El líbro del destino (55 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

—¿Fue eso lo que les dijo El Romano? ¿Que les estaban asegurando un futuro a los dos?

—Ella necesitaba dinero y nosotros se lo dimos.

—O, mejor dicho, vosotros le pagasteis para que se ocultase, luego os negasteis a decirme dónde estaban a menos que yo accediera a ser vuestro cuarto renegado —dijo Boyle casi gritando—. ¡De modo que no hagas que parezca que le estabais haciendo a ella ningún favor!

O'Shea presionó la barbilla contra el hombro y alzó la vista desde el suelo, sus ojos avellana brillando en la oscuridad de la furgoneta. Una lenta sonrisa apareció como el sol naciente en su rostro.

—Chico, escogimos tocar el botón adecuado, ¿verdad? Para ser sincero, cuando El Romano dijo que ella te importaba, yo pensé que no sabía lo que decía.

Boyle apuntó el arma hacia la cara de O'Shea.

—¿Dónde están? No pienso volver a pre…

Inclinándose hacia atrás, O'Shea estalló en una profunda y sonora carcajada que brotó de su garganta con la fuerza de una catapulta y resonó en toda la furgoneta.

—Vamos, hombre, ¿realmente crees que conocemos su paradero después de todos estos años? ¿Que mantenemos la amistad por correspondencia?

Cuando las palabras salieron de los labios de O'Shea, Boyle pudo sentir cómo cada una de las sílabas penetraban a través de su estómago, desgarrando todos sus órganos.

—¿D… de qué estás hablando?

—Nosotros te matamos, gilipollas. O, al menos, eso fue lo que creímos. En lo que a mí concierne, desde aquel momento Tiana y su pequeño bastardo podrían haber regresado directamente a aquel estercolero donde los encontramos en Washington.

Boyle se agachó y retrocedió medio paso. La mano comenzó a temblarle.

—Espera… oh, tú… espera —dijo O'Shea, riendo entre dientes—. ¿Acaso me estás diciendo que en todo este tiempo que estuviste tratando de seguirnos la pista, que… que nunca consideraste la posibilidad de que nosotros no supiéramos dónde estaban?

Por segunda vez, O'Shea se inclinó hacia atrás mientras las carcajadas sacudían todo su cuerpo. Luego, sin advertencia previa, se lanzó hacia adelante, como si fuese una rana, embistiendo con la cabeza y golpeando a Boyle en la barbilla antes de que lo viese venir. El impacto lanzó a Boyle hacia atrás, haciendo que chocase contra los asientos.

—¡¿Qué te ha parecido?! —gritó O'Shea con los ojos llenos de furia—. ¡Esta vez te mataré personalmente!

Boyle negó con la cabeza. Lentamente al principio. Luego más de prisa. O'Shea cargó contra él como un camión. Boyle aún sostenía el arma con la mano derecha.

Como un relámpago, la culata de la pistola alcanzó la cabeza de O'Shea. El golpe le dio de lleno y lo envió contra la pared metálica. Con las manos aún sujetas a la espalda, O'Shea no tenía ninguna posibilidad. Perdido el equilibrio, se volvió lo suficiente para chocar con el hombro.

—Eso es por mi hijo —dijo Boyle, con la adrenalina a tope.

O'Shea se desplomó en el suelo de la furgoneta. Boyle no cejó en su empeño. Se abalanzó sobre él y apoyó el cañón de la pistola en la frente de O'Shea.

—¡Y esto es por mi hija, pedazo de mierda!

Boyle amartilló la pistola y comenzó a apretar el gatillo.

O'Shea se echó a reír otra vez con una risa inquietante.

—Hazlo —le pidió, casi sin aliento y tendido en el suelo. Su pecho subía y bajaba rápidamente mientras su cuerpo temblaba. Entre las heridas de bala que había recibido junto al aparcamiento de Wes y el impacto reciente, el dolor era insoportable—. Con estas paredes de metal… adelante… me encantaría ver cómo te arriesgas a recibir un plomo de rebote.

