—¿De veras Manning me calificó tan bajo? —preguntó Dreidel.
—¿Por qué crees que te despidieron? —preguntó Boyle.
—No me despidieron. Me ascendieron.
—Sí, claro.
—¡Contaré hasta tres! —le advirtió el guarda a Boyle.
—Escuche, por favor —le imploró Rogo, volviéndose hacia el guarda—. Tiene que llamar a la policía… ¡Están a punto de matar a mi amigo!
—¿Me ha oído, Boyle? —dijo el guarda.
—¿Acaso no os disteis cuenta de con quién os estabais enfrentando? —le gritó Boyle a Rogo—. Debisteis llamar a la policía hace varios días.
—¡Lo hicimos! ¡Pensamos que lo habíamos hecho! —contestó Rogo—. Micah y O'Shea dijeron que eran…
—¡Uno…! —gritó el guarda.
—O, al menos, podríais haber pedido el pago de algunos favores —añadió Boyle, mirando a Dreidel.
Dreidel apartó la mirada y no dijo nada.
Rogo alzó una ceja.
—¡Dos…! —continuó el guarda.
Boyle los miró atentamente a ambos, luego hizo un gesto de contrariedad. Había trabajado en la Casa Blanca durante casi cuatro años. Había visto antes esa expresión.
—Lo hiciste, ¿verdad? —dijo Boyle.
—¿Es que tú no hiciste lo mismo? —replicó Dreidel—. No me juzgues.
—Espera un momento… ¿qué? —preguntó Rogo—. ¿Fuiste a pedir ayuda sin decirnos nada a Wes y a mí?
Antes de que Dreidel pudiese contestar, el guardia amartilló el arma.
Sin dejar de mirar a Dreidel, Boyle ignoró la amenaza.
—¿A quién acudiste primero? ¿A la Agencia de Seguridad Nacional? ¿Al FBI? ¿O acaso fuiste a Bendis a…?
—A los Marshals —dijo Dreidel—. Fui al Servicio de Marshals.
Al oír esas palabras, el guarda se volvió hacia Dreidel. Y apartó la vista de Boyle.
Ése fue el final de la historia.
Boyle saltó hacia adelante, golpeó al guarda desde atrás y enlazó su brazo izquierdo alrededor del cuello del hombre al tiempo que tiraba del pelo hacia atrás con la mano derecha.
—¡Suélteme! —gritó el guarda. Intentó volverse para coger a Boyle… que era exactamente lo que Boyle estaba esperando.
Aprovechando el impulso, Boyle se dejó caer hacia atrás, arrastrando al guarda con él mientras ambos caían al suelo. Cuando estuvieron a mitad de la caída el guarda comprendió lo que iba a ocurrir.
—¡Boyle, no…!
Volviéndose en el último segundo, Boyle se movió hacia la izquierda, de modo que en lugar de caer de espaldas, el guarda cayó de bruces contra el suelo de mármol. En el último instante, con un violento tirón de pelo marrón, Boyle hizo girar la cabeza del guarda hacia un lado, de modo que su oreja derecha quedó orientada hacia el suelo.
—¡Suélteme, pedazo de…!
Como si fuese una mano ahuecada golpeando contra el agua, la oreja del guardia chocó contra el suelo con un sonido sordo, seguido medio segundo después por un ruido más estridente al dispararse su arma a causa del impacto. Boyle, Rogo y Dreidel dieron un salto hacia atrás cuando la bala salió de la pistola, perforando la base del mostrador de recepción y alojándose en la pared de mármol. Antes incluso de que pudieran darse cuenta de lo que había pasado, la cabeza del guarda quedó inconsciente sobre el suelo mientras un hilo de sangre manaba de su tímpano reventado.
—¡¿Qué pasa contigo, estás drogado?! —preguntó Dreidel mientras Boyle se ponía en pie.
Boyle no respondió y se dirigió hacia la puerta.
—Deberíamos largarnos de aquí cuanto antes. Los refuerzos vienen en camino.
