El Romano sabía que la había asustado, pero no tenía ninguna intención de disculparse. Al menos hasta que hubiese obtenido lo que quería.
—Usted me dijo que no se lo dijese a nadie, y no lo he hecho —dijo finalmente Bev—. Ni a B.B. ni al presidente… a nadie. —Jugando con las puntas de su pelo teñido de negro, añadió—: Aunque todavía no entiendo cómo nada de esto puede ayudar a Wes.
El Romano se volvió nuevamente hacia la ventana, tomándose su tiempo para elegir las palabras adecuadas. Como cualquier padre protector, ella no se volvería contra su hijo a menos que fuese por su propio bien.
—Lo que ayuda a Wes es descubrir con quién se topó aquella noche en Malasia —explicó El Romano—. Si lo que él dijo en el informe es correcto, es decir, que sólo se trataba de un borracho que estaba buscando los aseos, entonces no hay nada de que preocuparse.
—Pero hacer que colocase un micrófono en su pin, que lo ocultase al resto de los miembros del personal… ¿Por qué no me dice quién cree usted que se le acercó a Wes aquella noche?
—Bev, se lo dije desde el principio, esto forma parte de una larga investigación con la que creemos y esperamos que Wes tropezó de forma totalmente accidental. Confíe en mí, queremos protegerlo tanto como usted, que es la razón por la que…
—¿Todo esto tiene algo que ver con Nico? ¿Por eso se ha escapado?
—Esto no tiene nada que ver con Nico.
—Sólo pensé… con su mano… —dijo ella, señalando la venda que cubría la palma.
El Romano sabía cuál era el riesgo de acudir al despacho. Pero con la escucha silenciada y Boyle aún en paradero desconocido algunas cosas debían hacerse cara a cara.
El Romano se sentó en el borde del escritorio de Bev y cogió su mano entre las suyas.
—Bev, sé que no me conoce. Y sé que resulta extraño recibir de pronto la llamada de un agente acerca de una investigación de la que no sabe nada, pero le prometo que esto no tiene nada que ver con Nico. ¿Lo entiende? Nada. Todo lo que le he preguntado… es sólo en interés de la seguridad nacional y en beneficio de Wes —añadió, mirándola fijamente con sus ojos azul pálido—. Quiero que sepa cuánto agradezco su preocupación por él. Todos sabemos la pena que le inspira…
—No es pena. Wes es un chico muy dulce…
—… que debería haber dejado este trabajo hace años, pero que no lo hizo porque le aterra alejarse del considerado pero inhabilitante manto de seguridad con que lo protegen todos ustedes. Piense en ello, Bev. Si realmente le preocupa tanto Wes, éste es el momento en el que más la necesita. Bien, ¿hay alguien más que se nos pueda haber pasado por alto? ¿Antiguos contactos de la Casa Blanca? ¿Contactos internos actuales? ¿Cualquier persona que se le ocurra y a la que Wes pudiese haber acudido si se encontraba en problemas?
Deslizándose hacia atrás en su silla, Bev permaneció en silencio ante la avalancha de preguntas. Durante un instante, sus ojos permanecieron fijos en los de él. Pero cuanto más la presionaba, más desviaba ella la mirada. A su teclado. A su cuaderno de notas de piel. Incluso a la borrosa fotografía de 5 x 9 fijada en el ordenador, tomada durante su fiesta de cumpleaños celebrada en la oficina hacía un par de años. En la imagen, todo el personal sonreía mientras el presidente soplaba las velitas del pastel de cumpleaños de Bev. Era la clase de foto que nunca existía en la Casa Blanca, pero que aquí decoraba casi todos los despachos: ligeramente desenfocada, ligeramente divertida. No era una fotografía profesional tomada por un fotógrafo de la Casa Blanca. Una fotografía familiar, tomada por uno de ellos.
—Lo siento —dijo Bev, apartando la mano y mirando la venda de El Romano—. No se me ocurre nadie más.
