El líbro del destino (28 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

Lisbeth niega con la cabeza.

—Los informadores no están de ningún lado, sólo bailan al son del mejor postor.

—¿O sea, que es un buen soplón? —pregunto.

—Bueno, podría decirse que dio el soplo de esos terroristas asiáticos que habían colocado a Filadelfia en su punto de mira hace algunos años. El Romano es genial.

—¿Cómo de genial? —pregunta Rogo.

Lisbeth busca en otra página de su libreta.

—Lo bastante genial como para pedir seis millones de pavos por un soplo. Aunque, por lo visto, no lo consiguió. La CIA, finalmente, dijo que no.

—Eso es un montón de pasta —dice Rogo, inclinándose hacia adelante y leyendo en su libreta.

—Y ésa es la cuestión —conviene Lisbeth—. El pago medio de un informante es modesto: diez mil dólares o algo así. Tal vez lleguen a pagarte entre veinticinco y cincuenta mil dólares si la información es realmente valiosa, y hasta medio millón si les proporcionas datos específicos acerca de una célula terrorista. Pero ¿seis millones de pavos? Digámoslo de este modo: tienes que estar lo bastante cerca de Bin Laden como para conocer la marca de su pasta de dientes. De modo que para que El Romano pidiese esa cantidad de dinero…

—Debía de estar sentado encima de un secreto del tamaño de un elefante —digo, completando la frase.

—Tal vez les dio el soplo de que pensaban atentar contra Boyle —añade Rogo.

—O cualquier otro dato que los llevase a ello —dice Lisbeth—. Aparentemente, El Romano pidió ese dinero un año antes del tiroteo.

—Pero dijiste que la CIA no le pagó —dice Dreidel.

—Ellos querían pagarle. Pero parece que no pudieron convencer a los peces gordos —explica Lisbeth.

—¿Peces gordos? —pregunto—. ¿Cómo de gordos?

Dreidel sabe a qué me refiero.

—¿Crees que fue Manning quien le negó a El Romano el caldero con las monedas de oro?

—No tengo ni idea —le digo.

—Pero tiene sentido —nos interrumpe Rogo—. Porque si alguien se interpusiera en mi camino para conseguir seis millones de pavos, iría a buscar la escopeta de mi padre para disparar unos cuantos tiros al azar.

Lisbeth lo mira de arriba abajo.

—Tú eres de los que va a todos los estrenos de pelis de acción que puede, ¿no?

—Por favor, ¿podemos no desviarnos del tema? —les ruego antes de preguntarle a Lisbeth—. ¿Ese reportero amigo tuyo dijo algo más acerca de cuál era esa información que valía seis millones de dólares?

—Nadie lo sabe. En realidad, él parecía estar más fascinado por la forma en que El Romano seguía sacando conejos de su chistera año tras año. Aparentemente aparecía como salido de la nada, dejaba caer una bomba acerca de alguna célula terrorista en Sudán o de un grupo de rehenes y luego desaparecía hasta la siguiente vez.

—Igual que Superman —dice Rogo.

—Sí, salvo por el hecho de que Superman no te cobra unos cuantos miles de pavos antes de salvarte la vida. No te equivoques, El Romano es un tío despiadado. Si la CIA no le pagaba lo que pedía, él simplemente se largaba y dejaba que al rehén de turno le cortaran la cabeza. Por eso cobraba toda esa pasta. No le importaba nada. Y aparentemente no ha cambiado.

—¿Aún sigue en Sudán? —pregunto.

—Nadie lo sabe. Algunos dicen que podría estar en Estados Unidos. Otros se preguntan si está recibiendo información directamente desde dentro.

—¿Te refieres a que tiene a alguien en la CIA? —pregunta Rogo.

—O en el FBI, o la Agencia de Seguridad Nacional, o incluso en el Servicio Secreto; todos ellos recogen información de inteligencia.

—Es algo que sucede continuamente —dice Dreidel—. Un agente mediocre se cansa de su salario mediocre y un día decide que, en lugar de redactar un informe sobre el Criminal X, le pasará el dato a un informador, quien luego se lo vende a la misma agencia y ambos se reparten la pasta.

—O se inventa una identidad falsa, o un apodo ridículo, como
El Romano
, y luego simplemente se vende la información a sí mismo. Y ahora está cobrando un pastón por aquello que, de otro modo, conseguiría en el curso de su trabajo —digo.