Rogo, completamente conmocionado, seguía inmóvil, y sus ojos saltaban de Dreidel y Boyle a las figuras desmadejadas de O'Shea y el guarda de seguridad tendidas en el suelo.
—Yo no… yo…
—Dreidel, tú no vives en Florida, ¿verdad? —preguntó Boyle.
—No, pero puedo…
—Necesito que me digas cuál es el camino más rápido y directo para llegar al cementerio —dijo Boyle, volviéndose hacia Rogo.
Rogo asintió, lentamente al principio, luego más rápido, fijando finalmente sus ojos en Dreidel, quien se acercó para hacer las paces.
—Rogo, antes de que digas nada…
—Hiciste un trato, ¿no? —le espetó Rogo.
—Sólo escúchame…
—¿Qué te ofrecieron los Marshals?
—Rogo…
—¿Qué coño te ofrecieron, maldito parásito canceroso? —gritó Rogo.
Dreidel meneó la cabeza mientras su barbilla quedaba ligeramente descentrada.
—Inmunidad total.
—¡Lo sabía! —dijo Rogo.
—¿Y cuál fue el trato? ¿Que nos espiarías a Wes y a mí, ayudándolos a atrapar a Los Tres, como una forma de demostrar tu inocencia?
—¡Yo soy inocente! —exclamó Dreidel.
—¡Y también lo es Wes! ¡Y yo! ¡Pero no fuimos corriendo a ver a las autoridades para hacer ningún trato!
—Rogo, los dos tenemos que irnos —insistió Boyle.
Furioso, pero consciente de la situación en la que se encontraba Wes en aquel momento, Rogo se dirigió hacia la entrada principal, siguió a Boyle a través de las puertas de cristal y salió al aparcamiento con Dreidel pisándole los talones.
Mientras la lluvia caía con fuerza, Dreidel los alcanzó y, muy pronto, los tres corrían juntos en dirección a la furgoneta de Boyle.
—No les dije nada de vosotros —dijo Dreidel.
—¿O sea, que en ningún momento les contaste en qué estábamos metidos? —le espetó Rogo.
—No tuve otra alternativa, Rogo. Cuando Wes apareció en mi habitación del hotel aquel día… necesitaba ayuda. Ellos me dijeron que si os vigilaba a Wes y a ti y los mantenía informados de vuestro paradero harían todo lo posible para protegernos y para que la prensa no se enterara de nada.
—¿Y eso no es espiar a tus amigos?
—Escucha, no te pongas furioso conmigo por haber sido el único lo bastante inteligente para darse cuenta de que, en una emergencia, se supone que debes romper el cristal y gritar pidiendo ayuda. Venga, Rogo, piénsalo un momento. No puedo permitirme… —Cuando se acercaban a la furgoneta, le explicó—: Me presento al Senado.
Corriendo hacia el lado del acompañante de la furgoneta, Rogo sintió que los dedos se le cerraban y apretaba los puños. Estuvo a punto de abrirse el labio con los dientes mientras luchaba por contener la ira.
—Vamos… abre la puerta —le gritó a Boyle.
—Lo juro, Rogo, no estaba tratando de haceros daño —insistió Dreidel.
Cuando se abrieron los seguros de las puertas, Rogo abrió la del lado del acompañante, extendió la mano y volvió a colocar el seguro en la puerta corredera de la parte trasera.
—¿Qué haces? —preguntó Dreidel—. ¡Abre la puerta!
Rogo no dijo nada mientras se instalaba en el asiento delantero, que estaba cubierto con gruesas pilas de archivos, fotocopias, periódicos viejos y una flamante cámara digital. Apoyándose contra la puerta de Rogo, Dreidel pasó el brazo por detrás del asiento del acompañante y trató de quitar el seguro de la puerta corredera. Sin dudarlo un segundo, Rogo cerró la puerta corredera. Dreidel intentó quitar la mano. Pero no fue lo bastante rápido. La sólida puerta se cerró con estrépito, hundiendo sus dientes de metal en las puntas de los cuidados dedos de Dreidel.
—¡Ahhhhhh! ¡Abre la puerta! ¡Ábrela, cabrón…!
