—Contesta, contesta, contesta…
—Hola —dijo un hombre mayor con una voz de caballo y acento de Wisconsin.
—Hola, estoy buscando al señor Kassal —explicó Lisbeth.
—Martin, para usted. Y usted es…
—Lisbeth Dodson, solíamos trabajar juntos en
The Palm Beach Post
… y le prometo, señor, que ésta será la pregunta más extraña que le hayan…
—Abrevia, cariño. He preparado tortitas para la cena y no me gustaría que se quemaran.
—Sí, bueno, un buen amigo mío tiene un problema… —Lisbeth respiró profundamente, buscó el bolígrafo y dijo—. ¿Qué tal se le dan los rompecabezas?
Con el techo corredizo abierto y la llovizna que seguía entrando en el coche, Nico salió de la autopista, cruzándose por delante de un Lexus blanco y siguiendo la rampa de salida a Okeechobee Boulevard.
—Edmund, ¿cuál es la dirección? —preguntó Nico, cubriendo con la manta el pecho de Edmund mientras se acercaban al semáforo en rojo que había al final de la rampa.
«8.385 Okeechobee Boulevard.»
Asintiendo, Nico se inclinó hacia adelante para ver mejor la calle que corría en perpendicular delante de ellos. A su derecha, el tráfico pasaba junto a estaciones de servicio y una tienda de reparación de cortadoras de césped. A su izquierda, las aguas azules y abiertas de Clear Lake bordeaban el Performing Arts Center, mientras que un cartel verde de autopista indicaba el camino hacia unos bellos rascacielos que había en la distancia. En la fotografía que Nico había robado, Wes aparecía destrozado, corrompido por su relación con Boyle. No había nada hermoso en él.
Girando el volante hacia la derecha, Nico volvió a adelantar al Lexus Blanco, cuyo conductor hizo sonar el claxon durante unos larguísimos cinco segundos para expresar su ira. Nico no la oyó, aceleró y se metió entre el tráfico.
—¿Puedes leer aquel número? —preguntó Nico al tiempo que señalaba una tienda de venta de coches. Una gota de lluvia entró a través del techo abierto y cayó en la mejilla de Edmund.
«2,701.»
—¿Y qué me dices de esa dirección? —preguntó Nico, señalando el negocio de un prestamista a media manzana de distancia.
«Déjame ver… 2,727.»
Nico sonrió con un intenso brillo en la mirada y aceleró aún más.
«Un trabajo magnífico, Nico. No hay duda de que el Señor está de tu lado.»
Pensando exactamente lo mismo, Nico estiró la mano hacia las cuentas de madera del rosario del espejo retrovisor del Pontiac.
—¿Te importa, Edmund?
«Será un honor para mí. Te lo has ganado, hijo mío.»
«Hijo mío.»
Nico se sentó erguido al volante al oír esas palabras. Edmund sin duda sabía lo que significaban… y una vez que Nico las hubo oído, podía oler la vaharada a regaliz y nogal de los cigarros liados a mano que fumaba su padre. En aquella época cuando… antes de que su madre enfermase. Cuando iban a la iglesia, cuando las cosas iban bien. Escondiendo apenas su sonrisa, Nico asintió una y otra vez mientras se deslizaba el rosario alrededor del cuello y miraba nuevamente hacia el asiento del acompañante.
«¿Qué? ¿Qué ocurre, Nico?»
—Nada… yo sólo… —Volvió a asentir y aspiró profundamente el olor a regaliz—. Me siento feliz —dijo—. Y dentro de unos minutos, mamá, igual que papá, recibirá finalmente la justicia que merece.
Hace cinco minutos comencé a explicarle a Rogo la historia de Los Cuatro, y la nota de Boyle y lo que me había dicho Lisbeth sobre Dreidel. En circunstancias normales, Rogo habría empezado a amenazar con romperle la crisma a alguien y repetir el consabido «te lo había dicho». Pero como todo buen actor, es consciente del público que tiene delante.
