El líbro del destino (39 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

—Wes es un buen chico —insistió.

—Nadie ha dicho que no lo sea —contestó O'Shea al tiempo que Micah y él entraban en la casa. O'Shea examinó rápidamente la cocina. No importaba que Wes se hubiese largado. Lo que realmente importaba era lo que había visto mientras estaba en la casa.

—¿De modo que usted es de Key West? —preguntó Micah mientras miraba a su compañero. Micah se quedó en la cocina. O'Shea se encargó de la sala de estar.

—Nadie es de Key West —contestó Kenny, visiblemente irritado.

—¿Entonces de qué conoce a Wes? —preguntó O'Shea acercándose a la pared cubierta de fotografías de bodas en blanco y negro.

—¿Les importaría decirme de qué va todo esto? —preguntó Kenny.

—Estas fotografías son hermosas —contestó O'Shea, admirando una instantánea en la que aparecía una novia con el pelo corto que mordía juguetonamente la oreja de su novio—. ¿Las hace usted?

—Sí, pero…

—¿Trabajó en la Casa Blanca con Wes? —interrumpió Micah, lo que desconcertó a Kenny.

—Más o menos —contestó Kenny—. Yo estaba allí como…

—Fotógrafo —dijo O'Shea bruscamente mientras examinaba la foto enmarcada del presidente Manning estudiando su imagen reflejada en la jarra de la Casa Blanca—. Recuerdo esta foto. Usted es un tío importante, señor… Lo siento, he olvidado su nombre.

—Nunca se lo he dicho —respondió Kenny.

—Bien, ¿por qué no arreglamos eso? —preguntó O'Shea, apoyando en la mesa la fotografía enmarcada—. Soy el agente O'Shea y usted es…

—Kenny. Kenny Quinn.

—Espere un momento… ¿Kenny Quinn? —preguntó Micah—. ¿De qué conozco ese nombre?

—No lo conoce —dijo Kenny—. No, a menos que usted sea editor fotográfico o haya trabajado con el grupo de prensa de la Casa Blanca.

—De hecho, pasé algún tiempo en Washington —dijo Micah, saliendo de la cocina y dirigiéndose hacia Kenny.

Justo detrás de Kenny, O'Shea estaba mirando la carpeta de tres anillas que descansaba encima de la mesilla auxiliar.

—Usted es el tío que ganó el premio, ¿verdad? —preguntó Micah, haciendo un esfuerzo por mantener la atención de Kenny.

—El Pulitzer —contestó Kenny secamente.

—¿O sea, que usted estuvo allí aquel día? —preguntó Micah.

—¿En la pista de carreras? Éramos muchos.

—Pero fue usted quien tomó la foto, ¿verdad? ¿La fotografía del León Cobarde?

—Lo siento —dijo Kenny, volviéndose hacia O'Shea—, pero hasta que no me digan qué buscan, no creo que yo…

Un siseo atravesó el aire y un orificio rojo oscuro se abrió en la frente de Kenny cuando la bala entró en su cabeza. Mientras Kenny se desplomaba en el suelo, Micah miró a O'Shea, quien sostenía su pistola en una mano y la carpeta de anillas abierta en la otra.

—¡¿Estás loco?! —estalló Micah.

—Te han identificado, Micah.

—¿De qué estás hablando? ¡Eso es imposible!

—¿De verdad? ¿Entonces dime qué coño es esto? —gritó O'Shea, golpeando con el cañón del arma uno de los plásticos que protegían las fotos en la carpeta y que estaba vacío.

—Allí habría podido estar cualquier…

—No me refiero a ése… ¡debajo! —dijo O'Shea, pasando la hoja para señalar la foto en la página siguiente—. ¿Me estás diciendo que éste no eres tú? —preguntó, señalando la instantánea de la multitud donde, si uno miraba atentamente, Micah aparecía oculto, mirando hacia un lado.

