Hacia el sexto año estaba hundido hasta los tobillos en fotocopias y viejos archivos de la Casa Blanca. La gente del doctor Eng le ofreció su ayuda, pero ya hacía seis años que Boyle había perdido la ingenuidad. En el mundo del doctor Eng, la única prioridad era el doctor Eng, razón por la que, cuando Manning le presentó al grupo del doctor Eng hacía muchos años, Boyle les habló de Los Tres, y de la oferta que le habían hecho para que se convirtiese en El Cuarto, y las amenazas que habían seguido a ese ofrecimiento. Pero lo que jamás mencionó —a absolutamente nadie— fue lo que Los Tres ya habían robado. Y lo que Boyle estaba decidido a recuperar.
Hacía once días finalmente había tenido su oportunidad, una tarde lluviosa y oscura en el último mes de su séptimo año. Oculto debajo del toldo mientras salía de la oficina de correos en Balham High Road, Boyle repasó los papeles que acababan de llegar al archivo personal de Manning. Entre los principales documentos había una nota dirigida al gobernador de Kentucky, algunas notas manuscritas para un discurso en Ohio y un trozo arrancado de la sección de tiras cómicas de
The Washington Post
que incluía unos cuantos nombres garabateados en un lado… y un crucigrama casi completado en el otro.
Al principio, Boyle casi lo tira a la papelera. Luego recordó que aquel día en la pista de carreras, en la parte trasera de la limusina, Manning y su jefe de personal estaban resolviendo un crucigrama. De hecho, ahora que pensaba en ello, ellos siempre estaban resolviendo un crucigrama. Miró atentamente el trozo de papel y sintió como si le oprimiesen la caja torácica. Se mordió el labio inferior mientras estudiaba las dos caligrafías. La de Manning y la de Albright. Pero cuando reparó en los garabatos apuntados al azar junto al crucigrama, contuvo el aliento y estuvo a punto de hacerse sangre en el labio. Las iniciales… ¿eran ésas? Boyle lo comprobó una y otra vez, trazando un círculo alrededor de ellas.
Esas iniciales no correspondían solamente al personal superior. Dreidel, Moss, Kutz… Ésas eran las personas que recibían el Informe Diario del presidente, el documento al que Los Tres le habían pedido tener acceso.
Le llevó tres días desvelar el resto: dos con un experto en símbolos en la Universidad de Oxford, medio día con un profesor de Historia del Arte, y finalmente una consulta de cincuenta minutos con la unidad de investigación de Historia Moderna de esa universidad, más específicamente con la profesora Jacqui Moriceau, cuya especialidad era el período federalista, específicamente la figura de Thomas Jefferson.
Ella lo reconoció al instante. Los cuatro puntos, la cruz con un corte, incluso los breves trazos horizontales. Allí estaban. Exactamente en la forma en que Thomas Jefferson lo había ideado.
Cuando la profesora Moriceau le proporcionó el resto de la información, Boyle esperó que sus ojos se anegaran, que su barbilla se alzara con el alivio de haber cumplido por fin una misión aparentemente eterna. Pero mientras sostenía el crucigrama entre las manos, mientras comprendía lentamente lo que en verdad estaba tramando Leland Manning, los brazos, las piernas, las puntas de los dedos, incluso los dedos de los pies se le entumecieron y se volvieron frágiles, como si todo su cuerpo fuese una cascara de huevo vacía. Dios, ¿cómo pudo haber sido tan ciego, tan confiado, durante tanto tiempo? Ahora era imprescindible que viese a Manning. Tenía que preguntárselo mirándolo a los ojos. Sí, él había resuelto el rompecabezas, pero no era una victoria. Después de ocho años, docenas de cumpleaños perdidos, siete navidades perdidas, seis países, dos operaciones plásticas, el baile de graduación en el instituto y la entrada en la universidad, jamás habría ninguna victoria.
Pero eso no significaba que no pudiese haber una venganza.
Quince minutos al sur de Palm Beach, Ron Boyle se desvió hacia un lado de la autopista y condujo la vieja furgoneta blanca hacia el extremo más alejado de un área de emergencia desierta. Sin siquiera pensarlo ocultó la furgoneta detrás de unos arbustos altos y enmarañados. Después de ocho años tenía un máster en desapariciones.
Detrás de él, acostado sobre el suelo metálico de la furgoneta, O'Shea temblaba y gemía, hasta que finalmente recobró el conocimiento. Boyle no estaba preocupado, ni asustado, ni siquiera nervioso. De hecho, hacía semanas que no sentía más que el dolor dé sus remordimientos.