—… mas y caballeros, el presidente de Estados Unidos! —anuncia el presentador a través del sistema de megafonía mientras la cinta comienza a girar y el brillante Cadillac One negro hace su entrada en la pista de carreras.
Por el amplio ángulo de visión —que muestra de perfil la mitad de la caravana presidencial— deduzco que la imagen está tomada desde una cámara instalada en el palco de prensa.
—Allí está la ambulancia que lleva la sangre de Boyle —señala Dreidel, desplazándose alrededor de la mesa para acercarse al televisor. Se detiene junto a Lisbeth, quien se encuentra a la izquierda de la pantalla. A mi derecha, Rogo está situado nuevamente en la cabecera de la mesa ovalada. Pero, en lugar de moverse hacia la pantalla, retrocede. Hacia mí.
No tiene necesidad de decir nada. Apunta su barbilla ligeramente hacia la izquierda y frunce las cejas.
«¿Te encuentras bien?»
Tensando la mandíbula, asiento confiadamente. Rogo ha sido mi amigo desde antes de que yo aprendiese a conducir. Él conoce la verdad.
—Lisbeth —dice—. Tal vez deberíamos…
—Déjalo, estoy bien —le digo.
Cuando la limusina abandona la última curva y se dirige a la línea de meta, la cámara abre el plano para mostrar toda la caravana presidencial, que ahora se dirige directamente hacia nosotros. Yo solía llamarla «la procesión fúnebre». No tenía ni idea.
En la pantalla, la cámara se acerca lentamente hacia el Cadillac One. Mientras lo veo, aún puedo oler los asientos de piel de la limusina, el aroma aceitoso del betún en los zapatos de Manning y el olor dulce de la gasolina en el asfalto.
—Muy bien, allá vamos —dice Lisbeth.
La cinta de vídeo salta a otra toma desde una nueva cámara situada dentro de la pista de carreras. Ahora estamos a la altura de los ojos. En el lado del pasajero, el jefe del destacamento del Servicio Secreto sale de la limusina y corre a abrir la puerta trasera. Los otros dos agentes se sitúan en sus puestos, bloqueando cualquier línea de tiro limpia desde la multitud. Las plantas de mis pies se elevan mientras mis dedos tratan de atravesar las suelas de los zapatos. Sé lo que se avecina. Pero cuando la puerta de la limusina se abre, la imagen se congela.
—¿Cámara lenta? —pregunta Dreidel.
—Es la única manera de ver quién está en un segundo plano —explica Lisbeth, poniendo la mano en la esquina superior izquierda del televisor. Dreidel se acerca y hace lo propio con la esquina derecha. Ambos se inclinan. No quieren perderse un solo detalle.
Al otro lado de la mesa, me revuelvo en mi sillón. A cámara lenta, otros dos agentes del Servicio Secreto se acercan lentamente hacia el fondo de la imagen, cerca de la puerta abierta que mira hacia la multitud.
—¿Y a estos tíos los conocéis? —pregunta Lisbeth, trazando un amplio círculo alrededor de los cinco agentes vestidos con traje y corbata que aparecen en la pantalla.
—Geoff, Judd, Greg, Alian y… —Dreidel hace una pausa en el último hombre.
—Eddie —digo, sin apartar los ojos de la pantalla.
—Sólo será un segundo —promete Dreidel como si eso fuese a hacerme sentir mejor. Se vuelve hacia el televisor justo a tiempo de ver cinco dedos que se asoman como pequeños gusanos rosados por encima del techo de la limusina. Los dedos de mis pies se hunden más profundamente, horadando prácticamente los zapatos. Cierro los ojos un momento y siento el olor de las palomitas y la cerveza rancia.
—Aquí viene —susurra Dreidel cuando Manning sale lentamente de la limusina, una mano alzada ya en un saludo congelado y festivo. Detrás de él, con su mano también alzada, la primera dama hace lo mismo.
