—Y si necesitas ayuda para encontrar trabajo o una recomendación o algo parecido… no lo olvides, aún dice «Presidente» en mi papel de cartas, y esperemos que allí fuera todavía haya algunas personas que se sientan impresionadas por eso.
—Estoy seguro de que sí, señor —digo sonriendo—. Gracias, señor presidente. —La forma en que asiente, como un padre orgulloso, convierte este momento en uno realmente dulce, un momento cálido, y el momento perfecto para que me retire. Pero no puedo hacerlo. Todavía no. Hasta que lo sepa.
—¿Y qué has pensado hacer a partir de ahora?
No le contesto. Cambiando de posición en el sillón decido no pensar en ello.
—Wes, ¿tienes planes para…?
—¿Usted lo sabía? —pregunto.
Manning alza una ceja.
—¿Cómo dices?
Lo miro fijamente a los ojos fingiendo que no son las tres palabras más difíciles que nunca han salido de mi boca. Reuniendo fuerzas, vuelvo a preguntarle:
—¿Sabía usted lo que hacía la primera dama? ¿Su esposa?
Frente a mí, sus dedos se entrelazan apoyados sobre el escritorio. Conozco su carácter. La mecha está encendida. Pero mientras permanece sentado en su sillón y me mira, la explosión no se produce. Abre los labios y separa los dedos. No está furioso. Está herido.
—Después de toda nuestra… ¿realmente crees eso?
Me hundo en mi asiento y siento que mido apenas tres centímetros. Pero eso no significa que no quiera oír la respuesta.
—Vi los crucigramas, sus calificaciones, incluso desde los primeros días usted estaba obviamente preocupado. ¿Eso significa…? ¿Usted sabía que ella era El Cuarto?
En este momento, él tiene todo el derecho del mundo a retorcerme el cuello; decir que a ella la engañaron y que era inocente. Pero se queda sentado allí, aplastado por la pregunta.
—Wes, no la presentes como lady Macbeth. Ella era muchas cosas… pero no una manipuladora.
—Yo la vi anoche. Incluso en el mejor de los casos, aunque ella no supiera quién era El Romano la primera vez que se acercó a ella, después de que Boyle fue tiroteado… Y durante todos estos años, ¿ella nunca dijo nada? No parece que la estuvieran manipulando.
—Y yo no lo estoy diciendo. Lo que digo es simplemente que lo que encontraron en esos crucigramas… incluso lo que viste tú… —Ahueca la mano, se la lleva a la boca y se aclara la garganta—. No soy un imbécil, Wes. Lenore era mi esposa, soy consciente de sus debilidades. Y cuando fue el momento de ocupar el gran castillo blanco… Vamos, hijo, tú también lo viste. Estabas allí con nosotros. Cuando vuelas a esa altura, miras hacia abajo y ves todas esas nubes… lo único que la asustaba era perder altura y precipitarse a tierra.
—Eso no le daba derecho a…
—No la estoy defendiendo —dice Manning, rogándome prácticamente que entienda lo que lo ha mantenido despierto toda la noche. No puede compartir esto con el Servicio Secreto ni con ningún otro miembro de su personal. Ahora que su esposa no está, sólo puede hablar conmigo—. Tú sabes muy bien lo desesperada que estaba Lenore. Todo el mundo quería ese segundo mandato. Todos. Incluso tú, Wes.
—Pero lo que usted dijo… con sus inquietudes, y conociendo sus debilidades… si usted sabía todo eso…
—¡Yo no sabía nada! —grita y sus orejas enrojecen—. Sabía que estaba asustada. Sabía que estaba paranoica. Sabía que en los primeros días solía pasarles detalles a los periodistas, como aquella primera discusión interna, o el hecho de que nadie la consultase para la redecoración del Despacho Oval. Lenore estaba persuadida de que si podía convencerlos, ellos no nos darían la patada ni nos dejarían sin nada. De modo que sí… esa parte la conocía. —Inclina la cabeza y se da un ligero masaje en la frente—. Pero —añade— yo jamás pensé que se dejaría arrastrar hacia algo así.
Asiento como si entendiese lo que me está diciendo. Pero no lo entiendo.
—Después de que usted dejó la Casa Blanca y las cosas se calmaron, ¿por qué…? —Busco las palabras menos duras, pero no hay ninguna otra manera de decirlo—. ¿Por qué se quedó junto a ella?
—Ella era mi esposa, Wes. Estuvo a mi lado desde que pintábamos carteles para la campaña en el garaje de mi madre. Desde que éramos… —Levanta finalmente la cabeza con los ojos cerrados y hace un esfuerzo para tranquilizarse—. Me gustaría que le pudieras hacer esa misma pregunta a Jackie Kennedy, o a Pat Nixon, o incluso a los Clinton. —Vuelve la vista hacia las fotografías en las que aparece junto a los antiguos presidentes—. Todo es fácil… hasta que las cosas se complican.
—De modo que cuando Boyle fue herido…
Manning me mira cuando pronuncio esas palabras. No tiene que decirme nada. Pero él sabe que le he dado todos estos años. Y que ésta es la única cosa que le he pedido a cambio.
