El líbro del destino (38 page)

Read El líbro del destino Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó Nico, aflojando el paso al aproximarse a la mujer—. Es una emergencia. Mi… tengo que llamar a mi madre.

Al ver la atractiva mirada de Nico, la camarera no lo dudó.

—Por supuesto —contestó ella, su mano regordeta bajando como una grúa dentro de su bolso imitación piel.

«Dile que sólo será un momento.»

—Sólo será un momento —dijo Nico.

—Tómate todo el tiempo que necesites, cariño, tengo mil minutos cada mes, Dios bendiga al abogado que llevó mi divorcio.

Nico abrió el teléfono, se volvió de espaldas a la camarera y marcó un sencillo número de tres dígitos. Se oyó un timbre en la otra línea.

—Bienvenido al 411 local. ¿Qué ciudad y estado? —preguntó una operadora.

—Wes Holloway —dijo Nico bajando la voz.

—Ciudad y estado —repitió la operadora claramente molesta.

—Palm Beach. Florida.

Se produjo una breve pausa.

—¿Señor? Tengo a un Wes Holloway en West Palm Beach. Por favor, aguarde un…

—El número no —dijo Nico—. La dirección.

Se produjo una nueva pausa.

—Es el tres ocho cinco de Okeechobee Boulevard, apartamento 527. ¿Está seguro de que no quiere su número de teléfono? Ya sabe, por las dudas.

—Nada de números —dijo Nico, levantando el pulgar en dirección a Edmund—. No, no, no. Se trata de una sorpresa.

68

—¿Qué, ahora no me crees? —exclama Lisbeth.

—Vamos, larguémonos de aquí —digo, pasando entre dos turistas y corriendo junto a la tienda de helados en nuestro camino hacia los muelles. Lisbeth no se mostró muy feliz cuando le pregunté cómo sabía cuál era el aspecto de Micah, pero resulta difícil discutirle la respuesta.

—Wes, cuando estábamos en el periódico, ellos pasaron junto a mí en el aparcamiento —insiste—. Yo estaba escondida junto a la entrada (idea tuya, ¿recuerdas?), esperando a que se marcharan para poder recogerte. ¿Te suena?

Si yo fuese Rogo, le preguntaría cómo sabía cuál era Micah y cuál era O'Shea.

—Te creo —le digo mientras bajo un par de breves tramos de escalera y mis pies chocan contra la madera de los muelles. Durante los dos últimos días yo podría haber descrito fácilmente a Micah y O'Shea. Y lo que es aún más importante, con todo lo que hemos tenido que pasar, con todo lo que ella ha visto… Después de ocho años de vérmelas con los intrigantes políticos, soy un experto en mentiras. Hasta donde yo sé, Lisbeth no es de ésas.

—Wes, si yo quisiera venderte…

—Lo sé, ¿de acuerdo?

—Pero si tú…

—Lisbeth, de verdad, no pasa nada —digo, serpenteando por el laberinto de muelles de regreso al yate donde descansa nuestro helicóptero—. Te lo juro. Si no fuese así, tú no tendrías esa fotografía en tu poder.

Mientras corre detrás de mí, la fotografía de Kenny se agita por el viento. Es la única prueba que tenemos de que Micah estuvo allí aquel día… y la principal razón de que saliésemos pitando por la puerta trasera de Kenny. Durante los dos últimos días, O'Shea y Micah han tenido un comportamiento relativamente agradable con la vana esperanza de que yo los ayudase a atrapar a Boyle y a Manning. Pero si descubren que sabemos la verdad, que uno de ellos es en realidad un agente de la CIA, que estuvo aquel día en la pista de carreras y forma parte de Los Tres… Miro de reojo a Lisbeth, quien hace lo mismo en dirección a los muelles casi desiertos. A quienquiera que le estuviesen disparando aquel día, Micah y O'Shea no temían dirigir sus balas contra el hombre más poderoso del mundo. No quiero ni siquiera pensar lo rápido que nos harían desaparecer.

—¿Crees que están cerca? —pregunta Lisbeth con voz temblorosa.

En este momento es la única pregunta que importa. Para contestarla, me detengo de golpe delante de un pequeño cobertizo de madera no más grande que una cabina telefónica.

—Sigue adelante —le digo a Lisbeth indicándole que continúe corriendo—. Dile a Tomás que prepare el helicóptero. ¡Tenemos que largarnos de aquí ahora!

Ella se detiene, preocupada de que trate de abandonarla.

—Entonces, ¿por qué tú…?

—Sólo estoy buscando a nuestros amigos —insisto, fulminándola con la mirada cuando un hombre con chaqueta azul marino y un sombrero de paja de ala ancha sale del cobertizo de madera. Como patrón del muelle es el encargado de asignar las embarcaciones a los amarres. Lo que significa que ve a todas las personas que llegan y salen. Lisbeth entiende lo que está pasando y reanuda la carrera.