—No… no es posible. Compramos todas las fotografías que se hicieron aquel día, repasamos todas las cintas…

—¡Bueno, parece obvio que el bueno de Kenny decidió conservar algunas para su colección privada! ¿No lo entiendes, Micah? ¡Wes lo sabe! ¡Tiene en sus manos la punta del ovillo y, cuando empiece a tirar, tú serás el primero a quien buscarán!

—¿Cuál es el problema? Me harán unas cuantas preguntas. Tú sabes que nunca abriré la boca. Pero esto… ¿sabes la avalancha que acabas de provocar?

—No te preocupes —dijo O'Shea con voz tranquila—. Si coloco los cadáveres de la forma adecuada, parecerá un intento de robo chapucero.

—¿Cadáveres? —preguntó Micah, desconcertado—. ¿De qué estás hablando? ¿Es que hay más de uno?

O'Shea levantó su arma y apuntó directamente al pecho de su compañero.

Después de años de experiencia, Micah se movió hacia la derecha y luego se abalanzó hacia O'Shea como una pantera. Por la forma en que Micah tenía las manos —como garras— estaba claro que apuntaba a los ojos de O'Shea.

O'Shea se sobresaltó. No había duda de que Micah era rápido. Pero nadie era tan rápido.

Cuando O'Shea apretó el gatillo, su pelo rubio brillaba bajo el sol crepuscular de Key West.

—Lo siento, Micah.

Se oyó como un susurro. Luego un gruñido.

Y Los Tres se convirtieron en Los Dos.

71

—No me digas que lo has perdido. No pronuncies esas palabras.

—No lo he perdido —le dijo Lisbeth a su editor, aferrando su móvil mientras atravesaba la puerta principal del edificio—. Dejé que se marchase.

—Te dije que no permitieras que eso pasara. ¿Es que no me escuchas cuando hablo? —preguntó Vincent—. ¿Cuál es la Regla sagrada no. 1?

—Hacer que sigan hablando.

—Muy bien, entonces la Regla sagrada no. 26 1/2: ¡No pierdas a Wes de tu jodida vista!

—Tú no estabas allí, Vincent, no viste lo furioso que estaba. Durante cincuenta minutos, que fue la duración del vuelo, lo único que me dijo fue… —Lisbeth se quedó en silencio.

—Lisbeth, ¿estás ahí? —preguntó Vincent—. No te oigo.

—¡Exacto! —contestó ella, saludando al guarda jurado y dirigiéndose hacia los ascensores—. ¡Cincuenta minutos de absoluto silencio! El tío no me miró, no habló conmigo, ni siquiera me insultó. Y puedes creerme, le di todas las oportunidades del mundo. Wes se limitó a mirar a través de la ventanilla, como si yo no estuviese allí. Y cuando acabó el viaje, ni siquiera se despidió de mí.

—De acuerdo, heriste sus sentimientos.

—Verás, ésa es la cuestión. No herí sus sentimientos. Lleva demasiado tiempo en este mundo para sentirse afectado por un periodista, pero por el dolor en su rostro lo herí a él.

—Ahórrame la parte sentimental, Lisbeth, estabas haciendo tu trabajo. Bueno, espera, en realidad no estabas haciendo tu trabajo. Si hubieses estado haciendo tu trabajo, en el momento en que te dejó, habrías dado media vuelta para seguirlo.

—¿En qué? Wes tiene mi coche.

—¿Te ha robado el coche?

Lisbeth hizo una pausa.

—No.

Vincent hizo una pausa aún más larga.

—Joder… ¿Le has dejado tu coche? ¡¿Le has dejado a Wes tu coche?! —gritó Vincent—. Regla sagrada no. 27: ¡Nunca te ablandes! Regla no. 28: No te enamores de un soñador. Y la no. 29: ¡Nunca permitas que los chicos tristes y desfigurados toquen tu fibra sensible y te dejes llevar por sentimientos de culpa sólo porque están tristes y desfigurados!

—Tú no lo conoces.

—Sólo porque alguien vaya en una silla de ruedas no significa que no te pueda atropellar. Sabes muy bien lo que significa esta historia, Lisbeth… Especialmente para ti.

—Y para ti.

