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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

El líbro del destino (61 page)

—Yo no elegí esta vida. Los Tres me eligieron a mí. Y una vez que eso sucedió, una vez que me apartaron para quedarse con la primera dama, ésta era la única manera de mantener a mi esposa y a mis hijos, mis dos hijos, con vida.

—Aun así podrías…

—¿Podría haber hecho qué? ¿Vivir oculto con mi familia? ¿Ponerlos a todos en peligro y esperar que no sucediera lo peor? El único lugar absolutamente inexpugnable es aquel en el que nadie sabe que te has ocultado. Además, Los Tres se han servido de nuestras principales agencias de seguridad, utilizado en su provecho nuestras bases de datos y acumulado miles de dólares a cambio de información confidencial relacionada con ataques terroristas… todo ello sin que nosotros supiésemos quién coño eran esos tíos.

—Hasta hace dos días, cuando les entró el pánico y fueron a por Wes.

—A ellos no les entró el pánico —dijo Boyle mientras pisaba lentamente el freno.

Dos manzanas más adelante, los tres carriles de Griffin Road se convertían en uno. Algo estaba bloqueando la calle.

—¿Están haciendo obras? —preguntó Boyle, estirando la cabeza y tratando de ver algo en la oscuridad.

—Creo que se trata de un accidente.

—¿Estás seguro?

—¿Eso de ahí no es una ambulancia?

Boyle asintió cuando los vehículos aparecieron ante ellos, una ambulancia, una grúa y un coche plateado volcado sobre un lado a resultas de la colisión. Boyle miró hacia la izquierda, examinando las calles laterales.

—¿Ocurre algo? —preguntó Rogo.

—Sólo soy precavido. —Siguiendo con la misma línea de pensamiento, añadió—: En cualquier caso, Los Tres no se asustaron. Se volvieron avariciosos, gracias sobre todo a El Romano.

—De modo que lo que la primera dama le contó a Wes era verdad —dijo Rogo—. Que ellos comenzaron proporcionando pequeños soplos y luego utilizaron esa información para crearse una imagen de credibilidad hasta que pudiesen dar con la madre de todas las amenazas y pedir un pago millonario para retirarse.

—No, no, no. ¿No lo ves? —preguntó Boyle, saliendo de la cola de vehículos y volviendo a comprobar cuál era la causa del accidente. Pero todo parecía normal. Ambulancia, grúa, coche plateado siniestrado. Boyle abrió el compartimento que había entre ambos, inspeccionó una pequeña caja del tamaño de una cinta de vídeo y volvió a cerrarla rápidamente. Intentó ocultarla con el codo, pero Rogo alcanzó a ver la palabra «Hornady» escrita con grandes letras rojas en un lado de la caja. Reconoció al instante el logotipo de los cartuchos de caza que utilizaba su padre. Cartuchos Hornady—. Una vez que establecieron a El Romano como un confidente sólido y fiable, ni siquiera necesitaban la gran amenaza terrorista. ¿Por qué piensas que a la gente le preocupa tanto que las agencias de seguridad trabajen juntas? El Romano suministraba su información al Servicio Secreto, luego Micah y O'Shea volvían a proporcionarla desde sus puestos en la CIA y el FBI. Cada uno de ellos confirmaba la información de los otros. Así es como se comprueba a los confidentes: verificas la información con alguien más. Y una vez que las tres agencias se ponen de acuerdo, bueno, la ficción se convierte en realidad. Es como esa amenaza de bomba en el metro de Nueva York hace unos años: en ella no había un gramo de verdad, pero al confidente le pagaron de todos modos. Y, a todo esto, ¿ésta es la única manera de llegar a la I-95?

Rogo asintió y enarcó una ceja.

—No lo entiendo… ¿lo inventaron todo?

—Al principio, no. Pero una vez que construyeron esa reputación para El Romano, podían dar soplos falsos junto con buenos y ganar un poco más de dinero. Y en cuanto al gran golpe… ¿crees acaso que los soplos de seis millones caen simplemente en tu regazo?