—¿Qué es lo que dice? —pregunta Dreidel de fondo.
—Dile que los Manning me han dado mañana el día libre —contesto con mi recién descubierta ira que apenas disimula mi ansiedad.
—Los Manning le han dado mañana el día libre, para que se tranquilice después de todo el follón de la fuga de Nico —dice Rogo al otro lado de la línea como un viejo profesional. Hablando nuevamente conmigo, añade—: ¿Tienes idea de por qué lo hizo?
—¿Quién? ¿Manning? No tengo ni la más remota idea; la primera dama dijo que quizá lo engañaron. Todo lo que sé es que cuando Los Tres reclutaron a Boyle lo estaban chantajeando con ese supuesto hijo. Pero conseguir algo de un presidente de Estados Unidos en funciones…
—Estamos hablando de un secreto de la hostia —dice Rogo—. Wes, tendrás que ir con cuidado.
—¿Con cuidado por qué? —interrumpe Dreidel, claramente frustrado—. ¿Qué está diciendo?
—Relájate, ¿quieres? Estamos hablando de O'Shea y Micah —dice Rogo, controlando la situación. Cuando Dreidel no contesta, me pregunto si he sido demasiado duro. Aun cuando lo que ha dicho Lisbeth sea verdad, sobre que Manning y Dreidel tenían la misma clasificación…
—Pregúntale a Wes si quiere que nos reunamos —dice Dreidel de fondo—. Para que podamos comparar nuestras notas en persona.
—Creo que es una gran idea —dice Rogo. Para Dreidel, el tono empleado por Rogo es de absoluto entusiasmo. Para mí, su significado está claro: se cortaría los pulgares antes de permitir que se celebre esa reunión.
Mientras Rogo continúa manteniendo a Dreidel a raya, giro a la derecha para salir del tráfico de la hora punta en Okeechobee Boulevard y atravieso el amplio espacio abierto del aparcamiento del supermercado Publix. No es mi camino habitual, pero al mirar a través del espejo retrovisor, el gran espacio vacío del aparcamiento es la mejor manera de comprobar si todavía estoy solo.
—¿Cuándo podríamos reunimos? —pregunta Rogo, tratando de mantener a Dreidel contento.
—Supongo que estás bromeando, ¿no? —pregunto, recorriendo el aparcamiento y siguiendo la estrecha calle de dos carriles hasta el edificio familiar que se alza al final de la manzana.
—Sí… por supuesto.
—Bien, entonces encárgate de mantenerlo alejado —digo—. Alejado de mí y alejado de Boyle.
—¡Joder, Rogo, te has pasado el cambio de dirección! —grita Dreidel—. ¡La entrada a la autopista está hacia allá!
Sin necesidad de decir una palabra, sé que Rogo me comprende. Para cuando hayan llegado a la consulta del doctor Eng y regresado nuevamente a Palm Beach, Dreidel tendrá un problema menos con el que yo deba tratar.
—De acuerdo, Wes, esta noche a las ocho en el hotel de Dreidel —dice Rogo—. Sí… bueno… por supuesto —añade, aunque yo permanezco en silencio. Puedo oír que respira profundamente. Ahora habla más despacio—. Sólo asegúrate de que no te pase nada, ¿me oyes? —Conozco ese tono de voz. La última vez que lo escuché, Rogo estaba de pie junto a mi cama, en el hospital—. Hablo en serio, Wes. Ve con cuidado.
—Lo haré —le digo mientras giro a la derecha en el camino particular de ladrillo con forma de herradura delante de mi edificio de apartamentos. Paso frente a la entrada principal y me dirijo hacia el aparcamiento al aire libre que se abre en la parte trasera—. Aunque debo ser sincero contigo, Rogo. Pensé que te haría feliz que por fin comenzara a devolver los golpes.
—Sí, bueno… La próxima vez trata de nadar unos cuantos largos antes de decidirte a cruzar el canal de la Mancha.