—Y para ti —dijo Vincent en el momento en que Lisbeth entraba en el ascensor y pulsaba el botón del segundo piso—. Sabes cómo funciona este trabajo: tienes que humillar a la gente para que te lean. De modo que, por favor, alégrame el mes y al menos dime que fuiste lo bastante lista para tenerlo todo grabado.

Cuando las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a subir, Lisbeth se inclinó sobre la barandilla de latón, su cabeza apoyada contra la pared de fórmica. Dejando que los acontecimientos del día la arrastraran, alzó la cabeza y la golpeó ligeramente contra la pared del ascensor. Toe, toe, toe. Una y otra vez contra la pared.

—Venga, Lisbeth, lo tienes grabado, ¿verdad? —insistió Vincent.

Lisbeth abrió el bolso y sacó el casete en miniatura que contenía la última parte de sus conversaciones. Sí, le había entregado a Wes la grabadora, pero no le había resultado difícil extraer la cinta mientras él se ponía hecho una furia. Por supuesto, ahora… no, no ahora mismo. Incluso cuando lo estaba haciendo —de un modo tan jodidamente instintivo— otra parte de su cerebro observaba la escena sin poder creerlo. Todo periodista necesita instinto. Pero no hay que olvidarse de los ideales.

—Por última vez, Lisbeth, ¿hay cinta o no hay cinta?

El ascensor llegó al segundo piso y Lisbeth miró su palma abierta. Acarició con el pulgar el diminuto casete.

—Lo siento, Vincent —dijo, guardándolo nuevamente en su bolso—. Intenté detenerlo, pero Wes lanzó la grabadora por la borda.

—Por la borda. ¿En serio?

—En serio.

Cuando salió del ascensor y se dirigió hacia la izquierda por el pasillo, se produjo un largo silencio en la línea. Incluso más prolongado que el anterior.

—¿Dónde estás ahora? —preguntó Vincent fríamente.

—Justo detrás de ti —dijo Lisbeth.

A través de una puerta abierta en el extremo del pasillo enmoquetado, Vincent dejó de pasearse por su despacho y se volvió para mirarla. Con el teléfono aún pegado a la oreja, se lamió el bigote entrecano.

—Son las cuatro. Necesito tu columna de mañana. Ahora.

—La tendrás, pero… por como están las cosas con Wes, sigo pensando que deberíamos esperar otro día antes de sacar una historia que es…

—Haz lo que quieras, Lisbeth. Siempre lo haces de todos modos.

Con un súbito movimiento del brazo, Vincent cerró la puerta, provocando un estruendo que resonó delante de ella y a través de su teléfono móvil. Cuando sus compañeros se volvieron para mirar, Lisbeth se metió en su cubículo. Se derrumbó en su sillón giratorio y miró la pantalla del ordenador, donde una cuadrícula de tres columnas prácticamente vacía llenaba la pantalla. En una esquina del escritorio, un trozo de papel arrugado contenía toda la información vital acerca de la reciente victoria del joven Alexander John en el mundo ultracompetitivo de las Bellas Artes en el instituto. Próxima ya la hora de cierre de la revista, no había forma alguna de escapar a lo inevitable.

Alisando el papel con la palma de la mano, Lisbeth volvió a leer los detalles de la información y activó instintivamente el código de su buzón de voz.

—Tiene siete mensajes nuevos —anunció la robótica voz femenina a través del auricular. Los primeros cinco eran de tíos que querían conseguir publicidad gratuita para sus restaurantes dando el chivatazo de quién estaba almorzando con quién. El sexto era una llamada relacionada con el premio artístico obtenido por Alexander John. Y el último…

—Hola… yo… Este mensaje es para Lisbeth —comenzó a decir una suave voz femenina—. Mi nombre es…

La mujer hizo una pausa y Lisbeth se irguió en su sillón. Los mejores soplos siempre provienen de personas que no quieren identificarse.

—Mi nombre es… Violet —dijo la mujer finalmente.

«Un nombre falso —decidió Lisbeth—. Mejor aún.»

