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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

El líbro del destino (66 page)

Sin decir una palabra, Nico se volvió hacia la cruz de madera fijada a una desnuda pared de la habitación. En pocos segundos, la alfombra, el atril y las sillas plegables de metal volvieron a desaparecer y fueron reemplazadas por el suelo de mosaico, los antiguos bancos de madera y el confesonario de caoba. Como los que había en el folleto que le había dado su abogado.

—…ha pasado mucho tiempo desde mi última confesión.

Respiró profundamente el aroma de las velas —el olor dulce que siempre tenía su madre— y cerró los ojos. El resto llegó fácilmente.

Dios proveía un final. Y lo traía de regreso a casa para un nuevo comienzo.

Epílogo

Las mayores heridas en la vida son las que inflige uno mismo.

Presidente Bill Clinton

Palm Beach, Florida

—¿Sólo usted? —pregunta la camarera, acercándose a mi mesa en la pequeña terraza del café.

—Estoy esperando a otra persona —le contesto mientras deja un vaso con agua sobre mi mantelito para impedir que se lo lleve el viento. Estamos a dos manzanas del océano, pero gracias a la estrechez de la calle, se puede gozar de una agradable brisa.

—¿Desea beber alguna otra cosa aparte de…? —Se interrumpe cuando alzo la vista. Es la primera vez que ve mi rostro. En honor a ella debo decir que en seguida se recupera, fingiendo una sonrisa, pero el daño ya está…

—Espere… Usted es ese tío —dice ella, súbitamente excitada.

—¿Perdón?

—Ya sabe, aquello del presidente… Era usted, ¿verdad?

Asiento ligeramente.

La muchacha me estudia durante un momento, esboza una pequeña sonrisa, se sujeta un mechón de pelo negro detrás de la oreja y regresa a la cocina.

—Sagrado salami, ¿qué ha sido eso? —pregunta una voz conocida desde la acera. A mi izquierda, Rogo corre rápidamente hacia la barandilla de hierro forjado que rodea la terraza.

—Rogo, no saltes la…

Antes de que pueda completar la frase, Rogo pasa una pierna por encima de la barandilla, se impulsa hacia adelante y cae en la silla que hay frente a mí.

—¿No puedes usar la puerta como el resto de los bípedos? —le pregunto.

—No, no, no… no cambies de canal. ¿Qué era esa cita con la camarera?

—¿Cita?

—No te hagas el tonto conmigo. Lo he visto todo, la mirada anhelante, ese gesto con el pelo, la mano junto al oído… cómo decía en silencio «Llámame»…

—No ha habido nada de eso.

—Te ha reconocido, ¿verdad?

—¿Puedes dejarlo, por favor?

—¿Dónde te vio, en
60 minutos
? Fue allí, ¿verdad? A las chicas les encanta ese presentador…

—Rogo…

—No te resistas, Wes. Es un hecho incuestionable: una camarera puede conseguir contigo la experiencia de su vida. Interpreta las señales. Ella está tratando de conseguir esa experiencia. Conseguirla. Conseguiiiiirla —susurra, poniendo los ojos en blanco al tiempo que bebe un trago de mi vaso de agua. Al descubrir el menú delante de él, añade—: ¿Aquí sirven fajitas?

—Sólo
de panini
.

—¿
Panini
?

—Ya sabes, pan y un…

—Lo siento, ¿tienes un calambre en los ovarios?

Cuando ve que no me río, hace girar la pajita en el agua sin apartar la vista de mí. En ese momento descubro qué pretende.

—De acuerdo, Rogo. No tienes que aprovechar todas las conversaciones para animarme.

—No estoy tratando de animarte —insiste. Vuelve a hacer girar la pajita mientras la camarera regresa con otro mantelito y cubiertos. Rogo permanece en silencio mientras la joven coloca las cosas delante de él. Cuando ésta se marcha, lo miro fijamente.

