—¿Hola? —susurró.
El interior estaba a oscuras, pero cuando la luz del aseo inundó el lugar pudo verse claramente que aquello no era un pequeño cuarto para dejar los trastos. La habitación era casi tan grande como la sala de estar del apartamento que compartía con Wes. Y cuando Rogo avanzó unos pasos y vio lo que había allí, sus ojos se abrieron como platos. Eso no tenía sentido. ¿Por qué tendrían…?
—¿Qué coño cree que está haciendo? —preguntó una voz grave desde la puerta del aseo.
Rogo se volvió justo a tiempo para ver que el guarda jurado se acercaba a él.
Sé dónde está la tumba de Boyle. Ya he estado antes allí.
La primera vez fue después de mi sexta y última operación, en la que los médicos trataron de quitar los restos de metal que aún quedaban en mi mejilla. Quince minutos después de iniciada la intervención, los médicos se dieron cuenta de que estaban demasiado profundos y de que eran demasiado pequeños, casi como granos de arena, de modo que era mejor dejarlos donde estaban.
—Deja que reposen —me dijo el doctor Levy.
Siguiendo su consejo, abandoné el hospital y le dije a mi madre que me trajese aquí, al cementerio Woodlawn. Siete meses después de que el entierro de Boyle fue transmitido por televisión a todo el país, me acerqué a su tumba con mi mano derecha hundida en el bolsillo derecho del pantalón, aferrando una receta con mi medicación, y disculpándome en silencio, una y otra vez, por haberlo metido en la limusina aquel día. Podía oír que mi madre lloraba detrás de mí, lamentándose como si yo ni siquiera estuviese allí. Aquélla fue una de las visitas más duras de mi vida. Para mi sorpresa, ésta es aún más dura.
—Deja de pensar en ello —susurra Lisbeth, avanzando a través de la hierba que nos llega a las espinillas y que nos envuelve los tobillos como si fuesen diminutos látigos. Cuando nos aproximamos a la valla metálica en la parte trasera del cementerio intento sostener el paraguas sobre ambos, pero ella ya está dos pasos por delante, sin siquiera reparar en la llovizna que sigue cayendo. No la culpo por estar nerviosa. Aunque no está escribiendo la historia, la periodista que hay dentro de ella no puede esperar—. ¿Has oído lo que he dicho, Wes?
Cuando no le contesto, Lisbeth se detiene y se vuelve para mirarme. Está a punto de decir algo, probablemente «Relájate, tómatelo con calma».
—Sé que esto es muy duro para ti —dice—. Lo siento.
Asiento y se lo agradezco con una mirada fugaz.
—Para ser sincero, no pensaba que… Pensaba que me afectaría más.
—No es malo tener miedo, Wes.
—No se trata de miedo, puedes creerme, quiero las respuestas de Boyle. Pero el hecho de estar aquí… donde lo enterraron… donde enterraron lo que sea que hayan metido bajo tierra. Es como… no es el mejor lugar para mí.
Alzo la vista y ella se acerca y se coloca debajo del paraguas.
—Aun así me alegra que rae hayas permitido venir contigo.
Sonrío.
—Venga, tengo buenas vibraciones —dice, tirando de mi hombro y saliendo nuevamente de la protección del paraguas. Cogiéndose a la parte superior de la valla, de poco más de un metro de alto, Lisbeth hace pie en una de las aberturas.
—No te molestes —contesto, señalando un montículo de tierra.
A pesar de la breve charla que hemos tenido, sigo dudando. El montículo está formado por la tierra de las tumbas. Lisbeth no tiene esos problemas. Ignorando la lluvia, que sigue cayendo de forma leve pero persistente, trepa por el montículo y supera la valla en un segundo.
—Ten cuidado —le digo—. Si hay una alarma…
—Es un cementerio, Wes. No creo que les preocupen los ladrones.
—¿Qué me dices de los ladrones de tum…?
Pero cuando la sigo por el montículo de tierra, sólo nos recibe el suave zumbido de los grillos y las densas sombras que proyectan los ficus que tienen doscientos años, cuyas ramas se extienden como telas de araña en todas direcciones. Las diez hectáreas del cementerio Woodlawn cubren un rectángulo perfecto con una superficie de diecisiete campos de fútbol. El cementerio acaba, sin ninguna ironía aparente, en la parte trasera de un concesionario Jaguar, que no era seguramente la intención de Henry Flagler, fundador de la ciudad, cuando en 1800 decidió arar sobre diez hectáreas de huertos de melones para construir el cementerio más viejo y lujoso de West Palm Beach.
Me dirijo al camino principal asfaltado. Cogiendo el paraguas, Lisbeth me obliga a retroceder y varaos hacia la izquierda, detrás de un arbusto alto en forma de albóndiga. Cuando nos acercamos veo otra enorme albóndiga junto a él, luego otra y otra… al menos un centenar en total, de tres metros de alto y flanqueando toda la parte trasera del cementerio. El instinto de Lisbeth es perfecto. Aquí nos mantenemos alejados del camino principal, lo que significa que estamos fuera de la vista, y que nadie puede vernos llegar. Teniendo en cuenta lo que hemos planeado, no queremos correr riesgos.
