El líbro del destino (29 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

Dirigiéndose hacia la izquierda, entró en el despacho bien iluminado que olía a palomitas recién hechas y a velas de vainilla mentolada. Desde donde estaba y mirando hacia el escritorio, El Romano tenía una visión perfecta del ceñido suéter de cuello en «V» que luchaba por sujetar los pechos implantados hacía una década.

Antes incluso de que ella atinase a reaccionar, El Romano cerró lentamente la puerta a sus espaldas.

—Me alegro de verla, Bev —dijo—. Le sienta muy bien Florida.

51

—Aquí —dice Rogo, señalando la columna de garabatos escritos a la derecha del crucigrama.

Vuelvo a examinar la columna vertical de garabatos y letras colocadas aparentemente al azar:

—¿AMB? ¿JABR? ¿FRF? —pregunta Dreidel—. Ninguna de ellas son iniciales de personas que yo conozca.

—No leas de izquierda a derecha. Hazlo de arriba abajo. —Rogo hace un círculo con su bolígrafo encerrando la columna de letras.

—M, A, R, J, M, K, L, B —dice Rogo, mirándome—. Complétalo: Manning, Albright, Rosenman…

—Jeffer —añado.

—¿Quién es Jeffer? —interrumpe Lisbeth.

—Yo —dice Dreidel.

—Moss, Kutz, Lemonick —añado, completando el resto—. YB…

—De Boyle —dice Rogo orgullosamente—. Ocho personas, todas ellas con acceso al Despacho Oval.

Lisbeth asiente sin dejar de examinar el crucigrama.

—Pero ¿por qué el presidente iba a conservar una lista con los nombres de sus principales colaboradores?

Todos miramos a Dreidel.

—No la he visto en mi vida —dice, echándose a reír. Pero por el temblor de su voz, es la primera vez que no parece encantado de verse incluido en una lista tan exclusiva.

Rogo, ya con muestras de impaciencia, se levanta de su asiento y se dirige a la cabecera de la mesa.

—Manning apuntó los nombres de ocho personas, luego los camufló con garabatos para que nadie advirtiese que estaban allí. No es que quiera jugar a detectives, pero ¿qué tienen todos ellos en común?

Lisbeth vuelve a colocar la hoja con el crucigrama en el centro de la mesa. Miro la lista de nombres. Lemonick era el consejero de la Casa Blanca, Rosenman, el secretario de prensa, Cari Moss, el consejero de seguridad nacional. Junto con Manning, Albright y Boyle, eran nuestros hombres más importantes: los caballeros de nuestra mesa redonda.

—Es evidente que se trata de una lista de tíos con poder.

—Excepto en el caso de Dreidel —señala Rogo—. Sin ánimo de ofender —añade, volviéndose hacia Dreidel.

—¿Estabais todos trabajando en algo especial en aquella época? —pregunta Lisbeth—. ¿Cuándo fue? ¿En febrero del primer año de mandato?

—No llevábamos en la Casa Blanca ni siquiera un mes —dice Dreidel. Pero al ver la jerarquía de las personas que integran la lista, advierto el cambio en el tono de su voz—. Tal vez se trate de las personas que quería que estuviesen presentes en las reuniones de la mañana… para el IDP. —Al ver la confusión en los rostros de Lisbeth y Rogo, Dreidel explica—. Todas las mañanas, a las seis en punto, un correo armado llega a la Casa Blanca procedente del cuartel general de la CIA portando un maletín esposado a su muñeca. En su interior se encuentra el Informe Diario del Presidente, un resumen de alto secreto de los acontecimientos que se están produciendo en todo el mundo. Movimientos de tropas en Corea del Norte, redes de espías en Albania, cualquier cosa que el presidente necesite saber la recibe en la primera reunión de la mañana, junto con algunas otras noticias seleccionadas.

—Sí, pero todo el mundo sabía quién estaba invitado a esas reuniones —señalo.

—Lo acabaron sabiendo —dice Dreidel—. Pero durante aquellas primeras semanas, ¿creéis que Rosenman y Lemonick no intentaron abrirse paso a codazos para poder participar?

—No lo sé —dice Lisbeth, contemplando la lista con una pequeña arruga entre las cejas—. Si sólo estás apuntando nombres, ¿por qué mostrarse tan reservado?

—La gente sólo se muestra reservada cuando tiene una razón para ello —dice Dreidel—. Y parece evidente que no querían que nadie viese lo que estaban escribiendo.