—¿Aún estás tratando de pensar en un regreso inteligente para hacerme feliz? —le pregunto.

—Estaba en eso hasta que tú lo has echado a perder —se lamenta, clavando su pajita en el agua como si fuese una diminuta jabalina.

Cuando tampoco me río ante ese comentario, Rogo menea la cabeza, dándose finalmente por vencido.

—Sabes una cosa, Wes, no eres un tío divertido.

—¿Y eso es todo? ¿Ésa es tu mejor réplica?

—¿Y? —añade, señalándome con el dedo—. Y… y… y —se interrumpe—. Vamos —gimotea—, pon una sonrisa en tu rostro, por favor. Si lo haces, pediré zumo de naranja y haré el número de la risa falsa a la camarera, ese en el que hago salir el zumo por la nariz. Es genial. Te encantará.

—Eso es muy generoso de tu parte, Rogo. Sólo necesito… sólo necesito un poco de tiempo.

—¿Qué crees que han sido las dos últimas semanas? Estás arrastrándote por los rincones como un apestado. Quiero decir, no es precisamente que tu vida apeste: entrevistas, todo el crédito del mundo y camareras semicachondas te reconocen y te traen vasos de agua con rodajas de limón. Has tenido los mejores catorce días de tu vida. Ya está bien de «pobre de mí».

—No es pobre de mí. Es sólo que…

—… te entristece verlos envueltos en llamas de esa manera. Escuché ese mismo discurso ayer y el día anterior y el anterior. «Ellos te dieron tantas oportunidades… Te sientes como un traidor a la patria.» Lo entiendo, Wes. De verdad que lo entiendo. Pero como dijo todo el mundo en tu oficina, lo único que los Manning no te dieron fue la posibilidad de elegir. Ese castillo en el que vivías estaba hecho de arena.

Miro a los transeúntes.

—Lo sé. Pero aun así… He estado junto a Manning durante casi diez años. Estaba allí antes de que llegase a la oficina y no me marchaba hasta que no subía a acostarse a la planta alta. Y no sólo los días de semana. Todos los días. ¡Durante casi diez años! ¿Sabes lo que significa…? —Cierro los ojos, negándome a decirlo—. No fui a la boda de tu hermana; estaba en Ucrania cuando mis padres celebraron su trigésimo aniversario de bodas; mi compañero de cuarto en la universidad ha tenido un hijo y aún no lo conozco.

—Es una niña, pero no te sientas culpable.

—Ésa es la cuestión, Rogo, pasar de cada jodido día a nunca más… No sólo dejé mi trabajo. Dejé… siento como si hubiese dejado mi vida.

Rogo menea la cabeza como si yo no comprendiera el verdadero sentido de lo que quiere decirme.

—¿Has jugado alguna vez al Uno? —pregunta tranquilamente—. A veces tienes que perder todas tus cartas para ganar.

Mirando el agua, observo que los cubitos de hielo se mueven y agrietan dentro del vaso alto.

—Sabes que tengo razón —dice Rogo.

Una fisura se abre como un relámpago en uno de los cubitos de hielo en el fondo del vaso. Cuando se parte, los cubitos que están encima caen.

—Míralo de este modo —añade Rogo—. Al menos no eres Dreidel.

Golpeo el cubito de hielo con mi pajita. Esta vez soy yo quien menea la cabeza.

—No pienso echarme a llorar por Dreidel. —Al ver la confusión en el rostro de Rogo, le explico—: Tal vez no se siente en el Congreso el año próximo, pero recuerda mis palabras, estará en alguna parte en las altas esferas.

—¿Qué me dices de Violet, o como quiera que se llame esa tía? Cuando esa historia salga a la luz…

—Dreidel permaneció callado durante la semana de rigor, luego comenzó a filtrar estratégicamente la historia de cómo había ayudado a los Marshals en su investigación Los Tres. Puedes creerme, en el momento en que los vi a su amiguita y a él en aquel hotel, estaba preparando su sonrisa para las cámaras.

