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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

El líbro del destino (57 page)

—¡No se mueva! —le gritó el guarda a Boyle, sacando su arma y apartando a Rogo de un empujón.

—Guarde el arma —le ordenó Boyle.

—¡He dicho no se mueva! —repitió el guarda. Cogió su radiotransmisor y gritó—: ¡Tíos, necesito ayuda aquí!

Rogo recuperó el equilibrio sin poder apartar la vista de Boyle. Era como Wes había dicho. Los rasgos afilados, las mejillas macilentas… pero seguía siendo Boyle.

—¿R… Ron, te encuentras bien? —preguntó Dreidel todavía conmocionado.

Antes de que Boyle pudiese contestar, sus ojos castaños y azules se fijaron en Rogo.

—Tú eres quien comparte el apartamento con Wes, ¿verdad?

Rogo asintió.

—¿Por qué?

—¿Wes también está aquí? —preguntó Boyle mientras sus ojos recorrían el vestíbulo.

Confundido y completamente abrumado, Rogo siguió la mirada de Boyle, examinando el vestíbulo, los ascensores, el mostrador de recepción, como si esperase que Wes pudiese aparecer en cualquier momento.

—P… pensé que tenía que encontrarse contigo.

—¿Encontrarse con él? —preguntó Dreidel.

—¿Encontrarse conmigo? —preguntó Boyle.

—Sí, no… tú —dijo Rogo—. Esa nota… para que Wes se reuniese contigo… a las siete de la tarde. Ya sabes, en el cementerio.

Boyle, desconcertado, miró a Rogo y negó con la cabeza.

—No sé de qué estás hablando, hijo. ¿Por qué iba yo a invitar a Wes a reunirse conmigo en un cementerio?

101

Le llevó seis segundos quitar los cuatro pasadores y abrir el viejo candado oxidado, y todo eso sin soltar el paraguas. Él sabía que no había ninguna alarma, por eso había venido temprano. Efectivamente, cuando el candado se abrió, deslizó lentamente la cadena oxidada y la quitó de las puertas de hierro de la entrada del cementerio sin siquiera preocuparse de mirar si venía alguien. Con un último empujón, abrió las puertas sólo lo suficiente para que los dos pudiesen entrar.

—¿Aquí es donde usted…? ¿Quién sería capaz de reunirse con usted en este lugar?

—Confíe en mí —dijo el hombre, apartando el paraguas y mirando el arco de piedra ornamentado que enmarcaba las puertas de hierro. Grabado en la piedra, con letras mayúsculas, podía leerse el epitafio que había estado en la entrada del cementerio desde que fue construido hacía doscientos años—. Espere aquí —dijo.

—¿Por qué? ¿Adónde va? —preguntó su compañero, protegido debajo de otro paraguas y apartándolo ligeramente hacia atrás—. No va a dejarme en un cementerio.

—Lo que estoy haciendo es dejarlo fuera de la vista —insistió el hombre, sabiendo que Wes ya debía estar allí—. Si quiere que solucione este asunto (que supongo que sí), le sugiero que se quede aquí hasta que yo lo avise de que todo está despejado.

Dejando a su compañero atrás, miró hacia el mástil iluminado que bañaba de luz la entrada principal del cementerio, luego se desvió rápidamente hacia la izquierda a través de las tumbas. Ignorando los senderos de piedra, se dirigió hacia el extremo sur del cementerio, buscando la protección de los árboles.

Detrás de él podía oír que su compañero le seguía los pasos a prudente distancia para mantenerse oculto. Pero siguiéndolo. Bien. Eso era lo que necesitaba.

Continuando su camino hacia donde estaba Wes, se detuvo detrás de una columna de piedra agrietada en la esquina de una cripta rematada por un techo puntiagudo. A su derecha, frente a la cripta, una pequeña lápida gris de 1928 de alguien llamado J.G. Anwar exhibía un signo masónico y una estrella de cinco puntas. Oculto en la oscuridad no pudo evitar sonreír por la ironía. Realmente perfecto.

Sin prestar atención a su compañero, que avanzaba sigilosamente unos metros detrás de él, echó un vistazo alrededor de la cripta mientras las puntas del paraguas rozaban el moho húmedo que cubría la vieja columna de piedra. Al otro lado del cementerio, en la base de un enorme ficus, la delgada sombra de Wes se paseaba arriba y abajo, encorvado debajo del paraguas.

—¿Es él? —susurró su compañero, alcanzándolo rápidamente y permaneciendo oculto por la cripta.

—Le dije que…

Pero antes de que pudiese completar la frase, la sombra que se movía junto a la tumba se volvió hacia él y pudo identificarlo de inmediato. Los tobillos fueron la clave.

El puño del hombre se tensó sobre el mango del paraguas. Sus ojos se entrecerraron y, cuando se inclinó hacia adelante, las puntas del paraguas rascaron más profundamente la capa de moho que cubría la columna de piedra. Echó a correr. Ese estúpido hijo de…

—Espere… ¿adónde…?