—Yo sólo… estaba leyendo su columna de hoy y cuando vi su nombre. Mi estómago… No está bien, eso no está bien. Sé que es un hombre poderoso…

Lisbeth repasó mentalmente todos los nombres que había incluido en la columna de hoy. La primera dama, Manning… ¿Se estaba refiriendo a Manning?

—… Simplemente no está bien, ¿de acuerdo? Después de lo que hizo… —Sabe clavar el cuchillo. Sabe cómo golpear, pero no demasiado fuerte—. De todos modos, si puede llamarme…

Lisbeth garabateó frenéticamente el número que le dictaba la mujer, abrió su móvil y llamó de inmediato. Sentía que le ardían las orejas mientras esperaba.

«Vamos… Cógelo, cógelo, cógelo…»

—¿Hola? —contestó una mujer.

—Hola, soy Lisbeth Dodson de «Below the Fold». Quiero hablar con Violet.

Hubo un par de segundos de silencio. Lisbeth esperó. Las nuevas fuentes de información siempre necesitaban un momento extra para decidirse a hablar.

—Hola, cariño. Espera un segundo —dijo la mujer. De fondo, Lisbeth pudo oír el sonido de una campanilla y una súbita ráfaga de viento. Quienquiera que fuese Violet, sin duda acababa de buscar un poco de privacidad. Y eso significaba que quería hablar.

—Esto no es… No está grabando la conversación, ¿verdad? —preguntó finalmente Violet.

Lisbeth echó un vistazo a la grabadora digital que había encima de su escritorio. Pero no intentó cogerla.

—Nada de grabaciones.

—¿Y tampoco publicará mi nombre? Porque si mi esposo…

—Todo esto es confidencial. Nadie sabrá nunca quién es usted. Se lo prometo.

Una vez más, la línea quedó sumida en un profundo silencio. Lisbeth sabía que no debía presionarla.

—Sólo quiero que sepa que no soy una soplona —dijo Violet y su voz se quebró. Basándose en la inflexión y la velocidad de voz de Violet, Lisbeth apuntó «¿Treinta y tantos?» en su libreta—. ¿Lo entiende? No me gusta. Es que… él… Volver a ver su nombre en la prensa… y como si nada… la gente no se da cuenta… En realidad, él es tan diferente… y lo que hizo aquella noche…

—¿Qué noche? —preguntó Lisbeth—. ¿De qué fecha estamos hablando?

—No creo que sea una mala persona, de veras… Pero cuando se enfada… él… se enfada con los grandes… Y cuando está enfadado de verdad… Usted sabe cómo se ponen los hombres, ¿verdad?

—Por supuesto —convino Lisbeth—. Ahora, ¿por qué no me cuenta lo que ocurrió aquella noche?

72

—No quiero hablar de ello —insisto.

—¿Estaba grabando todo el tiempo? —pregunta Rogo, aún sorprendido mientras su voz crepita a través del teléfono.

—Rogo, ¿podemos, por favor, no…?

—Tal vez no sea lo que parece. Quiero decir, ella te dejó su coche y su teléfono, ¿no? Tal vez lo interpretaste mal.

—¡Escuché mi jodida voz en esa cinta! ¡¿De qué otro modo podría interpretarlo?! —grito, aferrando con fuerza el volante y pisando el acelerador. Mientras paso a toda velocidad junto a los ficus que flanquean la calzada y protegen las aceras de County Road del sol, percibo el cambio en la voz de Rogo. Al principio, se mostró sorprendido. Ahora está herido, con una pizca de desconcierto. Cuando se trata de juzgar el carácter de una persona, Rogo es habitualmente un maestro.

—Te dije que esa tía nos vendería, ¿o no? —sisea Dreidel por detrás. Su voz es apenas un susurro, lo que significa que hay alguien más con ellos.

—¿Te dijo por qué? —añade Rogo—. Quiero decir, sé que Lisbeth es periodista, pero…

—Ya está bien, ¿de acuerdo? ¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡No quiero seguir hablando de ello!

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