—En cualquier caso, El Romano aparentemente está tan oculto que sus jefes tuvieron que diseñar ese ridículo sistema de comunicación sólo para poder ponerse en contacto con él. Ya sabéis, como leer cada quinta letra en algún anuncio clasif…

—O combinar las letras en un crucigrama —musita Dreidel, irguiéndose súbitamente en su asiento. Volviéndose hacia mí, añade—. Déjame ver ese crucigrama…

Saco el fax del crucigrama del bolsillo del pantalón y lo aliso con la palma de la mano sobre la mesa de juntas. Dreidel y yo nos inclinamos. Rogo y Lisbeth hacen lo propio desde el otro lado. Aunque ambos saben de su existencia desde la noche anterior, es la primera vez que Rogo y Lisbeth ven el crucigrama.

Estudiando la hoja de papel, ambos se concentran en las casillas pero no ven nada más que un puñado de respuestas y algunos apuntes en los márgenes.

—¿Qué hay de esos nombres en la otra hoja? —pregunta Lisbeth, extrayendo la hoja que hay debajo del crucigrama y revelando la primera página del fax, con las tiras cómicas de
Beetle Bailey
y
Blondie
. Justo encima de la cabeza de Beetle Bailey, de puño y letra del presidente, se leen las palabras «Gob. Roche… M. Heatson… Anfitrión: Mary Ángel».

—Revisé esos nombres anoche —digo—. El crucigrama está fechado el 25 de febrero, justo al comenzar la legislatura de Manning. Aquella noche, el gobernador Tom Roche presentó a Manning durante la celebración de una campaña de alfabetización en Nueva York. En sus palabras de introducción, Manning les dio las gracias al principal organizador del evento, Michael Heatson, y a su anfitriona, Mary Ángel.

—¿O sea, que esos nombres no eran más que una chuleta? —pregunta Lisbeth.

—Manning lo hace siempre —dice Dreidel.

—Siempre —confirmo—. Yo le entrego un discurso y, cuando ya está en el estrado, apunta algunas notas añadiendo los nombres de varias personas a las que les agradecerá su presencia, algún donante importante al que ha, visto sentado en la primera fila, un viejo amigo cuyo nombre acaba de recordar… Esta chuleta estaba en el reverso de un crucigrama.

—Me asombra que guarden sus viejos crucigramas —dice Lisbeth.

—Ésa es la cuestión. No lo hacen —le digo—. Y puedes creerme, nosotros acostumbrábamos a guardarlo todo: notas garabateadas en un post-it, una línea añadida a un discurso que apuntaba en una servilleta… Todo eso forma parte del trabajo.

Los crucigramas, no, por eso es una de las pocas cosas que nos estaba permitido tirar.

—¿Por qué, entonces, guardaron éste? —pregunta Lisbeth.

—Porque éste es parte de un discurso —contesta Dreidel, golpeando con el dorso de la mano el rostro de Beetle Bailey. «Gob. Roche… M. Heatson… Anfitrión: Mary Ángel»—. Una vez que había apuntado esos nombres, era como guardarlo en un estuche de plata. Teníamos que conservarlo.

—De modo que, durante ocho años, Boyle anda por ahí, solicitando miles de documentos, buscando lo que fuese que estuviera buscando —dice Lisbeth—. Y hace una semana consigue estas páginas y decide salir a la luz.

Se sienta erguida en su sillón, deslizando la pierna que tenía debajo de las nalgas. Ella sabe que el secreto está en el crucigrama.

—Déjame ver ese crucigrama otra vez —dice muy de prisa.

Igual que antes, los cuatro nos apiñamos alrededor de la hoja.

—¿De quién es la otra letra? —pregunta Lisbeth, señalando los garabatos.

—De Albright, nuestro antiguo jefe de personal —contesta Dreidel.

—Murió hace unos años, ¿no?

—Sí, aunque también Boyle había muerto —digo, inclinándome hacia adelante con tanta fuerza que la mesa se me clava en el estómago.

Lisbeth sigue estudiando el crucigrama.

—Por lo que veo, todas las respuestas parecen correctas.

—¿Y qué es esto de aquí? —pregunta Rogo, apoyando el dedo sobre los garabatos que aparecen en el lado derecho del crucigrama.

—La primera palabra es
amble
. ¿Veis la 7 horizontal? —pregunto—. Los espacios vacíos corresponden a la «L» y la «E». Dreidel dice que su madre hace lo mismo cuando resuelve los crucigramas.

—Garabatea distintas posibilidades para ver cuál de ellas encaja —explica Dreidel.

—Mi padre solía hacer lo mismo —dice Lisbeth.

Rogo asiente para sí pero no aparta los ojos del crucigrama.

—Tal vez la respuesta se encuentra en las pistas del crucigrama —sugiere Lisbeth.

—¿A qué te refieres, a que El Romano controlaba al tío que se inventaba los crucigramas? —pregunta Dreidel meneando la cabeza.

—¿Y eso es más descabellado que ocultar algo en las respuestas?

—¿Cuál era el nombre de aquel tío de la Casa Blanca que tenía las mejillas rosadas? —interrumpe Rogo sin apartar la vista del crucigrama.