Cuando nos agachamos detrás del primer arbusto en forma de albóndiga, comprobamos rápidamente que no se trata de una albóndiga. Vaciado por la parte posterior y en forma de «U», el arbusto esconde una amplia colección de botellas de Gatorade y latas de refresco vacías y diseminadas por el suelo. El arbusto siguiente contiene una pieza enrollada de césped sintético del que se utiliza para cubrir las tumbas abiertas.
—Wes, estos arbustos son perfectos para…
—Ni hablar —digo, dejándome atrapar finalmente por su nerviosismo. Pero eso no significa que la esté poniendo en peligro. Echando un vistazo para comprobar que estamos solos, giro a la izquierda, hacia el centro, donde un mástil blanco y brillante está iluminado por varios reflectores y proporciona la única fuente de luz del cementerio. Pero desde el lugar donde nos encontramos ahora, rodeados de árboles, en la esquina de la zona más alejada, todo lo que hace su pálido resplandor es proyectar sombras anguladas entre las ramas y a través del camino.
—Te estás quedando atrás —dice Lisbeth, cogiendo el paraguas y tirando de mí.
—Lisbeth, tal vez deberías…
—No pienso ir a ninguna parte —insiste ella, apretando el paso y mirando hacia la derecha, donde en una lápida militar inmaculadamente blanca se lee:
CPL
TRPE
13 REG CAV
SP AM WAR
1879-1959
—¿Está enterrado junto a soldados que murieron durante la guerra contra España? —susurra—. ¿Estás seguro de que no es en la sección nueva del cementerio?
Lo habíamos visto cuando llegamos al cementerio. A nuestra izquierda y más allá del mástil bañado de luz, más allá de las miles de cruces silueteadas, lápidas torcidas y criptas familiares, se extendía un amplio campo abierto salpicado de lápidas ceremoniales. Como la mayoría de los cementerios de Florida, Woodlawn aprendió lo que sucede cuando un huracán golpea un cementerio. Hoy, los nuevos muertos sólo consiguen unas lápidas colocadas a ras de tierra. A menos, naturalmente, que conozcas a un pez gordo que pueda mover algunos hilos.
—Confía en mí, la tumba no se encuentra en la sección nueva —digo. Cuanto más avanzamos por el sendero en sombras, más se puede distinguir un sonido concreto por el aire. Un murmullo quedo, o un susurro. Docenas de susurros —que van y vienen, como si estuviesen a nuestro alrededor.
—Aquí no hay nadie —insiste Lisbeth. Pero a nuestra izquierda, detrás de una lápida de 1926, con un rosario colgando de la parte frontal, se oye un chirrido estridente, como si alguien frenase sus patines. Me vuelvo para ver quién está ahí. Estamos rodeados de lápidas. La lluvia continúa cayendo sobre nuestras espaldas y empapando los hombros, su olor mohoso ahogando el hedor de la tierra mojada. Detrás de nosotros, el rugido de un trueno comienza a… no, no es un trueno.
—¿Eso es…?
El rugido se vuelve más estridente, seguido del bramido de una sirena. Me vuelvo hacia los arbustos en forma de albóndiga en el momento en que el tintineo de la barrera del paso a nivel hiende el aire. Como si fuese una bala luminosa que perfora la oscuridad, un tren de mercancías aparece súbitamente siguiendo una trayectoria de derecha a izquierda, en paralelo a la valla metálica que discurre a lo largo de la parte trasera del cementerio.
—¡Debemos seguir andando! —me grita Lisbeth al oído y continúa caminando de prisa por el sendero. El tren sigue rugiendo detrás de nosotros, ahogando todos los sonidos, incluyendo los crujidos y roces de las hojas que podrían indicarnos la presencia de otra persona.
«¿Qué me dices si entramos allí?», me pregunta Lisbeth por gestos cuando pasamos delante de una bóveda que tiene unas puertas dobles con cristales de colores. La cripta es una de las más grandes del cementerio.
—Olvídalo —digo, cogiéndola del codo y pasando delante. Ella no sabe lo cerca que nos encontramos de nuestra meta. Tres tumbas más allá de la cripta, el sendero acaba en el tronco de un enorme ficus que, durante el día, protege con su sombra a casi todas las tumbas cercanas del sol abrasador. Eso convierte a esta zona en una de las más selectas de todo el cementerio. El presidente Manning llamó personalmente y reservó dos parcelas, una tiene una lápida de mármol negro importado de Italia con la parte superior ligeramente curvada y unas sencillas letras blancas:
RONALD BOYLE
AMADO ESPOSO, PADRE E HIJO
CUYO MÁGICO LEGADO SIEMPRE
ESTARÁ CON NOSOTROS
—¿Es él? —pregunta Lisbeth, leyendo el nombre y casi chocando contra mi espalda.
Fue el último regalo que Manning le hizo a su amigo, una última morada que mantuviese a Boyle alejado de la tierra de las lápidas a ras de tierra. Lo colocó junto a un general de la segunda guerra mundial y frente a uno de los jueces más respetados de Palm Beach en la década de 1920. Lo más selecto de Palm Beach. Incluso después de muertos, los peces gordos siguen reclamando el mejor lugar.