—Pero para inventarse algo tan grande…

—Es como hacer desaparecer la Estatua de la Libertad. Es la clase de truco que realizas una sola vez, y luego desapareces hasta que el polvo se haya asentado. De modo que cuando su primer intento…

—Blackbird…

—… cuando apareció Blackbird, fue perfecto: tener como rehén un ordenador y recoger la pasta. Se podía conseguir un montón de dinero, pero a diferencia de predecir que un gran edificio estaba a punto de saltar en pedazos, no habría ninguna sospecha o sanción si la Casa Blanca decidía no pagar. Entonces, cuando la operación Blackbird fracasó y nosotros no pagamos, ellos fueron lo bastante listos como para darse cuenta de que necesitaban a alguien dentro de la Casa Blanca para asegurarse de que su siguiente petición tuviese éxito.

—Fue entonces cuando se pusieron en contacto contigo y te amenazaron.

—Cuando se pusieron en contacto conmigo y me amenazaron, y cuando intentaron un acercamiento más delicado con alguien que tenía más poder.

—Pero suponer que tú o la primera dama aceptaríais la propuesta, o que podríais conseguir seis millones de pavos…

—¿Has ido de pesca alguna vez, Rogo? A veces, lo mejor es lanzar unas cuantas cañas y ver qué pez pica. Ésa fue la única razón de que se acercaran a nosotros dos. Y aunque ella lo negará toda la vida (de hecho, es probable que ella probablemente crea que no hizo nada malo), la primera dama fue la que nadó hacia el anzuelo —explicó Boyle—. Y en cuanto a conseguir sus siguientes seis millones, sólo tienes que echar un vistazo a la historia de la Casa Blanca. Las personas más poderosas no son las que ostentan los grandes títulos. Son las que cuentan con la confianza del presidente. Yo tuve esa confianza desde los veintitrés años. La única persona que me superaba en ese terreno es la mujer con la que se casó. Cualquier cosa que Los Tres presentasen (si ella tenía influencia en ello y pensaba que los ayudaría en cuestiones de seguridad) hubiese salido adelante.

—Sin embargo, no lo entiendo. Una vez que Blackbird fue descartado, ¿ellos no necesitaban conseguir al menos algún resultado antes de volver a hacer una petición semejante?

—¿Qué piensas que era yo? —preguntó Boyle.

Rogo se volvió hacia la izquierda pero no dijo nada.

—Rogo, para que el timo del aceite de curalotodo tenga éxito, la gente sólo necesita ver que la cura surte efecto una vez. Y eso fue lo que Los Tres les dieron… dos balas en mi pecho.

Irguiéndose en el asiento, Rogo continuó estudiando a Boyle, quien miraba fijamente las puertas abiertas de la ambulancia que estaba a menos de un coche de distancia.

—Veinte minutos antes del tiroteo, al sitio web del Servicio Secreto llegó el soplo acerca de un hombre llamado Nico Hadrian que planeaba asesinar al presidente Manning cuando saliera de la limusina en la pista de carreras de Daytona. Lo firmaba El Romano. A partir de aquel momento, cualquier cosa que les suministrara, especialmente si estaba confirmada por el FBI y la CIA… Bueno, tú conoces el mundo paranoico en el que vivimos. Olvídate de las ventas de drogas y armas. La información es el opio de las masas militares. Y con la información sobre ataques terroristas en nuestro propio suelo se gana mucha pasta —dijo Boyle—. Y aplicando las tácticas que empleaban, ni siquiera hubiesen tenido que repartir el dinero con la primera dama.

Cuando pasaron junto a la ambulancia, ambos miraron hacia la izquierda y echaron un vistazo al interior, pues tenía las puertas traseras abiertas. Pero antes de que pudiesen ver si había alguna víctima, una camilla o equipo médico dentro, oyeron un golpe en la puerta trasera de la furgoneta. Luego otro en el techo. A ambos lados de la furgoneta, media docena de Marshals de paisano saltaron de la grúa y el coche plateado volcado, abriéndose en abanico y apuntando sus armas contra las ventanillas laterales y el parabrisas. Junto a la puerta de Boyle, un Marshal con cejas frondosas golpeó el cristal de la ventanilla con el cañón de su pistola.