—Sabíamos que una cosa así podía ocurrir, pero no teníamos ni idea de en qué momento —dice sin dudarlo—. Boyle vino a verme un par de semanas antes y me habló del ofrecimiento que le habían hecho Los Tres. A partir de ese momento… bueno, tú sabes muy bien con qué rapidez se mueve el Servicio Secreto. Hice todo lo que estaba en mi mano para proteger a mi amigo. Ellos le dieron un chaleco antibalas, llevaron su sangre en la ambulancia y pusieron todos sus recursos para protegerlo.
—Hasta que yo lo hice subir en la limusina.
—Hasta que Nico le metió una bala en la mano y otra en el pecho —dice, volviéndose para mirarme—. Llevaron a Ron directamente de la pista de carreras a la oficina de los Marshals, quienes le curaron las heridas, lo enviaron de ciudad en ciudad y lo incluyeron en el programa WITSEC. Naturalmente, él no quería marcharse, pero sabía muy bien cuáles eran las alternativas. Aunque es un programa que destroza familias, salva más vidas de las que puedes imaginar.
Asiento mientras el presidente se levanta de su sillón. La forma en que se inclina sobre el respaldo para incorporarse me indica que está más cansado de lo que quiere aparentar. Pero no me pide que me marche.
—Si hace que te sientas mejor, Wes, creo que ella lo lamentó. Especialmente lo que te pasó a ti.
—Le agradezco que me diga eso —le digo, tratando de mostrar algo de entusiasmo.
Manning me mira fijamente. Soy muy bueno interpretando sus expresiones. Pero él lo es aún mejor interpretando las mías.
—No estoy diciendo sólo eso, Wes.
—Señor presidente, nunca pensé de otra…
—Rezábamos juntos reclinados ante la cama. ¿Lo sabías? Era nuestro ritual desde el día en que nos casamos —explica—. Y durante aquel primer año Lenore rezaba por ti cada noche.
El mayor error que comete la mayoría de la gente cuando conoce al presidente es que siempre trata de alargar la conversación. Es un momento único en sus vidas, de modo que son capaces de decir la mayor de las tonterías para que ese momento no se acabe nunca.
Me levanto y señalo la puerta.
—Debo irme, señor.
—Entiendo. Ve y haz lo que debas hacer —dice mientras da la vuelta al escritorio—. Te diré una cosa, sin embargo —añade mientras me acompaña hasta la puerta—. Me alegra que te eligiera para portar su féretro. —Hace una pausa y recobra el aliento—. Ella debe ser llevada sólo por miembros de la familia.
A mitad de camino de la puerta, me doy la vuelta. Recordaré esas palabras el resto de mi vida.
Pero eso no significa que las crea.
Tiende la mano para estrechar la mía y recibo el apretón doble que Manning reserva habitualmente para los jefes de Estado y donantes millonarios. Incluso se demora un momento, envolviendo mi muñeca entre sus manos.
Tal vez fue algo tácito. Quizá él lo dedujo. Que yo sepa, ella incluso pudo confesárselo sin ambages. Pero hay algo que está claro y que no puede discutirse: Leland Manning no es un imbécil. Él sabía que Boyle pensaba decirles que no a Los Tres. De modo que, cuando Boyle cayó bajo los disparos de Nico, tuvo que sospechar que habían conseguido a alguien aún más importante.
Mientras atravieso la sala de estar en dirección a la puerta principal veo la enorme fotografía en blanco y negro con la vista desde detrás de su escritorio en el Despacho Oval. Sí, esos cuatro años fueron magníficos; pero para él hubiese sido mejor tener otros cuatro más.
—Hazme saber si necesitas cualquier cosa —me dice el presidente desde la sala de estar.
Lo saludo con la mano y se lo agradezco.
Es posible que el León Cobarde no tenga valor. Pero no hay duda de que tiene cerebro.
Él sabe que yo andaba por ahí en compañía de una periodista. Él sabe que ella está esperando mi llamada. Y lo que es más importante, él sabe que cuando se trata de dar un toque a alguien, el mejor toque es cuando no lo sientes.
Durante los últimos ocho años, no he sentido nada. En este momento lo siento todo.
—¿Tiene todo lo que necesita? —me pregunta el agente negro mientras me abre la puerta principal.
—Eso creo.
Cuando salgo de la casa, saco el móvil del bolsillo, marco el número de la habitación de Lisbeth en el hospital y echo a andar por el camino. Cuando Herbert Hoover abandonó la Casa Blanca dijo que el mayor servicio que puede prestar un ex presidente es alejarse de la política y de la vida pública. Ha llegado el momento de que yo haga lo mismo.
—¿Has hablado con él? —me pregunta Lisbeth, contestando a la primera.
—Por supuesto.
—¿Y?
Al principio, no le contesto.
—Vamos, Wes, se acabaron las columnas de cotilleos. ¿Qué piensas de Manning?