—Rosenman —contestamos Dreidel y yo al unísono.

—¿Y vuestro antiguo tío de seguridad nacional? —pregunta Rogo.

—Cari Moss —contestamos nuevamente al unísono.

Miro a Rogo. Siempre que muestra esta tranquilidad es que está a punto de estallar.

—¿Ves alguna cosa? —pregunto.

Alzando ligeramente la vista, Rogo sonríe con su amplia sonrisa de perro de carnicero.

—¿Qué? Dilo de una vez —exige Dreidel.

Rogo coge el borde del crucigrama y lo lanza como si fuese un disco de plástico a través de la mesa.

—Por lo que parece, los nombres de todos vuestros hombres están escondidos ahí.

50

Una vez en el vestíbulo, El Romano no dudó en firmar en el libro de registro. Incluso estuvo hablando un momento acerca de los destinos de mala muerte con el agente que estaba detrás del escritorio. Cuando llegó a los ascensores pulsó el botón de llamada sin preocuparse en absoluto por sus huellas digitales. Y lo mismo ocurrió cuando las puertas del ascensor se abrieron y pulsó el botón para ir al cuarto piso.

Estaban organizados. La clave de cualquier guerra era la información. Y, como habían aprendido todos ellos con los crucigramas hacía ya muchos años, la mejor información siempre procede de alguien de dentro.

Un sonoro y breve timbre agitó el aire cuando se abrieron las puertas del ascensor.

—Identificación, por favor —dijo un agente vestido con traje y corbata antes de que El Romano hubiese pisado el pasillo enmoquetado en color beis.

—Egen —contestó El Romano, exhibiendo una vez más su identificación y la credencial.

—Sí, por supuesto, lo siento, señor —dijo el agente, retrocediendo unos pasos mientras leía el cargo que figuraba en la identificación de El Romano.

Con un gesto, el Romano le indicó que se tranquilizara.

—Si no le molesta que lo pregunte, señor, ¿cómo están los ánimos en el cuartel general? —preguntó el agente.

—Ya se lo puede imaginar.

—El director está muy cabreado, ¿eh?

—La perspectiva de tener que pasarse los próximos seis meses en el candelero apagando el fuego no le pone precisamente de buen humor. No hay nada peor que una ración diaria de entrevistas por televisión y audiencias retransmitidas en el Congreso explicando por qué Nico Hadrian se largó de ese hospital.

—A esos congresistas seguramente les pirra ver sus caras en la tele, ¿eh?

—¿Acaso no le gusta a todo el mundo? —preguntó El Romano, mirando la cámara de seguridad y dirigiéndose hacia las puertas blindadas del despacho del presidente.

—Abre la puerta, Paulie —dijo el agente al otro que estaba dentro de las oficinas del Servicio Secreto.

Se oyó un ruido sordo y metálico al abrirse la cerradura magnética.

—Gracias, hijo —dijo El Romano. Empujó la puerta sin volver la vista atrás.

—Hola —dijo una recepcionista hispana con una voz muy aguda cuando las pesadas puertas negras se cerraron detrás de El Romano—. ¿En qué puedo ayudarlo?

Cruzando el sello presidencial estampado en la alfombra, El Romano examinó la pared izquierda buscando al agente que habitualmente montaba guardia junto a la bandera. El agente no estaba en su puesto, lo que significaba que tampoco estaba el presidente. La única otra buena noticia era la nota en el post-it fijado en uno de los laterales del ordenador de la recepcionista. Decía: «Dreidel: Ext. 6/Oficina trasera.»

—Dreidel no está en su despacho, ¿verdad? —preguntó El Romano.

—No, está fuera, con Wes —contestó la recepcionista—. ¿Y ustedes…?

El Romano le mostró la identificación y la credencial.

—En realidad, estoy aquí para ver a la señorita Lapin…

—Claro, por supuesto —dijo la recepcionista, señalando hacia la izquierda de El Romano—. Quiere que la llame o…

—No es necesario —insistió El Romano, alejándose tranquilamente—. Me está esperando.

A la derecha del pasillo, El Romano pasó junto a una docena de pequeños marcos de cristal que contenían las distinciones más destacadas de prácticamente todos los países importantes. La Gran Cruz de la Orden de Polonia, el Collar de la Independencia de Qatar, incluso la Orden del Baño de Gran Bretaña. El Romano ni siquiera les echó un vistazo, concentrado en la puerta abierta que había a su izquierda.

Se asomó al despacho que había enfrente y que tenía en la puerta una placa que decía «Jefa de Personal». Las luces estaban apagadas, el escritorio vacío. Claudia ya había salido a almorzar. Bien. Cuanta menos gente hubiese, mejor.

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