—Muy bien, de acuerdo. ¿Qué cosas podrías escribir acerca de tus doce principales colaboradores que no querrías que nadie más viese? —pregunta Lisbeth—. No te gustan, no quieres que estén allí, los temes…

—Eso podría ser… un sabroso chantaje —dice Rogo—. Tal vez uno de ellos tenía un secreto…

—O conocía un secreto —dice Dreidel.

—¿Quieres decir acerca del presidente? —pregunto.

—Acerca de cualquiera —dice Lisbeth.

—No lo sé —digo—. El nivel de la gente de la que estáis hablando… son personas de las que se supone que no debes preocuparte de que mantengan la boca cerrada.

—A menos que uno de ellos haga que te preocupe la posibilidad de que no pueda mantener la boca cerrada —dice Dreidel.

—¿Te refieres a algo así como una lista de confianza? —pregunta Lisbeth.

—Supongo que… Sí, claro —contesta Dreidel—. Yo lo haría si tuviese personal nuevo.

Por primera vez deja de morderse las uñas.

—No estoy seguro de entender a qué te refieres —digo.

—Wes, piensa en lo que estaba ocurriendo durante aquellas primeras semanas en la Casa Blanca. Aquel coche-bomba en Francia y todas las discusiones internas sobre si la respuesta de Manning fue lo suficientemente seria. Luego tuvimos todas aquellas peleas sobre la redecoración del Despacho Oval…

—De eso me acuerdo —dice Lisbeth—. Hubo un artículo en
Newsweek
que hablaba de una alfombra a rayas rojas. ¿Cómo la llamaba la primera dama?

—Chicle de frutas —dice Dreidel secamente—. El atentado en Francia y aquella horrible alfombra… Aquéllas eran historias ridículas sobre las discusiones internas. «Vaya, el capitán no puede dirigir su nuevo barco…» Pero la única razón por la que aquellas historias se filtraron fue porque un funcionario bocazas decidió hacerlas públicas.

Lisbeth asiente, ya que sabe perfectamente de qué está hablando Dreidel.

—De modo que lo que a Manning realmente le preocupaba en aquella época…

—… era descubrir quién estaba filtrando lo que ocurría dentro de la Casa Blanca —dice Dreidel—. Cuando tienes a tantos funcionarios bajo tu poder, siempre hay alguien que quiere salir corriendo para fanfarronear ante sus amigos. O con la prensa. O con sus amigos que resultan ser de la prensa. Y hasta que no consigas taponar esa filtración, no la controlas.

—De acuerdo —digo—. Lo que significa que, cuando se confeccionó esta lista, Manning estaba buscando a los funcionarios que filtraban estas historias a la prensa, ¿no?

—No sólo a los funcionarios —añade Dreidel—. Esas historias procedían de conversaciones que se mantenían en los niveles superiores. Por eso Manning estaba tan furioso aquellos días. Una cosa es que un becario filtre la noticia de que el presidente usa calcetines de colores diferentes. Y otra cosa muy diferente es abrir un día
The Washington Post
y leer palabra por palabra una reunión que has mantenido con tus cinco colaboradores de mayor confianza.

—Si ése es el caso, ¿por qué incluirse a sí mismo en la lista? —pregunta Rogo mientras todos volvemos a mirar el crucigrama.

—Tal vez se trata de una lista que incluye a aquellos que estuvieron presentes en una determinada reunión (Manning, Albright, Boyle, etc.) y simplemente estaban tratando de reducirla pata ver quién había filtrado una información en concreto —digo.

—Eso explicaría por qué estoy yo en la lista —añade Dreidel—. Aunque, tal vez, no se tratase sólo de filtrar información a la prensa.

—¿Asistía alguien más a esas reuniones? —pregunta Lisbeth.

—Piensa nuevamente en lo que dijiste sobre ese tío, El Romano, y los seis millones de pavos que no aprobaron. Esos pagos a informadores de primer nivel también se incluyen en el IDP.

Asiento, recordando aquellas antiguas reuniones.

—No es una mala opción. Quienquiera que estuviese filtrando información, habría podido filtrársela a El Romano, diciéndole quién era el responsable de que no recibiera el dinero que había pedido.

—¿Y crees que por eso dispararon a Boyle? —pregunta Lisbeth—. ¿Porque fue Boyle quien se negó a que El Romano recibiera su dinero?