En el suelo, con los brazos sujetos detrás de la espalda, O'Shea se arrastró sobre las rodillas, la barbilla, los codos, lenta y trabajosamente, tratando de sentarse. Con cada movimiento, el hombro se sacudía. El pelo era una mata empapada de lluvia y sudor. Su otrora blanca camisa estaba manchada de sangre rojo oscuro. O'Shea consiguió arrodillarse por fin e intentó mostrarse fuerte, pero Boyle pudo ver por la coloración grisácea de su rostro que el dolor se estaba cobrando su precio. O'Shea parpadeó un par de veces para orientarse.
Y entonces oyó el clic.
Agachándose en la parte trasera de la furgoneta, Boyle se inclinó hacia adelante, apoyó con fuerza el cañón de la pistola en la sien de O'Shea y pronunció las palabras que le habían estado obsesionando durante casi una década:
—¿Dónde coño está mi hijo?
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó una voz grave a través del interfono cuando el hombre detuvo el coche junto al portón de seguridad.
El conductor no contestó, sacó su identificación del bolsillo de la chaqueta y la exhibió ante la cámara oculta entre los altos arbustos.
El interfono quedó en silencio. Momentos más tarde, un sonido metálico desactivó la cerradura y el portón se abrió de par en par.
Pisando suavemente el acelerador, el hombre condujo a través del camino, donde tres agentes del Servicio Secreto vestidos con traje y corbata se volvieron para mirarlo. Cuando no hicieron ningún movimiento para acercarse al coche, él supo que estaban recibiendo la información de su llegada a través de los audífonos. Y, por la expresión de sus rostros, era evidente que su presencia los había puesto nerviosos. A nadie le gusta que su jefe aparezca de improviso a echar un vistazo. Pero con Nico suelto, no les sorprendía lo más mínimo.
Con un giro del volante hacia la izquierda dirigió el coche entre los dos Chevy Suburban negros, luego se acomodó la funda de cuero de la pistola, asegurándose de que la fina correa que mantenía la pistola en su sitio estaba desabrochada. Esto no era como hacer un viaje a la oficina. Con los jefes aquí, tenía que estar preparado. Y si lo que decían los informes era cierto —que un vecino ya había descubierto los cadáveres de Kenny y Micah, y que se estaban investigando las huellas dactilares encontradas en el lugar de los hechos—, bueno, ahora esto significaba mucho más que setenta millones de dólares y cuatro años más en el cargo.
Todo había sido mucho más fácil cuando comenzaron. Después de la Academia Militar pasaron seis meses sin hacer otra cosa que simulacros y juegos de guerra. No había prisa. Era mejor convertirlo en una ciencia. No correr riesgos, no establecer contacto, y asegurarse de que no se pudiese seguir ninguna pista. Naturalmente, la clave para ello era la creación de El Romano, valiéndose para ello del pulgar que habían robado de un depósito de cadáveres de Tanzania para utilizarlo en las tarjetas con las huellas dactilares exigidas en los pagos a todos los confidentes. A partir de allí, todos estarían persiguiendo a un fantasma. Una vez que El Romano fue «real», dio comienzo el verdadero juego.
Micah fue el primero que encontró el oro. Como oficial de casos de la CIA destinado en Jartum recibió un soplo acerca de que alguien de la agencia de seguridad sudanesa estaba intentando vender once viejos visados estadounidenses —todos ellos caducados e imposibles de rastrear— a al-Zaydi, una conocida organización terrorista. Según la fuente de Micah, al-Zaydi pagaba con diamantes africanos que no dejaban huellas. La suma pactada era de 500.000 dólares que serían entregados en Taormina, Sicilia, el 15 de octubre.
Aquella mañana, para comunicarse con sus compañeros, Micah dejó una serie de mensajes codificados en los chats previamente acordados. Luego redactó el informe oficial completo, que detallaba sólo uno de los hechos: que corría el rumor de que la agencia de seguridad sudanesa iba a vender once visados estadounidenses. Micah omitió deliberadamente el resto de la información. Aquella tarde, O'Shea, en su condición de agregado del FBI en Bruselas, aprovechó la información sobre los diamantes que le había enviado Micah. Sabiendo lo que debía buscar, y recurriendo a agencias de seguridad extranjeras, O'Shea examinó los informes de las aduanas, encontrando finalmente a un miembro sospechoso de al-Zaydi que viajaba a través de Italia —legalmente— con casi 500.000 dólares en diamantes. Aquella misma noche, el agente Roland Egen del Servicio Secreto, como agente a cargo de la oficina del Servicio Secreto en Pretoria, Sudáfrica, le puso la guinda al pastel. Llamó a su supervisor en Roma y le dijo:
—Tengo una fuente que dice tener información acerca de unos visados estadounidenses en venta en el mercado negro y que nos dará la hora y el lugar de la entrega.