—Le entregué mi vida a ese tío, Rogo. Tengo que recuperarla.
—¿Me lo estás diciendo a mí? Wes, yo me peleo con todo el mundo. Me encanta pelearme con todo el mundo, incluso con el mocoso de la tienda que intenta darme el cambio con cupones de descuento. Pero deja que te diga una cosa: con esa gente no se pelea. Consigues las pruebas que necesitas, las guardas en un lugar seguro y luego corres a contárselo a la prensa, a las autoridades, a quienquiera que se encuentre en la mejor posición para impedir que te rompan las piernas. Y, puedes creerme, cuando ellos te encuentren, no se quedarán de brazos cruzados.
—¿Aún estáis hablando de O'Shea y Micah? —interrumpe Dreidel.
—¿De quién más podríamos estar hablando? —le responde Rogo bruscamente.
—Rogo —digo—. Sé cómo son. Esta vez no les resultará tan fácil.
—De acuerdo, eso es lo que quería oír. Muy bien, de modo que si no puedes ir a tu casa, ¿dónde piensas esconderte durante las próximas dos horas: en ese hotel destartalado donde estuvo mi madre, o quizá en algún lugar más público, ya sabes, como el vestíbulo de Breakers o algo así?
Me quedo en silencio durante un momento y me dirijo hacia mi plaza de aparcamiento.
—¿Qué quieres decir?
—Echa un vistazo al reloj, Wes. Todavía te quedan un par de horas, de modo que suponiendo que no quieras quedarte en el apartamento…
No contesto.
Juro que puedo ver a Rogo meneando la cabeza.
—Estás ahí ahora, ¿no es cierto?
—No exactamente —digo cuando el coche pasa por encima de una banda rugosa.
—¿No exactamente? ¿Qué significa no exactamente?
—Pues… significa que yo… significa que estoy en el aparcamiento.
—¡Oh, joder! Wes, ¿por qué…? ¡Lárgate de ahí ahora mismo!
—¿No crees que el guarda jurado de la puerta principal puede…?
—No es un guarda jurado. ¡Es un conserje con una placa cosida!
—Estoy hablando de las cámaras, Rogo. Por eso ellos temen… ¡que los vean! Y no te ofendas, pero hasta que se lo contaste a Dreidel, yo probablemente habría estado seguro.
—Lárgate de ahí. Ahora.
—¿De veras? —pregunto, llegando a una zona abierta para poder maniobrar con facilidad.
—¡Sólo tienes que dar media vuelta y sacar tu culo de ahí antes de que…!
Cuando comienzo a retroceder siento un golpe en el cristal de la ventanilla de mi lado. Me giro a la izquierda y veo la boca del cañón de una pistola golpeando contra el cristal.
O'Shea apunta la pistola directamente hacia mí y se lleva el dedo índice a los labios.
—Dígales que se encuentra bien —dice O'Shea, la voz amortiguada por la ventanilla.
Miro la pistola.
—E… escucha, Rogo… estoy bien —digo.
Rogo contesta algo pero no alcanzo a oírlo.
—Dígales que los llamará cuando haya encontrado un lugar seguro —añade O'Shea.
Dudo por un momento. O'Shea tensa el dedo en el gatillo.
—Rogo, volveré a llamarte cuando haya encontrado un lugar seguro.
Cuelgo el teléfono. O'Shea abre la puerta de mi lado.
—Me alegra volver a verlo —dice—. ¿Cómo fue la visita a Key West?
—Vamos, Wes. Fuera —dice O'Shea, cogiéndome por el hombro y arrastrándome.
Mientras me tambaleo a través del asfalto del aparcamiento, me doy cuenta de que el coche todavía está en marcha. No le importa. O'Shea no cree que este asunto vaya a llevarle mucho tiempo.
