deteniéndose ante las puertas cristaleras—. Estaré allí —dice, señalando el pasillo principal. No pretende ser un comentario tranquilizador.

Mientras observo cómo se aleja, me muerdo la carne muerta del interior de mi mejilla y apoyo la mano en el tirador de latón en forma de águila. Pero apenas si lo rozo cuando el tirador gira y alguien abre la puerta desde dentro. Estaba tan concentrado mirando al agente del Servicio Secreto que no lo había visto. Nuestras miradas se encuentran al instante. En esta ocasión, sin embargo, al ver sus ojos castaños con las pinceladas de azul mi estómago no se revuelve. Y él no echa a correr.

De pie en el vano de la puerta y rascándose la pelusilla que cubre su cabeza, Boyle fuerza una sonrisa que no resulta convincente. Por lo que Rogo me contó anoche, debí suponer que lo encontraría aquí. Estúpido de mí, sin embargo, llegué a pensar que yo sería el primero. Pero ése ha sido siempre el problema cuando se trata del presidente.

Avanzando un paso y cerrando la puerta detrás de mí, Boyle me bloquea el paso más descaradamente incluso que el agente negro.

—Escucha, Wes, ¿tienes… eh… tienes un segundo?

El presidente me espera en la biblioteca. Pero, por primera vez desde que entré a servir a Leland Manning, bueno, por una vez… puede esperar.

—Por supuesto —contesto.

Boyle me lo agradece con un leve asentimiento y se rasca la mejilla. Esto es muy difícil para él.

—Tendrías que ponerte una compresa caliente —dice. Al ver mi confusión, añade—: En el ojo. Todo el mundo dice que el frío es mejor, pero al día siguiente lo mejor es aplicar calor.

Me encojo de hombros, indiferente ante mi aspecto físico.

—Por cierto, ¿cómo está tu amiga? —pregunta Boyle.

—¿Mi amiga?

—La periodista. Me enteré de que le habían disparado.

—¿Lisbeth? Sí, recibió un par de balazos —digo, observando los rasgos afilados de Boyle—. El de la mano fue el peor.

Boyle asiente, mirando la cicatriz redonda que tiene en el centro de su palma. Sin embargo, no se entretiene en ella.

—Wes, yo… lamento haber tenido que ocultarte lo que pasaba. En Malasia, cuando estaba tratando de ver a Manning… Todos estos años, pensaba que él quizá me había traicionado, que tal vez él era El Cuarto. Entonces cuando encontré el crucigrama y descubrí que era ella… y luego cuando te vi a ti… me asusté. Y cuando O'Shea y Micah empezaron a seguirte…

Boyle espera a que yo complete el pensamiento, que le recrimine a gritos por haberme utilizado como cebo estos últimos días. Que lo culpe por las mentiras, por el enorme engaño, por cada gramo de culpa que depositó sobre mis hombros durante ocho años. Pero cuando lo miro… cuando veo las profundas ojeras y la arruga de dolor grabada en su frente… Anoche Ron Boyle ganó. Los atrapó a todos, El Romano, Micah y O'Shea…, incluso a la primera dama. Pero ahora resulta doloroso verlo, mientras se humedece nerviosamente los labios. En sus rasgos no hay alegría, ninguna señal de victoria en su rostro. Ocho años después de que comenzó su pesadilla, todo lo que queda es un hombre envejecido, operado de la nariz y la barbilla, un vacío inquietante en los ojos y una incesante necesidad de seguir controlando cada puerta y cada ventana, algo que hace por tercera vez desde que hemos comenzado a hablar.

Sufrir es malo. Sufrir solo es mucho peor.

Mi mandíbula se pone tensa mientras trato de encontrar las palabras para contestarle.

—Escucha, Ron…

—Wes, no te apiades de mí.

—Yo no…

—Lo estás haciendo —insiste—. Estoy delante de ti y sigues comportándote como si estuviese muerto. Puedo verlo en tu cara.

Boyle está hablando de mis ojos llenos de lágrimas. Pero su interpretación no es correcta. Meneo la cabeza e intento explicarle por qué, pero es como si tuviese las palabras grapadas en la garganta.

Añade algo más para hacer que me sienta mejor pero no logro oírlo. Lo único que puedo oír son las palabras que tengo atravesadas en la garganta. Las palabras que he ensayado en mis sueños anoche, todas las noches, y ante el espejo todas las mañanas, sabiendo perfectamente que nunca conseguirán despegarse de mis labios. Hasta este momento.

Hago un esfuerzo para tragar y vuelvo a oír el griterío de la multitud aquel día en la pista de carreras. Todo el mundo es feliz, todo el mundo saluda, hasta que pop, pop, pop, allí está, el grito en do menor cuando se cierran las puertas de la ambulancia. Vuelvo a tragar con dificultad y por fin, lentamente, los gritos comienzan a debilitarse cuando las primeras sílabas salen de mi boca.