—Oh, lo siento… —dijo Rogo al tiempo que abría la puerta y Dreidel metía la mano debajo de su axila—. Lo juro, Dreidel, yo tampoco quería hacerte daño.
Desde su asiento en la furgoneta, Rogo lo fulminó con esa clase de mirada que viene acompañada de un picador de hielo.
—No finjas que eres amigo de Wes, gilipollas.
El motor de la furgoneta se encendió con una sacudida y Rogo cerró la puerta. Dreidel se quedó bajo la lluvia.
—¿Nos vamos o no? —le gritó Rogo a Boyle.
—A mí no me des órdenes a gritos —replicó Boyle—. Yo no le disparé a tu amigo en la cara.
—Pero si tú…
—Yo no le disparé, Rogo. Ellos me dispararon a mí. Y si yo realmente hubiera querido hacerle daño a Wes, no estaría corriendo ahora al cementerio para salvarlo —dijo Boyle mientras daba marcha atrás y pisaba el acelerador.
Mirando fijamente hacia adelante mientras se alejaban velozmente del aparcamiento y de Dreidel, Rogo tensó la mandíbula; buscaba pelea. Por una vez, desistió.
—Sólo dime una cosa —dijo por fin, señalando hacia el moderno edificio con cámaras de seguridad térmicas—. ¿Qué coño es ese sitio, y por qué tenían una cama y una mesa de conferencias al lado del aseo?
—¿Acaso no oíste con quién hizo Dreidel su trato? —Dando unos golpecitos en el cristal de su ventanilla, Boyle señaló el edificio de cuatro plantas que estaba situado a menos de cuatro kilómetros del aeropuerto—. El doctor Eng es sólo el nombre que les permite ocultarse a la vista de todo el mundo. Olvida lo que dice en la puerta principal. Es una casa del WITSEC.
—¿El qué?
—El WITSEC. Se encarga de proteger a ciudadanos involucrados en temas de seguridad nacional.
—¿Quieres decir como el Programa de Protección de Testigos?
—Exactamente como el Programa de Protección de Testigos, que, junto con la protección judicial, se lleva a cabo sólo bajo la jurisdicción de…
—… de los Marshals —dijo Rogo, meneando la cabeza y comprendiendo finalmente por qué Dreidel no había querido ir allí.
—El asunto empieza a apestar, ¿verdad? —preguntó Boyle—. Pero es así como trabajan. Tienen oficinas falsas repartidas por todas las ciudades del país. En este caso, la única diferencia es que se trata de Protección de Testigos 2.0. En lugar de esconderte en un lugar seguro, hacen que todo el mundo crea que has muer…
Por encima de sus cabezas, un 747 desgarró la noche, descendiendo hacia las pistas del aeropuerto y ahogando las palabras de Boyle.
Rogo volvió a mirar el edificio de cristales mate mientras la adrenalina de su pelea con Dreidel se diluía lentamente e iba asimilando la magnitud de la realidad que acababa de conocer.
—De modo que cuando el guarda jurado llamó a través de su radiotransmisor…
—…no estaba llamando a sus compañeros —dijo Boyle—. Estaba llamando a los Marshals. Y a menos que nos larguemos de aquí a toda pastilla, los conocerás en persona.
El codo de Lisbeth rascó el granito áspero al chocar contra la lápida rematada por la cruz celta.
—Dime dónde se esconde Wes —exigió El Romano con la pistola tan cerca de su cabeza que Lisbeth pudo ver su propio reflejo distorsionado en la punta del cañón.
Cuando no respondió, él volvió a preguntarle, pero Lisbeth apenas si oyó las palabras. Toda su atención seguía centrada encima del hombro de El Romano. La primera dama vio la expresión conmocionada del rostro de Lisbeth.
Empapada por la lluvia, Lisbeth trató de retroceder un poco más, pero la lápida la mantuvo inmóvil.
—¿Wes? —siseó la primera dama como una gata furiosa en dirección a El Romano—. ¿Me ha traído hasta aquí para ver a Wes?