—Siga andando… hacia la valla —añade, ahora un paso por detrás de mí. Su arma ya no está a la vista. Pero por el bulto que se advierte en el bolsillo de su chaqueta, no hay duda de que sigue apuntando hacia mí.
Nos dirigimos hacia una esquina del aparcamiento, donde hay una abertura entre los altos arbustos que lleva hasta una zona resguardada donde hay una cadena para sujetar los perros y que discurre en paralelo al aparcamiento. Es una zona estrecha y no muy amplia, pero está metida entre los arbustos y nos mantendrá fuera de la vista de cualquier curioso.
—Así que Key West… —dice O'Shea, aún detrás de mí—. Su amigo Kenny le envía saludos.
Miro de reojo justo al llegar a las dos farolas que flanquean la entrada a la zona reservada. O'Shea sonríe como si estuviese muy satisfecho de sí mismo, pero por la forma en que su pelo rubio está pegado al cráneo, es evidente que ha tenido un día mucho más duro de lo que pretende aparentar. La llovizna parece dejar perlas de sudor en su respingona nariz.
—No sé de qué me está hablando —digo, volviéndome para mirarlo.
O'Shea ni siquiera se molesta en desmentirme.
—¿Dónde está la foto que se llevó, Wes?
—Ya le he dicho que no sé…
Me golpea con el puño en la cara, alcanzándome en el ojo izquierdo y haciendo que caiga en el sendero embarrado. Mientras resbalo por la hierba húmeda, siento que me late toda la cuenca del ojo, como si fuese una campana recién tañida.
—Sé que tiene esa foto. Sólo quiero que me la dé y luego podrá marcharse.
—Es… está en la guantera —digo, señalando el coche con una mano y apoyando la otra en el ojo dolorido.
O'Shea vuelve la vista hacia el Subaru en el momento preciso en que otros dos coches entran en el aparcamiento. Llevan los faros encendidos y la luz atraviesa la penumbra del anochecer, transformando la llovizna en diminutos fuegos artificiales que brillan a la distancia. Vecinos que regresan del trabajo. O'Shea apoya con fuerza el pie en mi hombro y estudia la escena como si estuviese leyendo la palma de la mano de alguien.
Sin decir nada, se agacha, me coge de la pechera de la camisa y me levanta del suelo. Antes de que consiga recuperar el equilibrio, me hace girar y me lanza contra el árbol más cercano. Mi mejilla choca contra la corteza, obligándome a olvidar por un momento el dolor del ojo.
O'Shea se coloca detrás de mí, me separa las piernas bruscamente y comienza a registrarme los bolsillos, lanzando al suelo todo lo que llevo en ellos: cartera, llaves del apartamento, la hoja de papel doblada donde consta el programa diario de Manning.
—¿Qué está haciendo? —pregunto cuando me palmea el pecho y continúa el registro por las piernas—. Le acabo de decir que está en la guan…
Cuando sus dedos palmean mi tobillo se oye un leve crujido.
Bajo la vista para mirarlo. Él alza la vista para mirarme.
Intento librarme de su garra, pero es demasiado fuerte. Me golpea el tobillo. Levanta la pernera del pantalón y deja al descubierto la fotografía satinada en blanco y negro sujeta a mi pantorrilla con el calcetín.
O'Shea, furioso, saca la foto y me aparta de un empujón. Su ira aumenta al mirar la imagen de la pista de carreras en la que aparece Micah, pero, con la misma rapidez, consigue tranquilizarse y recobra el aliento. Aliviado al comprobar que él no aparece en la foto, vuelve a fijar su atención en mí. El hecho de que yo aún siga con vida significa que la fotografía no es lo único que ha venido a buscar.
—¿Dónde está Lisbeth? —pregunta.
—Hemos discutido…
—Pero ¿aún así ella le deja que use su coche? Eso parece bastante generoso de su parte.
—Si lo que quiere saber es si ella está escribiendo un artículo…
—Quiero saber dónde está, Wes. Ahora. Y no diga «yo no lo sé.»