—¡Quédese aquí! —le dijo a su compañero, esta vez en serio. Todo este tiempo… Todo lo que necesitaba era que Wes estuviese solo. Tomó un atajo a través de una fila de tumbas; sabía muy bien que lo habían oído llegar.

Efectivamente, la sombra se volvió hacia él, levantando el paraguas y dejando a la vista un mechón de pelo castaño rojizo.

—¿Boyle, es usted? —preguntó Lisbeth. Al no obtener respuesta, estiró la cabeza, tratando de ver en la oscuridad—. ¿Boyle…?

El hombre, a apenas tres metros de ella, metió la mano izquierda en el bolsillo y cogió su arma.

—Boyle, relájese —dijo Lisbeth, retrocediendo mientras el hombre se acercaba a ella con el rostro aún oculto por el paraguas. Durante una fracción de segundo se agachó debajo de una rama donde el paraguas se enganchó y dejó su cabeza al descubierto. En el momento en que Lisbeth vio el pelo negro supo que tenía problemas. Según lo que Wes le había dicho, Boyle era calvo—. Escuche, quienquiera que sea usted, yo sólo estoy aquí para…

Avanzando entre una fila de arbustos y surgiendo de entre las sombras, el hombre sacó la pistola del bolsillo, apuntó al pecho de Lisbeth y se acercó tanto a ella que la obligó a retroceder contra una lápida alta y de color arcilloso que tenía grabada una cruz celta en la parte superior.

—No me importa por qué coño estás aquí —dijo El Romano, golpeando el paraguas de Lisbeth y arrojándolo al suelo. Cuando se acercó a ella, su piel brillaba con la misma tonalidad gris de las lápidas—. Pero si no me dices dónde está Wes, te juro por Dios que me implorarás que te vuele la cara.

Paralizada por el terror, Lisbeth miró a El Romano y a su socio, que salía de entre los arbustos.

La periodista se quedó boquiabierta cuando el último miembro de Los Cuatro apareció en escena.

102

Martin Kassal había aprendido a leer cuando tenía tres años. A los cuatro años ya sabía escribir. Y, a los cinco, se sentaba junto a su padre a la mesa de la cocina, mientras desayunaban cereales y torrijas y leían los titulares del periódico. Pero hasta que tuvo siete años no hizo su primer crucigrama. Es decir, lo diseñó.

Sesenta y un años más tarde, Kassal se palmeaba la barbilla mientras repasaba las páginas de un pequeño libro llamado
Mitos y símbolos en el arte y la civilización indios
. Incluso con sus gafas de leer de cristales tintados tenía que inclinarse sobre las páginas para poder ver, y cuando se apartó ligeramente para pasar a una nueva página, estaba tan concentrado en los símbolos que no se dio cuenta de que el teléfono estaba sonando hasta la tercera llamada.

—¿Es Ptomaine 1? —preguntó una voz femenina con tono acusatorio.

—Lo siento… ¿quién es? —preguntó Kassal.

—Mi nombre de usuario es Tattarrattat. Conocida también como Mary Beth Guard por mis amigos —añadió la mujer con una risa altiva al haber utilizado el palíndromo más largo que aparecía en el Diccionario Oxford, segunda edición—. Leí su mensaje en el tablón de anuncios… acerca de los jeroglíficos… Estaba tratando de identificar los cuatro puntos y la cruz con el corte…

—Por supuesto. Gracias por responder tan rápido.

—Usted incluyó su número de teléfono. Me imaginé que se trataba de una emergencia. Por cierto, me gusta su nombre de usuario. Ptomaine. Lo ha sacado de Tom Paine. Ingenioso —dijo la mujer, casi como si estuviese buscando una cita.

—Sí, bueno… yo —dijo Kassal, enjugándose el sudor de la frente—. En cuanto a esos símbolos…

—Los jeroglíficos, por supuesto, los reconocí al instante. Quiero decir, los veo todos los días.

—No estoy seguro de entenderla.

—Trabajo en Monticello. Ya sabe, en Virginia. El hogar de nuestro presidente más grande y sabio, Thomas Jefferson, y no lo digo sólo como empleada.

—¿Son símbolos que utilizaba Jefferson?

—En realidad los utilizaba Meriwether Lewis.

—¿De Lewis y Clark?

—Ohhh, conoce usted nuestra historia, Ptomaine —dijo ella con evidente sarcasmo—. Por supuesto. Pero lo que la gente no sabe es que la razón principal de que Meriwether Lewis fuese escogida para examinar el contrato de compra a Francia de parte de nuestro actual territorio, de hecho, quizá la única razón por la que se le confió esa tarea, fue porque pocos años antes había hecho un trabajo realmente excepcional como secretaria personal de Jefferson.