—Yo creo que sí —dice Rogo—. Seis millones de pavos es un montón de pasta.

—Sin duda —dice Dreidel—. Pero parece más que evidente que si quieres saber en quién no puedes confiar debes buscar al tío que, hasta hace muy poco, todos creíamos que estaba muerto. Ya sabéis, el tío ese a quien busca el FBI… y que rima con Doyle…

—Por eso hice que buscaran los archivos de Boyle en la Biblioteca Presidencial —digo—. Allí lo tienen todo: sus horarios, en qué temas estaba trabajando, incluso su archivo personal oficial revisado por el FBI. Tendremos cada hoja de papel que estuvo alguna vez sobre el escritorio de Boyle, o que hacía referencia a él.

—Eso está bien, de modo que podemos ir a investigar a la biblioteca —dice Lisbeth—. Pero eso no nos dice aún por qué una lista confeccionada por Manning durante su primer año de mandato tiene alguna relación con el hecho de que Boyle fuese tiroteado tres años más tarde.

—Quizá Boyle estaba furioso con el presidente porque no confiaba en él —interviene Rogo.

—No —dice Dreidel—. Según los tíos del FBI que abordaron a Wes, Boyle y Manning estaban juntos en lo que fuese que estuviesen haciendo.

—Y debe ser verdad —señalo—. La ambulancia, llevar el tipo de sangre de Boyle preparado… ¿Cómo podría haberlo hecho Boyle sin contar con la ayuda de Manning y del Servicio Secreto?

—¿Qué estás insinuando? ¿Que habría otra persona que no era de fiar? —pregunta Lisbeth, con los ojos fijos en Dreidel.

Meneo la cabeza.

—Todo lo que digo es que el presidente Manning y Albright pasaron uno de los primeros días en la Casa Blanca confeccionando una lista secreta con los nombres de ocho personas que compartían el acceso diario a algunos de los secretos mejor guardados del mundo. Y lo que es más importante, al mantener esa lista oculta en un crucigrama, ellos inventaron una mañera de crear lo imposible: un documento presidencial que contenía los pensamientos más íntimos de Manning y que no podía ser inspeccionado, catalogado, estudiado o visto por nadie más de su entorno.

—A menos, por supuesto, que incluyeras distraídamente algunas notas en el reverso —dice Rogo.

—La cuestión es que hay que reducir aún más esa lista —digo—. Y que yo sepa, además del presidente, las únicas personas que estaban en la pista de carreras aquel día eran Boyle y Albright, y Albright está muerto.

—¿Estás seguro de que sólo eran ellos dos? —pregunta Lisbeth.

—¿Qué quieres decir?

—¿Has mirado alguna vez la filmación de aquel día? ¿Y si le echamos un vistazo sólo para ver si todo lo que crees recordar coincide con la realidad?

Meneo la cabeza. Una semana después del tiroteo, cuando aún estaba en el hospital, vi unas imágenes de lo que había ocurrido mientras zapeaba. Se necesitaron tres enfermeras para que me tranquilizara aquella noche.

—Nunca he visto nada de todo aquello —digo.

—Sí, ya imaginaba que era tu peli favorita. Pero si realmente quieres saber lo que ocurrió, tienes que comenzar por la escena del crimen. —Antes de que pueda reaccionar, Lisbeth busca en su bolso y saca una cinta de vídeo negra—. Por suerte para ti, tengo contactos en los canales de televisión locales.

Cuando se levanta de su sillón y se dirige a la estantería de fórmica donde están la televisión y el vídeo, se me forma un nudo en la garganta y el sudor empapa las palmas de mis manos.

Sé que no es una buena idea.

52

—¿Qué me dice de Claudia? —preguntó El Romano con voz tranquila, acercándose a la ventana del despacho de Bev y contemplando a los agentes, el sheriff y la dotación de la ambulancia que estaban reunidos en la glorieta que había delante del edificio.

—Me dijo que no… que se trataba de una investigación interna —contestó Bev mientras miraba a El Romano desde su escritorio y comía palomitas ansiosamente de una bolsa que había calentado en el microondas.

—¿Y Oren?

—Acabo de decirle que…

—¡Dígamelo otra vez! —insistió El Romano, volviéndose desde la ventana, su piel pálida y el pelo negro brillando prácticamente bajo la luz del mediodía.

Bev permaneció en silencio, la mano inmóvil en la bolsa de palomitas.

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