—Pero con Violet… él la golpeó… y es…

—… el único de nosotros que hizo un trato anticipado con el gobierno. Dios bendiga a Norteamérica, he oído que ha conseguido un programa de radio que se está montando mientras nosotros hablamos, los derechos de su libro se vendieron ayer por siete cifras, con una bonificación extra cuando entre en la lista de bestsellers. Y cuando salga la edición de bolsillo, te apuesto lo que quieras a que Dreidel añade un apéndice especial entonando un
mea culpa
por Violet, sólo para vender unos cientos de miles de ejemplares más.

—Espera un momento, ¿de modo que el editor que compró los derechos del libro… es el mismo tío que te llamó la semana pasada para hablarte de…?

—El mismo. La misma oferta, incluyendo la bonificación por ventas.

—Oh, Dios… ¡atraviésame con un rayo! —grita Rogo alzando la vista al cielo, y dos tíos que están sentados a otra mesa y una mujer mayor que camina por la acera se vuelven para mirarlo—. ¿Permitiste que Dreidel consiguiera eso?

—Él no consiguió nada. Además, fue una promesa que le hice al presidente el primer día: jamás intentaría ganar dinero con él.

—Su esposa casi… —Se vuelve hacia el hombre que nos mira desde la mesa que está frente a la nuestra—. Señor, vuelva a su sopa. Gracias. —Rogo me mira nuevamente, baja la voz y se inclina sobre la mesa—. Su esposa casi consigue que te maten, tonto del culo. Y aunque no puedas demostrarlo, es probable que él lo haya sabido siempre. De modo que, aunque estoy seguro de que tu amiguito Dreidel tenía ese mismo estúpido código de honor (y créeme, mi madre me enseñó a apreciar la lealtad), el intento de asesinato es habitualmente un motivo jodidamente bueno para que cada uno siga su camino y no os enviéis invitaciones para vuestros cumpleaños.

Un poco más arriba de la calle, un policía que controla el aparcamiento de los coches conduce un carrito de golf cerrado.

—No importa —le digo a Rogo—. No pienso beneficiarme.

—Apuesto a que Dreidel vendió también los derechos cinematográficos, aunque probablemente sólo consiga la película de éxito de la semana.

—Ningún beneficio, Rogo. Nunca.

—¿Y Lisbeth qué dice?

—¿Acerca de los derechos editoriales de Dreidel o del programa de radio?

—Acerca de todo.

Miro calle arriba hacia el policía que está multando a un Plymouth Belvedere antiguo de color amarillo. Rogo sigue mi mirada y vuelve la cabeza.

—¡Yo conseguiré que le quiten la multa, Richie! —grita Rogo.

—Sólo si es lo bastante estúpido como para contratarte —contesta el policía en tono burlón.

—Creo que Lisbeth me entiende —le digo.

—¿Entiende alguna cosa más? —pregunta Rogo sin dejar de mirar hacia el Plymouth amarillo.

—¿Y eso qué significa?

—Tú sabes lo que significa. Estuvisteis juntos en el momento cumbre… y tú le dejas escribir la historia como regalo final.

—¿Y?

—Hablas con ella todas las noches.

—¿Cómo sabes que hablo con ella?

—Descuelgo el teléfono para saber con quién estás hablando. —Finalmente se vuelve hacia mí y añade—: Vamos, Wes, ¿qué historia te traes con nuestra pelirroja preferida? ¿Tienes algo con ella? ¿Ya sabes cuántas pecas tiene? ¿Y si le dibujan formas por el cuerpo?

—Pero ¿qué dices?

—No te hagas el ingenuo conmigo. ¿Esquías con ella o vas en plan campo y playa?

Pongo los ojos en blanco.

—¿Quieres hacer el favor de no ser tan…?

—¿Esquías con ella?

—¡No! ¡Basta! Por supuesto que no he hecho nada de eso.