—Ahora observad al presidente —dice Lisbeth a medida que pasa cada plano y Manning se vuelve lentamente por primera vez hacia la cámara.
En la pantalla la sonrisa de Manning es tan amplia que se ven sus encías. Y lo mismo sucede con la primera dama, quien coge su mano. No hay duda de que están disfrutando del recibimiento de la multitud.
—No tiene precisamente el aspecto de un hombre que sabe que está a punto de producirse un tiroteo, ¿verdad? —pregunta Lisbeth mientras Manning continúa saludando a la multitud, su cazadora negra hinchándose como si fuese un globo de helio.
—Os digo que Manning no sabía nada de lo que iba a ocurrir —dice Dreidel—. Es decir, no me importa para qué estaban preparados, o cuántos litros de la sangre de Boyle llevaban en esa ambulancia, es imposible que Manning, el Servicio Secreto o cualquier otra persona se arriesgue a recibir un tiro en la cabeza.
—Sigues suponiendo que apuntaban a Manning —dice Lisbeth en el momento en que Albright aparece en la pantalla, saliendo a paso de tortuga del interior de la limusina—. Creo que Nico le disparó exactamente a quien tenía que dispararle. Pensad en su fuga de anoche del hospital psiquiátrico. Ambos enfermeros con disparos en el corazón y en la palma de la mano derecha. ¿Os suena?
En la pantalla, en el centro de una mata de pelo gris, un diminuto punto calvo se eleva por encima del borde del techo de la limusina como el sol de la mañana. Boyle.
—Él sí que está nervioso —dice Lisbeth, apoyando el índice sobre el rostro de Boyle.
—Siempre tuvo un aspecto que daba lástima —dice Dreidel—. Incluso el primer día.
Trago con dificultad mientras el perfil de Boyle aparece en la pantalla. La piel cetrina es la misma, pero esa nariz fina y puntiaguda es mucho más afilada que el apéndice nasal corto y grueso que tenía hace dos días. Sus mejillas también son ahora más alargadas. Ni siquiera la cirugía plástica puede detener el envejecimiento.
—Mirad, ni siquiera echa un vistazo alrededor —añade Dreidel cuando Boyle sigue al presidente—. Ninguno de los dos sabe lo que está a punto de suceder.
—Ahí estás tú —dice Dreidel, dando unos golpecitos en la esquina derecha de la pantalla, donde apenas si se me puede ver el perfil. Cuando salgo de la limusina, la cámara se desvía hacia la izquierda, alejándose de mí, mientras intenta seguir al presidente. Pero como me encuentro a sólo unos pocos pasos detrás de él, hay una breve toma en la que se me ve mirando boquiabierto en segundo plano.
—Tío, eras un crío —dice Lisbeth.
La cámara oscila ligeramente y mi cabeza se vuelve hacia ella como si fuese un robot articulado. Es la primera vez que todos tenemos una visión clara. Los dedos de mi mano derecha acarician nerviosamente la palma. Mis ojos se llenan de lágrimas al ver las imágenes. Mi rostro… Dios, ha pasado tanto tiempo… pero allí está, el auténtico yo.
En la pantalla, la mano del presidente Manning se alza para saludar al presidente de la NASCAR y su ahora famosa esposa. La primera dama se toca su collar de zafiros y sus labios se abren en un eterno «hola». Albright lleva las manos en los bolsillos. Boyle se ajusta la corbata. Y yo camino detrás de ellos, con mi maletín de los trucos y una mirada arrogante en los ojos.
Sé lo que pasa a continuación.
Pop, pop, pop.
La cámara se eleva bruscamente, haciendo un barrido del público en las gradas mientras el operador se agacha al oír los disparos. La pantalla se llena rápidamente de cielo azul. Pero, para mí, ya se está disolviendo en blanco y negro. Un chico con una camiseta de los Dolphins grita llamando a su madre. Boyle cae a tierra sobre su propio vómito. Y un aguijón me desgarra la mejilla. La cabeza se me va hacia atrás de sólo pensarlo.