Detrás de nosotros, el tren se aleja en la distancia y el sonido de los grillos vuelve a adueñarse del cementerio, envolviéndonos por todas partes. Permanezco en pie, con la vista fija en la tumba de Boyle bajo la tenue luz del crepúsculo.
—¿Estás bien? —pregunta Lisbeth.
Ella piensa que tengo miedo. Pero ahora que estamos aquí, ahora que sé que no hay ningún cuerpo enterrado debajo de esta lápida, y lo que es más importante, que yo nunca lo puse allí… Cierro los puños con fuerza mientras vuelvo a leer el epitafio. Como todo lo demás en sus vidas, es bonito y pulcro… y un tumor lleno de mentiras. Durante ocho años, Manning —mi jefe, mi mentor—, durante ocho años supo que yo estaba comiendo mierda, pero nunca la quitó de mi plato. El se limitaba a servirla, día tras día, con una sonrisa presidencial perfecta.
Aprieto los puños. Luego siento la mano de Lisbeth apoyada en la parte inferior de la espalda. No dice nada. No es necesario.
Echo una última mirada al cementerio vacío. Durante ocho años he tenido miedo. Eso es lo que hace la muerte cuando te acecha. Pero ahora, mientras estoy aquí de pie bajo la lluvia y la creciente oscuridad, estoy preparado para encontrarme con mi fantasma. Y Lisbeth también.
Ocupamos nuestros lugares, separados uno del otro, tal como hemos planeado. Lisbeth mira su reloj. Ahora sólo tenemos que esperar.
—¡Fuera de ahí! ¡Ahora! —gritó el guarda jurado mientras cogía a Rogo por la parte posterior de la camisa.
—¡Quíteme las manos de encima! —gritó Rogo a su vez, librándose del guarda y corriendo hacia el interior de la habitación apenas iluminada. Dos pasos más adelante, los sensores de movimiento se activaron y la habitación quedó inundada por la luz procedente de unos tubos fluorescentes. A la izquierda de Rogo había una cama de una plaza con un cabezal de roble viejo y deteriorado, sábanas blancas inmaculadamente dobladas, y una Biblia sobre una manta de lana de color verde oliva. Completando la decoración de motel barato había una mesa de fórmica blanca y una cómoda imitación madera con una pila de revistas viejas y un televisor de doce pulgadas de diez años de antigüedad. A la derecha había unas puertas dobles de roble que se abrían a lo que parecía ser una sala de conferencias, completada con una gran mesa de caoba y media docena de modernos sillones de cuero negro. Nada de esto tenía sentido. ¿Por qué había un aseo conectado a un dormitorio…?
Rogo sintió que tiraban con violencia de su camisa. Intentó librarse de nuevo, pero esta vez el guarda estaba preparado y lo llevó a rastras de regreso al aseo.
—¡¿Sabe el problema en el que acaba de meterme?! —gritó el guarda.
—Yo sólo… La puerta estaba abierta…
—Eso es una jodida mentira —insistió el guarda, haciendo girar a Rogo y lanzándolo violentamente contra la pared.
—¡¿Está loco?! —gritó Rogo, revolviéndose para librarse del guarda. Pero el hombre lo tenía cogido con fuerza. Lo obligó a atravesar el lavabo camino del vestíbulo. El guarda, que le sacaba una cabeza a Rogo, mantenía sus muñecas detrás de la espalda.
—Soy abogado, estúpido. Cuando haya terminado con usted seré el dueño de este lugar y lo convertiré en un local de comida basura.
Cuando Rogo salió trastabillado del aseo, el guarda lo empujó hacia la derecha, de regreso a las puertas de vidrio mate en la parte trasera del edificio.
—¡Dreidel, dile quién eres! —gritó Rogo y su voz resonó en el vestíbulo desierto.
—¿Q… qué has hecho? —preguntó Dreidel, retrocediendo del mostrador.
—¡No se mueva! —le advirtió el guarda a Dreidel.
Dreidel, presa del pánico, dio media vuelta y corrió hacia las puertas de cristal.
—¡No… no lo haga! —gritó el guarda.
Demasiado tarde.
Antes de que Dreidel registrase las palabras, su pie activó el sensor que abría las puertas. Cuando comenzaron a abrirse Rogo se percató de que había sombras al otro lado del cristal mate.
Con un zumbido, las puertas se abrieron, revelando la presencia de un hombre delgado y calvo con los pómulos marcados y la nariz sangrando. Cargaba sobre el hombro a un tío rubio que parecía estar inconsciente. La camisa estaba empapada en sangre.
—¿Adivinen a quién me he encontrado? —anunció Boyle mientras entraba en el vestíbulo—. Ahora lo único que queda es…
Al ver a Dreidel se quedó paralizado. Sin pensarlo, dejó caer a O'Shea, quien chocó contra el suelo y quedó tendido sobre la almohadilla sensora.
—Boyle —dijo abruptamente Dreidel.
—¿Boyle? —preguntó Rogo.