—Me alegra volver a verte, Boyle. Ahora saca tu culo de la furgoneta.

109

—¡Está herida, Wes! —gritó El Romano hacia la oscuridad mientras la lluvia seguía tamborileando sobre su paraguas—. ¡Pregúntale!

—E… él no es estúpido —susurró Lisbeth, sentada en la hierba mojada. Con la espalda apoyada en la lápida celta para no caerse, presionó ambas manos contra su ojo, donde El Romano la había golpeado con la rodilla. Podía sentir cómo la hinchazón iba a más.

La primera dama miraba fríamente a El Romano.

—¿Por qué me ha traído aquí? —preguntó.

—Lenore, esto no es…

—Me dijo que se trataba de una emergencia, ¡pero traerme para ver a Wes!

—¡Lenore!

La primera dama estudió a El Romano con expresión impávida.

—Pensaba matarme, ¿no es cierto? —preguntó.

Lisbeth alzó la vista al oír la pregunta.

El Romano se volvió hacia la derecha y miró hacia el sendero de piedra. Aplicando su entrenamiento en el Servicio Secreto, dividió visualmente el cementerio en secciones cada vez más pequeñas y manejables. Lo llamaban una búsqueda en cuadrícula.

—Piense un poco, Lenore. Si hubiese querido matarla. Lo habría hecho en el coche.

—A menos que quisiera hacer que pareciera… puaggg —dijo Lisbeth, escupiendo al suelo mientras la sirena del tren anunciaba su inminente llegada—… que Wes la había matado y él había matado a Wes. De… de ese modo quedaría como un héroe y ya no habría nadie que pudiese señalarlo con el dedo.

El Romano meneó la cabeza y permaneció con la mirada fija en los enormes arbustos redondos.

—¡Está perdiendo mucha sangre, Wes!

La primera dama se volvió hacia la tumba de Boyle, luego hacia El Romano, su dedo meñique tiraba con más fuerza que nunca de la cinta del paraguas al tiempo que decía con voz grave y venenosa:

—Ella tiene razón, ¿verdad?

—Sólo está tratando de irritarla, Lenore.

—No, ella… ¡Me juró que nadie saldría herido! —explotó la primera dama. Se volvió hacia la entrada principal del cementerio.

Se oyó un clic.

—Lenore —le advirtió El Romano alzando la pistola—, si da un paso más, creo que vamos a tener un serio problema.

Ella se quedó inmóvil.

Volviéndose hacia Lisbeth, El Romano respiró profundamente por la nariz. Se suponía que todo sería mucho más limpio. Pero si Wes insistía en seguir oculto… Apuntando con cuidado, le dijo a Lisbeth:

—Ahora necesito que levante la mano, por favor.

—¿De qué está hablando? —preguntó ella, sentada aún en la hierba.

—¡Levante la jodida mano! —gruñó El Romano—. Con la palma mirando hacia mí —añadió, alzando la palma derecha vendada para que Lisbeth la viese.

Incluso debajo de las sombras del paraguas, era imposible no advertir el tenso vendaje blanco con el círculo rojo en el centro. Lisbeth sabía lo que El Romano estaba planeando. Cuando encontrasen su cadáver con ese estigma en la palma de la mano —como si fuese una firma— toda la culpa recaería sobre…

Lisbeth dejó de ver la lluvia que la seguía mojando. Todo su cuerpo empezó a temblar.

—¡Lisbeth, levanta la mano o juro por Dios que te meteré la bala en el cerebro!

Apretando ambos brazos contra el pecho, Lisbeth miró a la primera dama, quien comenzó a alejarse otra vez hacia la puerta principal del cementerio.

—Lenore —le advirtió El Romano sin volverse. La primera dama se quedó inmóvil.