Boyle echó un vistazo a las paredes de la furgoneta.

—No rebotará —insistió.

—¿Estás seguro? —jadeó O'Shea, luchando por respirar y golpeando el metal con los talones—. A mí me suena… jodidamente sólido.

Boyle no contestó. Su mano se ladeó ligeramente al acentuar la presión sobre el gatillo.

—Es… es un pensamiento que asusta, ¿no crees? —preguntó O'Shea—. Aquí estás, dispuesto a echar por la borda los pocos fragmentos de tu vida convirtiéndote en un asesino, y ahora encima tienes que preocuparte por la posibilidad de no acabar muerto.

Boyle sabía que estaba mintiendo. Tenía que estar mintiendo.

—Venga, Boyle, aquí tienes tu oportunidad de volarme los sesos. ¡Dispara!

En un gesto desafiante, O'Shea se inclinó hacia adelante, presionando con fuerza la frente contra el cañón de la pistola.

El dedo de Boyle tembló en el gatillo mientras un hilo de sangre le bajaba de la nariz al labio superior. Era el momento por el que había estado rezando, la venganza que había alimentado durante todos estos años. El problema era que O'Shea seguía teniendo razón en una cosa: a pesar de lo que le habían quitado, a pesar del témpano sin sentimientos en el que pudiera haberse convertido, jamás sería un asesino. Aunque eso no significaba que no pudiese tener su venganza.

Apartando ligeramente el cañón de la pistola hacia la derecha, Boyle apuntó a la herida de la que seguía manando sangre en el hombro de O'Shea y apretó el gatillo. Una sola bala atravesó el hombro de O'Shea, llevándose con ella otro trozo de carne. Para aumentar la intensidad del dolor, Boyle había disparado en ángulo para alcanzar también algún hueso. A juzgar por el alarido de O'Shea —que se apagó hasta convertirse en un jadeo silencioso mientras desorbitaba los ojos y perdía el conocimiento— fue más que suficiente.

Apartando a O'Shea con el pie, Boyle se arrodilló en el charco de sangre que había en el suelo. Debajo de la masa viscosa y oscura, en el suelo metálico de la furgoneta, había un pequeño orificio de bordes serrados. Boyle metió el dedo a través del agujero, sintió el aire húmedo del exterior y meneó la cabeza. Por supuesto que la bala no rebotaría. Sólo la limusina del presidente es a prueba de balas.

Sin perder un segundo, Boyle pasó al asiento del conductor.

Lejos, a su izquierda, otro enjambre de coches pasó velozmente por la autopista. El reloj digital del salpicadero señalaba las 18.57. «Perfecto», pensó, mientras pisaba el acelerador, giraba el volante y los neumáticos lanzaban piedrecillas por el aire. Una parada más y todo habría acabado.

98

—¿Es que esta gente no sabe qué es un aparcamiento? —preguntó Rogo al tiempo que pasaba junto a la zona ajardinada que había delante de la entrada y se dirigía a la parte trasera del edificio.

—Allí —señaló Dreidel al girar en la esquina. En la parte posterior del edificio se extendía una amplia zona de aparcamiento en la que había ocho o diez coches.

—Es una buena señal, ¿verdad? Aún hay gente trabajando.

—A menos que se trate del personal del edificio —dijo Dreidel, mirando por la ventanilla.

—¿Cuántos conserjes conoces que conduzcan un Mustang? —preguntó Rogo, aparcando junto a un Mustang descapotable de color negro—. Lo único que no entiendo es por qué tienen todo ese espacio en la parte de delante y han colocado el aparcamiento detrás.

—Tal vez se trate de una cuestión de planificación.

—Sí, será eso —dijo Rogo.

—¿Qué, acaso sigues pensando que ese tío es un médico de la mafia?