—¿Cuánto pide por esa información? —había preguntado el supervisor.
—Cincuenta mil dólares.
Hubo una pequeña pausa.
—¿Quién es la fuente?
—Se hace llamar El Romano —dijo Egen sin poder evitar una sonrisa.
Pocos minutos después, el Servicio Secreto comenzó a investigar el soplo. Se pusieron en contacto con otras agencias para confirmar la fuente. Después de lo sucedido en Irak, era una necesidad. Gracias a O'Shea, el FBI realizó un informe similar. Gracias a Micah, la CIA hizo otro tanto. Las tres piezas corroboraban la información.
—Paga —dijo el superior de Egen.
Veinticuatro horas más tarde, Micah, O'Shea y El Romano se repartieron su primera paga de 50.000 dólares. No estaba mal para un día de trabajo.
Hacía años, las cosas eran más fáciles. Pero eso fue antes de que invitasen a otros a entrar en el juego.
—Bienvenido, señor —saludó un agente de pelo castaño cuando el hombre salió del coche y se dirigió hacia la entrada de la casa estilo colonial pintada de azul claro y con la bandera norteamericana encima de la puerta.
A mitad de camino, un cuarto agente de traje y corbata se acercó a él desde la escalinata del frente.
Consciente del protocolo, el hombre exhibió nuevamente su identificación, esperando a que la examinasen.
—Lo siento, señor… yo no… ¿Ha venido a ver al presidente? —preguntó el agente, devolviéndole la identificación.
—Sí —contestó El Romano mientras entraba en la casa del presidente—. Algo así.
—¿Quieres volver a intentarlo? —preguntó Boyle con un gruñido en la parte trasera de la furgoneta al tiempo que presionaba el cañón de la pistola contra la sien de O'Shea.
—Puedes preguntar hasta quedarte sin saliva; te he dicho la verdad —contestó O'Shea, escupiendo sangre y retorciéndose por la punzada de dolor que le atravesó el hombro. Mientras se arrodillaba en el suelo metálico de la furgoneta, su voz sonó débil. Boyle meneó la cabeza. Sabía que no era más que un truco para que él bajase el volumen de su voz. O'Shea insistió—: Sé que esto es emocionalmente muy fuerte para ti, Boyle, es necesario que…
—¿Dónde coño está mi hijo? —estalló Boyle, empujando la pistola con tanta violencia contra la cabeza de O'Shea que éste cayó hacia atrás. Pero incluso mientras volvía a apoyarse sobre las rodillas, O'Shea no se revolvió, ni mostró pánico, tampoco luchó. Boyle no sabía si se trataba de agotamiento o de una calculada estrategia. Lo único que sabía era que, al igual que un leopardo herido que no aparta los ojos de su presa, O'Shea en ningún momento dejaba de mirar la pistola de Boyle.
Ocho años atrás, las manos de Boyle hubiesen estado temblando. Hoy estaban perfectamente serenas.
—Dime dónde está, O'Shea.
—¿Por qué, para que puedas ir a esperarlo a la salida del colegio? ¿Cuántos años tiene ahora, nueve, diez? ¿Para que puedas ir a esperarlo a la salida de su clase de cuarto y decirle que quieres poder visitarlo? ¿Crees acaso que tu novia Tawana…?
—Su nombre es Tiana.
—Puedes llamarla como quieras, ella nos contó la historia, Boyle. Cómo flirteaste con ella durante la campaña presidencial, cómo te siguió hasta Washington.
—Nunca le pedí que lo hiciera.
—Pero no tuviste ningún problema en esconderla de tu esposa y de tu hija durante casi cuatro años. Y luego, cuando ella se quedó embarazada, entonces había que hacer algo.
—Nunca le pedí que abortase.
—Oh, lo siento, no me había dado cuenta de que eres un santo. —A lo lejos se oyó el sonido de unos coches que pasaban velozmente por la autopista. O'Shea se encogió y bajó la cabeza durante un instante, cediendo al dolor—. Vamos, Boyle —balbuceó al levantar nuevamente la vista—, escondiste ese crío a los ojos de todo el mundo, insististe en que jamás debía acercarse a ti en público, ¿y ahora, de pronto, quieres llevarlo al picnic de la Casa Blanca para padres e hijos?
—Sigue siendo mi hijo.
—Entonces debiste cuidar de él.
—¡Yo cuidé de él!
—No, nosotros cuidamos de él —insistió O'Shea—. Lo que tú hacías era enviar cincuenta pavos a la semana, esperando que con ese dinero pudieses comprar comida, pañales y el silencio de ella. Fuimos nosotros los que les dimos a ella y a él un verdadero futuro.
Boyle meneó la cabeza, bastante alterado.