Lisbeth sintió que la hierba le empapaba las nalgas. Sus manos no se habían movido de su pecho.

—De acuerdo —dijo El Romano, apuntando a la cabeza de Lisbeth y amartillando la pistola—. Será en tu cereb…

Lisbeth alzó la mano izquierda bajo la lluvia. El Romano apretó el gatillo. La pistola rugió con un ruido seco que dejó una estela de silencioso vaho.

Un chorro de sangre brotó del dorso de la mano de Lisbeth, justo por debajo de los nudillos. Antes incluso de sentir el punzante dolor y gritar, la sangre ya corría por su muñeca. En estado de shock, no apartaba los ojos del ardiente círculo del tamaño de una moneda que ahora se abría en aquella palma de la mano que no parecía la suya. Cuando intentó cerrar la mano, el dolor se hizo insoportable. Su mano se tornó borrosa, como si se estuviese evaporando. Estaba al borde del desmayo.

Sin decir una palabra, El Romano apuntó ahora a la cabeza de Lisbeth.

—¡No lo haga! —gritó una voz familiar desde la parte trasera del cementerio.

El Romano y la primera dama se volvieron hacia la derecha, siguiendo el sonido de la voz.

—¡No la toque! —gritó Wes, su cuerpo apenas una delgada silueta cuando salió precipitadamente de entre los arbustos—. Estoy aquí.

Justo como El Romano quería.

110

Estudio el perfil de El Romano desde el extremo del sendero de piedra ayudado por el débil resplandor del mástil iluminado a la distancia. «Él me está mirando y la pistola sigue apuntando a la cabeza de Lisbeth.»

—Es la decisión correcta, Wes —grita El Romano. Su voz es cálida, como si estuviésemos en una fiesta.

—Lisbeth, ¿puedes oírme? —grito.

Ella se encuentra a unos treinta metros y sigue sentada en el suelo. Entre las sombras y el voladizo que forman las ramas del árbol, Lisbeth es apenas un pequeño bulto negro entre dos tumbas.

—Ella está bien —insiste El Romano—. Aunque si no vienes a ayudarla, creo que podría perder el conocimiento.

El Romano está intentando que me acerque, y con Lisbeth sangrando no tengo otra alternativa.

—Primero debo comprobar que ella está bien —digo, al tiempo que echo a andar por el sendero. Él sabe que estoy tratando de ganar tiempo—. Apártese de ella y yo me acercaré.

—Que te jodan, Wes.

El Romano se vuelve hacia Lisbeth y alza la pistola.

—¡No! ¡Espere… Ya voy!

Echo a correr por el sendero con las manos alzadas para mostrarle que me entrego.

El Romano baja ligeramente la pistola, pero el dedo no se aparta del gatillo.

Si yo fuese un tío listo no apartaría la vista de él, pero mientras corro entre las filas de tumbas, me vuelvo hacia la primera dama. Sus ojos están muy abiertos en una expresión de súplica, todo su cuerpo está en una posición implorante. Esta vez, sus lágrimas son auténticas. Pero, a diferencia de antes, está buscando ayuda en el lugar equivocado.

—No es nada personal —me dice El Romano, siguiendo mi mirada.

Continúo mi camino hacia Lisbeth, mirando dónde piso, y no dejo de mirar la silueta de Lenore Manning. Durante ocho años, ella sabía que yo me culpaba por haber metido a Boyle dentro de aquella limusina. Durante ocho años, ella ha mirado lo que quedaba de mi rostro y fingido que yo formaba parte de su familia. Hace tres años, durante la celebración de mi cumpleaños, cuando me tomaban el pelo diciéndome que debía tener más citas, ella incluso me besó en la mejilla, directamente en las cicatrices, sólo para demostrar que yo no debería ser tan tímido. No pude sentir el contacto de sus labios porque estaban tocando un punto muerto. Pero lo sentí todo. Cuando me marché de la oficina lloré durante todo el camino de regreso a casa, maravillado ante la generosidad y la belleza de su gesto.

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