—Lo único que sé es que están a menos de una manzana de un club de
striptease
y de una tienda porno, hay una funeraria al lado y ese Mustang tiene una matrícula personalizada que dice «Fredo Corleone».

Dreidel echó un vistazo a la matrícula del coche. Decía «Mi Rabo».

—¿Quieres dejarlo de una vez? Es la consulta de un médico, Rogo. Puedes verlo desde aquí.

—Bueno, puedes llamarme aguafiestas pero prefiero comprobarlo personalmente —añadió Rogo, abriendo la puerta de su lado. Salió a la persistente llovizna y echó a correr hacia el edificio. A mitad de camino alzó la vista cuando un silbido agudo se convirtió en un seísmo ensordecedor. Otro 747 que se acercaba para aterrizar en el aeropuerto. Vio que Dreidel se encontraba a unos diez pasos detrás de él.

Rogo llegó finalmente a dos puertas de vidrio mate que eran prácticamente idénticas a las que había en el frente del edificio. Pisando la alfombrilla que activaba el mecanismo de apertura de las puertas, esperó a que éstas se abrieran. Pero no se movieron.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó Rogo, golpeando el cristal con los nudillos. Luego apretó la cara contra él, tratando de echar un vistazo en el interior. A su derecha, en sentido diagonal, un alfilerazo de luz roja delataba la presencia de una cámara de seguridad negra como una calculadora y con una lente no mayor que una moneda. Rogo se apartó, demasiado listo para seguir mirando. Era imposible que la consulta de un médico invirtiese en un sistema de seguridad de tecnología punta como ése.

—No mires —le dijo Rogo a Dreidel en un susurro cuando llegó a su lado.

—¿Estás seguro de que no hay…?

Rogo alzó un nudillo para volver a golpear el cristal, pero antes de que pudiese hacerlo las puertas se abrieron para mostrar a un guarda jurado con el pelo castaño, un bigote muy recortado y una expresión de evidente fastidio.

—¿Puedo ayudarlos? —preguntó, mirando a Dreidel, luego a Rogo, luego nuevamente a Dreidel.

—Sí, estamos buscando al doctor Eng —dijo Rogo, tratando de entrar.

El guarda se colocó frente a él, cerrándole el paso, pero Rogo no se detuvo, su cuerpo bajo y grueso se escurrió por debajo del brazo del guarda hacia el vestíbulo de mármol color salmón.

—Lo siento… es que… está lloviendo —dijo Rogo, señalando hacia afuera y sacudiéndose el agua.

El guarda jurado no dijo nada y no apartó la mirada de Dreidel. Rogo se percató de que el hombre llevaba una pistola de 9 mm en el cinturón.

—En cualquier caso —dijo Dreidel—, hemos venido a ver al doctor Eng.

—Lo siento, pero el doctor Eng ya se ha marchado —contestó el guarda.

—Muy bien, si pudiésemos ver a su ayudante.

—El doctor Eng se ha marchado. La consulta está cerrada.

Unos metros más allá del vestíbulo, Rogo alcanzó a ver un directorio en la pared que había junto a los ascensores.

—Escuche, si hemos llegado en un mal momento, le pido disculpas, pero ¿puedo pedirle un favor? —dijo Rogo con voz suplicante—. He estado conduciendo durante más de una hora en medio de un tráfico que ponía los pelos de punta. Nos marcharemos en un momento y llamaremos al doctor Eng mañana, pero antes, ¿puedo por favor usar el aseo? Estoy hablando de una auténtica emergencia.

El guarda lo miró fijamente, pero no se movió.

—Por favor —repitió Rogo, moviendo ansiosamente los pies—, si espero un segundo más…

—El aseo de hombres está a la izquierda, pasando los ascensores —dijo el guarda, señalando hacia el fondo del vestíbulo.

—Mi vejiga se lo agradece —dijo Rogo y se alejó hacia donde le indicaba el guarda.