—Ron —empiezo a decir, ya jadeando—. Yo… yo…

—Wes, no tienes que…

Muevo la cabeza y lo interrumpo. Está equivocado. Tengo que hacerlo. Y después de casi una década, mientras las lágrimas caen por mis mejillas, finalmente tengo mi oportunidad.

—Ron, yo… lamento haberte metido en la limusina aquel día —le digo—. Sé que es estúpido, pero necesito que sepas que lo siento, ¿de acuerdo? Lo siento, Ron —repito mientras mi voz se quiebra y las lágrimas gotean de mi barbilla—. Lamento haberte metido allí.

Delante de mí, Boyle no contesta. Sus hombros se elevan y, por un momento, se parece al viejo Boyle que me gritó aquel caluroso día de julio. Mientras me seco las lágrimas, él sigue mirándome fijamente sin decir nada. No puedo interpretar su expresión. Sobre todo porque no quiere que lo haga. Pero incluso las mejores fachadas se resquebrajan con el tiempo.

Boyle se frota la nariz y trata de ocultarlo, pero aun así puedo ver el temblor de su mejilla y el arco acongojado de sus cejas.

—Wes —dice finalmente—, no importa en qué coche me hicieras subir, aquella bala iba a mi pecho.

Alzo la vista y sigo luchando para recuperar el aliento. A lo largo de todos estos años, mi madre, Rogo, mis loqueros, Manning, incluso el investigador en jefe del Servicio Secreto, me dijeron exactamente lo mismo. Pero necesitaba escucharlo de labios de Ron Boyle.

En pocos segundos, una sonrisa vacilante se extiende por mi rostro. Alcanzo a ver mi propio reflejo en los paneles de vidrio de la puerta doble. La sonrisa es torcida, quebrada y sólo levanta una de las mejillas. Pero eso es mucho.

Es decir, hasta que percibo el movimiento fugaz y la pose familiar al otro lado del cristal. El tirador de latón vuelve a girar y la puerta se abre, detrás de la espalda de Boyle. Ron se vuelve y yo levanto la vista. Destacando por encima de ambos, el presidente Manning asoma la cabeza y la mueve hacia mí en un torpe saludo. Su mata de pelo gris está apenas lo suficientemente apagada como para que me dé cuenta de que no se ha lavado la cabeza; el blanco de los ojos está inyectado en sangre. Su esposa murió anoche. Manning no ha dormido ni diez minutos.

—Debo marcharme —dice Boyle. Por lo que he oído anoche, echa la culpa de su muerte y reaparición a Nico y a Los Tres, no a Los Cuatro. Sólo por eso, Manning lo convertirá en un héroe. No estoy seguro de culparlo, pero como Manning sabe muy bien, yo trato las cosas de forma diferente a Boyle.

Antes de que pueda hablar, Boyle pasa junto a mí, me palmea el hombro y abandona la habitación como si se fuese a almorzar. El problema es que yo soy quien está a punto de ser comido.

La mayoría de los días, Manning simplemente regresaría a la biblioteca esperando que yo lo siguiera. Hoy, abre la puerta y me hace señas de que entre.

—Por fin has llegado, Wes —dice el presidente—. Empezaba a preocuparme que no vinieras.

115

—Quiero que sepas que te agradezco que hayas venido tan temprano, Wes.

—Quise venir anoche.

Asintiendo levemente e indicándome que me siente frente a su escritorio, Manning me da la espalda y mira las fotos enmarcadas y los libros encuadernados en piel que se alinean en las estanterías de arce empotradas que nos rodean por los cuatro costados. Hay fotos de él con el papa, con los dos presidentes Bush, con Clinton, con Cárter e incluso con un niño de ocho años de Eritrea, que pesaba apenas diez kilos cuando Manning lo conoció durante uno de nuestros primeros viajes al extranjero. A diferencia de su despacho, donde cubrimos con ellas las paredes, en su casa sólo exhibe las fotografías que más quiere, las de sus mayores éxitos personales, pero no es hasta que me siento en el sillón Queen Anne que me doy cuenta de que la única fotografía que hay encima del escritorio es una en la que sólo aparecen su esposa y él.

—Señor, siento lo de…

—El funeral se celebrará el miércoles —dice, examinando aún los estantes como si allí, entre los premios a la paz, los ladrillos del Hanói Hilton y las huellas del Muro de las Lamentaciones, se escondiese alguna respuesta brillante.

Delante de él, en el borde del escritorio, hay un vaciado en bronce del puño de Abraham Lincoln.