La cámara vuelve a agitarse, deslizándose hacia el suelo, más allá de la imagen borrosa de gente que corre, grita y trata de abandonar las gradas. A la izquierda de la pantalla, el Cadillac One se aleja con un rugido. El presidente y la primera dama ya están en su interior. A salvo.
Mientras la limusina se aleja, la cámara se mueve adelante y atrás, buscando las consecuencias del tiroteo y escudriñando el caos en cámara lenta: agentes del Servicio Secreto con las bocas congeladas a mitad de un grito, espectadores que corren en todas direcciones, y en la parte superior de la pantalla, justo cuando la limusina se aleja, un chico flaco y pálido cae pesadamente al suelo, retorciéndose de dolor como un gusano sobre el pavimento, con la mano cubriéndose el rostro.
Las lágrimas bañan mis mejillas. Mis dedos aprietan con tanta fuerza la palma de mi mano que me siento el pulso. Me digo que debo apartar la mirada, levantarme y encender las luces… pero no puedo moverme.
En la pantalla, dos agentes de traje y corbata trasladan a Boyle a la ambulancia. Puesto que están de espaldas a la cámara resulta imposible identificarlos. Pero en el remolino de polvo que ha dejado la limusina, yo sigo tendido en el suelo, apretándome el rostro con tanta fuerza que parece que esté tratando de clavar la nuca en el asfalto. Y aunque la pantalla muestra las imágenes en colores, yo sigo viéndolas en blanco y negro. El flash de una cámara se convierte en una supernova. Las puntas de mis dedos rascan el afilado metal alojado en mi rostro. Las puertas de la ambulancia de Boyle se cierran violentamente.
—¿Wes, estás con nosotros? —susurra Rogo.
«¿Por qué no dejan de golpear las puertas…?»
—Wes… —insiste Rogo. Vuelve a decirlo y me doy cuenta de que no es un susurro. Su voz es sonora. Como si estuviese gritando.
Algo me coge del hombro derecho y lo sacude.
—¡Wes! —grita Rogo mientras yo vuelvo a la realidad y encuentro su carnosa mano apoyada en mi hombro.
—No, no… Si… estoy bien —digo, sacudiéndome de su mano. Hasta que miro alrededor de la sala no rae doy cuenta de que la cinta de vídeo ha acabado. En una esquina, Lisbeth enciende las luces, volviéndose para ver qué ocurre.
—Wes está bien —insiste Rogo, tratando de bloquear el campo visual de Lisbeth—. Él sólo… Dadle un segundo, ¿de acuerdo?
Lisbeth se aparta del interruptor de la luz sin dejar de mirarme, pero si ve lo que está ocurriendo es lo bastante generosa como para guardárselo para ella.
—O sea, que, básicamente, nada de nada, ¿verdad? —pregunta Dreidel, evidentemente contrariado por el hecho de que sigamos aquí—. Quiero decir, excepto por haberle proporcionado a Wes unas renovadas pesadillas a las que hacer frente.
—Eso no es verdad —contesta Lisbeth, dirigiéndose nuevamente al otro lado de la mesa. En lugar de sentarse junto a Dreidel, decide permanecer en pie—. Hemos visto que unos agentes llevaron a Boyle hasta la ambulancia.
—Lo que no significa nada ya que no podemos verles las caras, por no mencionar el hecho de que, puesto que el Servicio Secreto evidentemente prestó su ayuda en este asunto, yo no creo que sea prudente pedirles ayuda.
—Podríamos haber visto mucho más si la cámara no hubiese estado girando como mi madre cuando se pone a filmar —señala Lisbeth.
—Sí, ese tío de la cámara fue un auténtico capullo por tirarse al suelo y tratar de proteger su vida de ese modo —replica Dreidel.