Dreidel dio un paso con intención de seguirlo. El guarda lo fulminó con la mirada y Dreidel se frenó en seco.

—Nosotros… lo esperaré aquí —dijo Dreidel.

—Es una gran idea —repuso el guarda.

Sin volver la vista atrás, Rogo cruzó el vestíbulo, que, al igual que el exterior del edificio, estaba gastado y deteriorado: el mármol del suelo agrietado, apliques de luz baratos imitación art déco y marinas de los años ochenta colgadas de las paredes. Rogo examinó todo de un vistazo y se concentró en el directorio.

—¿Me he pasado? —gritó en dirección al guarda mientras se paraba delante del marco dorado que encuadraba la lista de nombres en la pared. Siguiendo el orden alfabético, vio: «Eng, Dr. Brian —Suite 127.»

Pero, ante la sorpresa de Rogo, en el directorio no se incluía la especialidad médica ni un nombre comercial. Y lo mismo sucedía con el resto de los médicos del directorio. Seis en total, pero en ninguno de ellos se especificaba su especialidad.

—La puerta siguiente —dijo el guarda jurado—. A la izquierda.

Rogo agitó la mano para darle las gracias y entró en un aseo, que lo recibió con una intensa vaharada a desinfectante. Consciente de que debía dejar pasar unos minutos antes de salir, fue hasta el lavabo, accionó la palanca del dispensador para coger un par de toallas de papel y se secó el agua de lluvia que aún humedecía su rostro. Se miró en el espejo para asegurarse de que había eliminado hasta la última gota. Y en ese momento reparó en la puerta de roble que había detrás de él.

Se volvió y la estudió. Para cualquier otra persona, no era más que un pequeño cuarto para guardar los utensilios de limpieza. Y para él, cualquier otro día, también lo hubiera sido. Pero esta noche y con todo lo que estaba pasando… Rogo miró a su izquierda. Ya había una puerta estrecha con la palabra «Almacén» escrita sobre ella.

Rogo se acercó a la puerta de roble y probó el tirador. Tenía la llave echada.

Miró rápidamente —los retretes, la papelera en un rincón— buscando algo para… allí.

Junto al lavabo. Rogo se acercó al dispensador de toallas de papel y golpeó la palanca con todas sus fuerzas. Una toalla de papel asomó por la abertura inferior. Perfecto, decidió Rogo, quitando la cubierta de plástico del dispensador y dejando a la vista sólo la palanca y las toallas de papel apiladas. Volvió a accionar la palanca de plástico, pero esta vez no la soltó. Se agarró lo mejor que pudo y apoyó todo su cuerpo en ella.

Pocos segundos después se produjo un fuerte ruido cuando el dispensador comenzó a romperse. Rogo insistió, poniéndose de puntillas y levantando un pie del suelo para aumentar el peso. Se oyó otro crujido. Ya casi estaba. Rogo no se rindió, apretando los dientes y respirando agitadamente por la boca y la nariz. «No abandones… hasta que…» Con un pequeño brinco final, levantó el otro pie del suelo. Eso bastó. El plástico se rompió y la palanca de metal en forma de bumerang se soltó. Rogo cayó al suelo embaldosado con una sonrisa en los labios.

Mientras se levantaba examinó la palanca de metal. Suficientemente fina. Acercándose a la puerta de roble, pero tratando de hacer el menor ruido posible, deslizó la delgada astilla metálica entre el cerrojo y el quicio de la puerta. Tenía la frente y la nariz apoyadas contra el intersticio de la puerta y, mientras, empujaba la palanca hacia su estómago. Como si fuese un crío que intenta pescar monedas a través de la reja de una alcantarilla, movió la mano, tratando de encajarla contra el pasador. El pasador comenzó a ceder lenta…

Clic.

Con un fuerte empujón abrió la puerta de roble. Rogo estiró el cuello para mirar dentro de la habitación.

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