—Oh —dijo Kassal, apuntando la información para incluirla en un próximo crucigrama—. No sabía que Lewis era ayudante de Jefferson.

—La primera ayudante que tuvo un presidente. Justo después de la elección de Jefferson en 1801, uno de sus primeros trabajos como presidente fue disminuir el número de oficiales en el ejército. La guerra de la Independencia hacía años que había acabado, el conflicto con Francia estaba tocando a su fin y el gobierno quería reducir el ejército.

—De modo que las consecuencias políticas…

—Muy bien. Eran muy delicadas —explicó Mary Beth—. También tiene el gusanillo político, ¿eh? ¿Ha estado alguna vez en Monticello? Me encantaría ser su guía.

Ése era siempre el problema con los tablones de mensajes. Las probabilidades eran buenas, pero los resultados imprevisibles.

—Lo siento, pero tengo un poco de prisa…

—De acuerdo, lo entiendo… está casado. Le pido disculpas. No se me da muy bien interpretar estas cosas…

—Sí, bueno, me estaba hablando de Jefferson… que las consecuencias políticas del despido de los oficiales…

—Por supuesto, por supuesto. La política es resbaladiza, por decirlo suavemente, de modo que para evitar meter la pata, Jefferson le pidió a Lewis que clasificara secretamente el grado de lealtad de cada oficial del ejército. De ese modo, ellos sabrían a quién despedir y a quién mantener a bordo.

—De modo que esos símbolos —dijo Kassal, mirando los
eran…

—… el sistema de clasificación secreto que utilizaban Jefferson y Lewis para asegurarse de que ninguno de los oficiales pudiese descubrir jamás cuál era la opinión que tenía Jefferson de ellos: si eran dignos de confianza, indiferentes o enemigos políticos. De modo que cuando el Departamento de Guerra proporcionó a Jefferson la lista con todos los generales de brigada y todos los tenientes, Lewis cogió sus símbolos secretos y colocó…

—… una marca de su puño y letra junto a cada nombre —dijo Kassal, estudiando exactamente los mismos símbolos escritos doscientos años más tarde en el crucigrama—. Para cualquier otra persona hubiesen parecido borrones…

—… cierto otra vez… pero para Jefferson era una guía que le indicaba qué oficiales eran leales. De hecho, si alguna vez viene a… Tenemos la lista original en exposición, además de la clave que utilizaba Jefferson para descifrar los códigos. Es realmente hermoso verlos de cerca… esa antigua caligrafía.

—Sin duda suena muy tentador —dijo Kassal, haciendo la clase de mueca que habitualmente acompaña a la acción de morder un limón—. Pero… Mary Beth, ¿verdad?

—Mary Beth —dijo la mujer orgullosamente.

—Si pudiese pedirle un último favor, Mary Beth: ahora que tengo los símbolos (los cuatro puntos y la cruz con el corte), ¿puede usted darme la clave para saber qué significa cada uno de ellos?

103

—¿Me estás diciendo que no le enviaste a Wes ninguna nota? —le preguntó Rogo a Boyle mientras se acomodaba la camisa que el guardia le había sacado fuera del pantalón.

—¿Nota? ¿Por qué iba a enviarle una nota? —preguntó Boyle con tono de desconcierto mientras su mirada se paseaba entre Rogo y el guarda jurado.

—¡Le he dicho que no se mueva! —gritó el guarda con la pistola apuntada hacia Boyle.

—Si vuelve a gritarme, tendrá que sacarse esa pistola de los dientes —dijo Boyle—. Quiero ver a mi agente de contacto, o, al menos, a un superior, y quiero verlo ahora.

—¿Qué coño está pasando? —preguntó Dreidel, las manos alzadas en el aire, aunque la pistola no lo estaba apuntando a él—. Dijiste que nos reuniríamos en mi hotel. ¿Desde cuándo Wes tiene una cita en el cementerio?

—Dreidel, esto no tiene nada que ver contigo —insistió Rogo. Volviéndose hacia el guarda, añadió—: Escuche, sé que no me conoce de nada, pero la vida de mi amigo está…

—Y la de usted también —dijo el guarda apuntando ahora a Rogo con su pistola. Volviendo su atención al radiotransmisor, pulsó un botón y añadió—: Rags, tenemos un problema, necesito que encuentres a Loeb.

—Un momento… cuando Wes llamó… ¿ambos me mentisteis? —preguntó Dreidel, quien aún estaba intentando entender la situación—. ¿Ahora has logrado que Wes no confíe en mí?

—No te atrevas a representar el papel de víctima, Dreidel —le advirtió Rogo—. Lisbeth habló con tu antigua novia, la que tenía el crucigrama…

Boyle se volvió al oír esas palabras.

—¿Habéis encontrado el crucigrama con el rompecabezas?

—¡Boyle, mantenga la boca cerrada? —le advirtió el guarda.

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