Al cabo del camino, frente al garaje, media docena de agentes recién llegados me observan mientras el que está más cerca trata de escoltarme hasta el Suburban. Fuera del portón, la manada de periodistas menean la cabeza de manera inconsolable mientras dan paso a montajes de vídeo para honrar a la primera dama muerta. Con su muerte llegan las inevitables efusiones de tristeza y apoyo de parte de comentaristas que se pasaron todas sus carreras despedazando a Lenore Manning. Puedo oírlo en sus tonos susurrados y reverentes. Ellos la amaban. Sus espectadores la amaban. El mundo entero la amaba. Todo lo que tengo que hacer es mantener la boca cerrada.
—Está bien —dice Lisbeth. Ella sabe muy bien lo que la prensa hará conmigo si soy yo quien filtra la información—. Les diré que adelante con la información.
—Pero ¿qué pasa con…?
—Tú ya libraste tu batalla, Wes. Nadie puede pedirte más que eso.
Aprieto el teléfono contra los labios y nuevamente me recuerdo que todas las oportunidades que he tenido en la vida han llegado de la mano de los Manning. Mis palabras son apenas un susurro.
—Te lo enviaré a tu ordenador portátil. Quiero que lo escribas. La gente necesita saber lo que ella hizo.
Lisbeth hace una pausa, concediéndome tiempo suficiente para retractarme.
—¿Estás seguro? —pregunta finalmente mientras un agente del Servicio Secreto con la nariz aplastada abre la puerta trasera del Suburban.
Lo ignoro y continúo andando hacia el alto portón de madera y la multitud de periodistas dolientes que esperan fuera de la casa.
—Y… Lisbeth… —digo mientras abro la puerta y el pelotón de fusilamiento de cámaras se vuelve hacia mí—. No te reprimas.
Dos semanas más tarde
Una inusual nieve caía del cielo ceniciento mientras el hombre cruzaba Vía Mazzarino y se arrebujaba en su abrigo de lana, la cabeza entre las solapas subidas. Ahora su pelo era rubio y corto, pero aún se mostraba precavido mientras se aproximaba a Sant’ Ágata dei Goti, la iglesia del siglo v que parecía escondida en la callejuela de adoquines.
Frente a la entrada, pero sin acceder al interior, alzó la vista para admirar la fachada. El relieve que coronaba la puerta representaba a Santa Ágata sosteniendo en un plato su pecho cortado, víctima de los torturadores que la habían sometido a crueles tormentos cuando se negó a aceptar las proposiciones amorosas del senador Quintianus.
—Alabado sea el Señor —susurró el hombre mientras giraba a la derecha, siguiendo los carteles que llevaban a la entrada lateral de Via Panisperna y entrando por el camino particular cubierto por una fina capa de nieve.
Al final del camino se sacudió los pies en el gastado felpudo de bienvenida, abrió las puertas dobles de madera y se encogió ligeramente al oír el crujido de los viejos goznes. En el interior le recibió el olor a madera húmeda y velas quemadas. Eso lo transportó a la antigua iglesia de piedra donde había crecido, a los inviernos de su infancia en Wisconsin, al momento en que su madre había muerto.
Los goznes volvieron a crujir —y él volvió a encogerse— cuando la puerta se cerró a sus espaldas. Sin perder un segundo, el hombre estudió los bancos vacíos, echó un vistazo al altar desierto y luego dirigió su mirada entre las columnas orientales de granito que discurrían por el pasadizo central. No había nadie a la vista. Sus ojos se entrecerraron mientras aguzaba el oído. El único sonido procedía de un susurro apenas audible. Alabar al Señor. Justo como se suponía que debía ser.
Sintiendo que el corazón golpeaba con fuerza dentro de su pecho, apuró el paso hacia su destino, cruzando los desvaídos colores del suelo de mosaico hasta el confesonario de caoba que había a la derecha del altar.
Se acercó guiado por el leve susurro que salía de su interior. Nunca había estado antes en esa iglesia, pero cuando vio la fotografía en el folleto de viajes supo que debía confiar en el destino.
Se desabrochó el abrigo y después de echar un último vistazo a su alrededor se arrodilló ante el confesonario. El susurro cesó. A través de una diminuta ventana recortada en la madera vio que se descorría una cortina de color borgoña y el sacerdote que rezaba dentro del confesonario interrumpió sus oraciones.
Y entonces, en el clamoroso silencio de la desierta iglesia de Sant'Ágata dei Goti, Nico se arrodilló en el confesonario.
—Bendígame, padre, porque he pecado. Ha sido…
—¡Vamos, Nico… que sea rápido! —gritó el enfermero alto con el aliento que olía a cebollas dulces.
Mirando por encima del hombro, Nico dirigió la mirada más allá de la alfombra beige, el atril de roble barato y la docena de sillas metálicas plegables que completaban la pequeña capilla en el cuarto piso del Pabellón John Howard en el St. Elizabeth, y se concentró en los dos enfermeros que lo esperaban junto a la única puerta de la habitación. Ya habían pasado casi dos semanas desde que lo encontraron en Wisconsin. Pero, gracias a un nuevo abogado, por primera vez en muchos años, finalmente podía asistir a la capilla.