—¿Lo juras?

—Lo juro.

Se apoya en el respaldo de la silla y entrelaza las manos detrás de la cabeza.

—De acuerdo. Bien.

Lo miro y estiro la cabeza.

—¿Por qué bien?

—Nada —dice Rogo.

—Rogo, ¿por qué bien?

—No lo sé —dice, haciéndose el tonto—. Sólo había pensado, ya sabes… si no estás nadando en esa piscina, yo podría tratar de zambullirme y… y quizá hacer unos largos.

No puedo evitar echarme a reír.

—Espera un momento. ¿Tú? ¿Vas a pedirle una cita a Lisbeth?

—¿Crees que no tengo ninguna posibilidad?

—Permíteme que sea sincero contigo, Rogo. —Escojo las palabras con sumo cuidado—. No tienes ninguna posibilidad.

—¿De qué estás hablando? Soy bajo y gordo; ella es de las que usan tallas grandes. Formamos una buena pareja.

—Sí, eso tiene mucho sentido. Tal vez deberías ir a comprarle el anillo ahora mismo.

Rogo baja la barbilla y su mandíbula queda descentrada.

—Se supone que no debes pincharle el globito a un amigo.

—Escucha, haz lo que quieras. Sólo te estoy advirtiendo. Creo que Lisbeth se está viendo con alguien.

—¿De veras? ¿Quién lo dice? ¿Ella? ¿O te lo estás inventando?

—Te digo que pude percibirlo en su voz.

—¿Te dijo ella de quién se trata…? —Su expresión cambia—. No es Dreidel, ¿verdad? Oh, me clavaría alfileres en los ojos si él…

—No es Dreidel… eso es imposible —digo.

—¿Crees que se trata de algún tío de su trabajo?

Miro por encima del hombro de Rogo hacia donde un flamante Mustang verde lima se acerca calle abajo reduciendo la velocidad.

—Sí, algo así —digo, mientras el coche se detiene junto al bordillo, frente a nuestra mesa. El pelo rojo de la conductora resulta inconfundible.

—¡Guau,
panini
! —grita Lisbeth asomada a la ventanilla de su coche—. ¿Aquí sirven estrógenos o habéis tomado vuestra dosis antes de venir?

Rogo mira a Lisbeth, luego a mí, luego nuevamente a ella.

—No… Pero tú has dicho que…

—Todo lo que he dicho es que no esquío con ella —digo—. Pero eso no significa que no lo intente —añado mientras estiro la mano y le palmeo la mejilla—. Al menos tú le aplastaste los dedos a Dreidel con la puerta del coche.

Antes de que Rogo pueda digerirlo, me levanto, salto por encima de la barandilla y me dirijo hacia el Mustang verde lima.

—La madre que te parió —musita Rogo, siguiéndome también por encima de la barandilla—. ¡Wes, espera!

Por una vez, no miro atrás.

Durante la inauguración de la Biblioteca Presidencial, Leland Manning le dijo a un periodista que su tira cómica favorita cuando era pequeño era
El Príncipe Valiente
. Al día siguiente, un editorial señalaba que, en dicha tira cómica, el Príncipe Valiente había sufrido un maleficio por el que jamás estaría contento. Ese editorial propagó la idea de que estaba maldito. Y es así. Pero ya ha dejado de ser una maldición para mí.

Abro la puerta del acompañante y me asomo para saludarla.

—¿Desde cuándo los
panini
forman parte de la dieta femenina? —le pregunto.

—Son tan femeninos como los martini de manzana. Y como los Volkswagen Cabriolet —interrumpe Rogo, pasando por delante de mí e instalándose en el asiento trasero—. Deberías leer revistas femeninas. Eso es lo que yo hago. ¡Ooooh, huele a coche nuevo!

—A mí también me alegra verte, Rogo —dice Lisbeth.

Mirando de lado a lado en el asiento trasero, Rogo alza una ceja.

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