—Nos gustaría que tú fueses uno de los que portará el féretro, Wes.

Manning sigue de espaldas a mí. Por cómo le cuesta hablar, veo lo duro que es esto para él. La forma en que le tiembla la mano cuando la mete en el bolsillo me muestra lo mismo. Como presidente, Leland Manning enterró a trescientos dos soldados norteamericanos, nueve jefes de Estado, dos senadores y un papa. Nada de eso lo preparó para enterrar a su esposa.

—¿Portar el féretro? —pregunté.

—Fue lo que ella pidió —dice Manning, tratando de recobrarse—. Lo dejó por escrito.

Cuando un presidente y una primera dama abandonan la Casa Blanca, como si no estuviesen bastante deprimidos, una de las primeras cosas que se ven obligados a hacer es disponer los arreglos necesarios para sus funerales. Los funerales de Estado son acontecimientos de carácter nacional que deben ser organizados en unas pocas horas, casi siempre sin ningún aviso previo, que es la razón por la que el Pentágono le proporciona al presidente una lista de disposiciones acerca de todos los detalles luctuosos: si quieres yacer en capilla ardiente en el Capitolio, si quieres una exposición pública, si quieres que te entierren en tu biblioteca o en Arlington, cuántos amigos, familiares y dignatarios deben asistir, quién debe encargarse de las oraciones de alabanza, a quién no debería invitarse y, por supuesto, quiénes deben ser los encargados de portar el féretro hasta su última morada.

En una ocasión, incluso enviaron a la guardia militar de honor a la Biblioteca Manning para ensayar el traslado del féretro que, con el tiempo, ocuparía. Aquel día traté de que Manning no acudiese a su despacho. Pero allí estaba, observando desde su ventana mientras trasladaban el féretro cargado con peso y cubierto con la bandera hasta el Jardín de la Meditación, situado en la parte posterior.

—Parezco muy pesado —había bromeado, tratando de restarle importancia al asunto. Aun así, se mantuvo en silencio mientras pasaban por debajo de la ventana. Ahora está más silencioso.

—Señor presidente, no estoy seguro de que siga siendo una buena idea. Después de lo sucedido anoche…

—Ésa fue su decisión, Wes. Lo sabes. Su decisión y también su ruina —dice y su voz vuelve a quebrarse. Está haciendo un enorme esfuerzo por mostrarse fuerte, por ser el León, pero puedo ver que está aferrando el respaldo de su sillón de cuero con fuerza. No importa la forma en que haya sucedido todo, sigue siendo su esposa. Manteniendo el caparazón del hombre que solía conocer, Manning suspira y se sienta. Ambos permanecemos sentados y en silencio, contemplando el puño de Lincoln.

—¿El Servicio Secreto ha dicho algo acerca de Nico? —pregunto por fin.

—Sus huellas dactilares estaban por todo el coche. La sangre del asiento trasero era de él. No hay ninguna duda de que fue él quien apretó el gatillo. Pero en cuanto a su paradero actual, aún están buscándolo —me explica—. No obstante, si estás preocupado por la posibilidad de que venga a por ti, ya le he pedido al Servicio Secreto que…

—Nico no vendrá a por mí. Ya no.

Manning me mira.

—O sea, que en el cementerio… ¿hablaste con él?

—Sí.

—¿Hiciste las paces con él?

—¿Las paces? No. Pero… —Hago una pausa para pensar en ello—. No regresará.

—Bien. Me alegro por ti, Wes. Te mereces un poco de paz.

Manning es muy generoso al decir eso, pero no hay duda de que su mente está muy lejos de aquí. Eso está bien. La mía también está en otra parte.

—Señor, sé que tal vez éste no sea el mejor momento, pero me estaba preguntando si podría… —me interrumpo al tiempo que me recuerdo a mí mismo que no necesito su autorización. Alzo la vista del puño de bronce de Lincoln—. Me gustaría hablarle de mi situación.

—¿Qué situación?

—Mi trabajo, señor presidente.

—Por supuesto, por supuesto… No… por supuesto —contesta, claramente desprevenido.

—Pensé que dadas las circunstancias…

—No tienes que decir nada, Wes. No importa cuál haya sido el resultado final, sigues formando parte de la familia. De modo que si te estás preguntando si el empleo es aún tuyo…

—En realidad, señor presidente, estaba pensando que ha llegado el momento de seguir mi camino.

Nuestras miradas se encuentran pero él no parpadea. Creo que está más sorprendido por el hecho de que no se trata de una pregunta.

Finalmente me ofrece una risa breve y suave.

—Bien por ti, Wes —dice—. ¿Sabes? He estado esperando mucho tiempo oír esas palabras.

—Quiero que sepa que se lo agradezco, señor.

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