—Señora, le dije que se quedase donde estaba —dijo El Romano sin apartar la vista o la pistola de Lisbeth.
—Y yo le dije que nunca volviese a ponerse en contacto conmigo, pero eso no le impidió presentarse en mi casa… ¡entrar en mi hogar! ¿Tiene idea de la clase de riesgo que…? —Se interrumpió mientras las consecuencias se hacían evidentes—. ¡Dios mío! Él… ¿Wes está aquí ahora? —Lenore Manning miró ansiosamente hacia el sendero de piedra, examinando las lápidas cercanas—. ¿Lo trajo aquí para…? ¿Por eso me pidió que le escribiese esa nota?
El Romano miró a Lisbeth y luego clavó la mirada en la primera dama.
—No actúe para la periodista, Lenore.
—¿Actuar? Esto no es… ¿Por qué no me lo dijo? —estalló la primera dama y su paraguas se agitaba violentamente con cada sílaba.
El Romano soltó una risa suave, haciendo chirriar su voz de papel de lija.
—Así que no hay ninguna diferencia con lo que pasó hace una década, ¿no? ¿Me está diciendo que quería saberlo?
La primera dama permaneció en silencio mientras la lluvia golpeaba su paraguas. Frente a ella, Lisbeth estaba desprotegida y la lluvia empapaba lentamente su cabellera roja, que se aplastaba y colgaba a través de su rostro como hilos mojados.
—Por favor, dígame que le hicieron chantaje —rogó Lisbeth con la voz quebrada y el ceño fruncido.
La primera dama ignoró la pregunta, buscando aún a Wes en los alrededores. Justo delante de ella, El Romano esbozó una minúscula sonrisa.
—¿Y eso es todo? ¿Simplemente lo hizo y ya está? —preguntó Lisbeth.
—Yo no hice nada —insistió la doctora Manning.
—Pero usted lo sabía, él acaba de decirlo. Incluso aunque lo ignorase, usted…
—¡Yo no sabía nada! —gritó ella.
—¡Porque no quería saberlo! —gritó Lisbeth.
La primera dama hizo un gran esfuerzo para mantener la calma.
—Ellos se pusieron en contacto conmigo a través del Servicio Secreto, diciendo que podían ayudar en cuestiones de seguridad, que nuestro personal superior nos estaba limitando al no pagar por el Blackbird y otros buenos soplos. En aquella época, yo… nosotros necesitábamos demostrar que éramos fuertes. ¡Pensé que estaba ayudando!
—¿Y simplemente hizo todo lo que le decían?
—¿Me está escuchando? ¡Eran agentes del Servicio Secreto! ¡Estaban de nuestro lado! —insistió ella con voz atronadora—. Supuse que ellos sabían lo que estaban haciendo, ¿lo entiende? Nunca pensé que ellos… ¡Yo estaba ayudando!
—¿Hasta cuándo? ¿Hasta que de repente Boyle apareció muerto y usted se dio cuenta de lo que había hecho? —preguntó Lisbeth. Pero eso no explicaba por qué la primera dama se mantuvo en silencio los días que siguieron al tiroteo o qué pasó cuando El Romano se le acercó por primera vez—. ¿Cómo pudo ser tan ingenua y ni siquiera haber cuestionado lo que El Romano le estaba vendiendo? La seguridad nacional no era su afición preferida. De hecho, estando tan cerca de la reelección, y especialmente cuando estaban tan atrás en las encuestas, la única cuestión en la que cualquier primera dama debería haber estado centrada era conseguir un segundo man…
—Usted quería ganar —dijo Lisbeth.
—Romano, yo me marcho —dijo la primera dama, volviéndose, su dedo meñique sacudiendo la tira del mango del paraguas.
—Por eso nunca informó acerca de él, ¿no es así? Tal vez usted quería creerlo; tal vez decidió simplemente hacer la vista gorda. Pero siempre que él pudiese ayudarla en cuestiones de seguridad… si él podía darles un empujón en las encuestas, sólo por esa vez…
—¿Me ha oído? —le gritó ella a El Romano, casi al borde de las lágrimas.