—¿Entra o sale? —pregunta el hombre, torciendo ligeramente el sombrero y revelando un trozo de tabaco para mascar en la boca.

—En realidad, me estaba preguntando si por casualidad no ha visto a unos amigos míos. Es probable que hayan llegado en un hidroavión o un helicóptero desde Palm Beach.

—Lo siento, pero no registramos las ciudades de salida —dice rápidamente.

—¿Qué me dice en la última hora? ¿Ha llegado alguien?

—No, la mañana ha sido bastante tranquila.

—¿Está seguro?

El patrón del muelle me estudia cuidadosamente, examinando mi camisa, los pantalones, incluso los zapatos. Esboza una leve sonrisa y se le forman dos hoyuelos en las mejillas.

—Positivo, caballero. Nadie ha llegado al muelle excepto los multimillonarios que tengo a mi espalda —dice, señalando nuestro helicóptero negro y crema en el extremo del muelle.

Le doy las gracias asintiendo ligeramente y me alejo rápidamente hacia el yate con un pequeño suspiro de alivio. Por ahora, al menos, nadie sabe que estamos aquí, y mientras la situación se mantenga así, mientras ellos ignoren qué hemos descubierto… tendremos ventaja.

—¿Tomás, está listo? —pregunto hacia la cubierta posterior del yate.

—Lo estaba esperando, señor —me contesta levantando el pulgar.

—¿Dónde está Lisbeth?

Tomás señala hacia la cabina de vidrio que hay junto a él. Lisbeth está dentro y de espaldas a nosotros. No la culpo. Es mejor permanecer fuera de la vista que ser descubierto.

Subo la escalerilla metálica de dos en dos, llego a la puerta de la cubierta principal y la abro con gran ímpetu.

—Buenas noticias —digo—. Creo que estamos a…

Lisbeth se vuelve rápidamente mientras sus manos se afanan por esconder en el bolso lo que parece ser un pequeño móvil.

«¿Esto es para ti o para él?», la voz de Kenny resuena en el pequeño artilugio.

«Para mí. Te juro…», contesta mi propia voz. Lisbeth pulsa un botón y la voz se interrumpe con el ruido seco de una… grabadora.

Me quedo boquiabierto y siento un vacío en el pecho.

Lisbeth me mira con los ojos muy abiertos mientras busca una disculpa.

—Wes, antes de que digas nada… —me ruega, guardando la grabadora en el bolso.

—¿Nos has grabado?

—No es lo que…

—¿Desde cuándo lo haces?

—No es para utilizarlo como información confidencial, es sólo para que mis notas…

—No te he preguntado eso.

—Escucha, Wes… tú… tú sabes que voy a escribir la historia. Ése fue nuestro trato.

—¿Desde cuándo?

—Me dijiste que era nuestro trato.

—¡Maldita sea, Lisbeth! ¿Desde cuándo coño nos has estado grabando?

Ella me mira fijamente y luego aparta la vista. De espaldas a mí contempla las olas del golfo de México.

—Desde esta mañana —susurra al fin.

—¿Incluyendo el viaje en helicóptero hasta aquí?

Ella se queda inmóvil, comprendiendo finalmente hacia dónde apunto. Todos los periodistas tienen una línea que se prometen no cruzar nunca. Por la expresión de su rostro cuando se vuelve hacia mí, Lisbeth la ha ignorado, esquivado y saltado.

—Yo nunca hubiese utilizado ese material, Wes.

Las piernas se me doblan, apenas capaces de sostener mi peso.

—Sabes que lo que te digo es cierto, ¿verdad? —pregunta, tratando de apoyar su mano en mi hombro.

Mientras me aparto, una oleada de adrenalina crepita bajo mi piel. Aprieto los dientes con tanta fuerza que vuelvo a sentir el labio inferior en lugar del acostumbrado dolor fantasma.

—Dame esa grabadora —digo con un gruñido.

Ella no se mueve.

—¡Dame esa jodida grabadora!

Buscando torpemente dentro del bolso, Lisbeth saca la grabadora y me mira con una expresión que dice: «No necesitas hacer esto.» Pero ya estoy harto de creer en los demás. Le arranco la grabadora de las manos y regreso a cubierta.

—Wes, sé que no me crees, pero nunca tuve intención de…

—¡No lo digas! —grito y cruzo la cubierta hacia la barandilla más lejana, lanzo la grabadora al agua y regreso.

—¿Todo bien? —pregunta Tomás mientras mantiene abierta la puerta del helicóptero y nos acompaña al interior.

—Perfecto —contesto—. Sólo sáquenos de este puto sitio.

69

Sentado con las piernas cruzadas en el suelo de linóleo y rodeado de pilas de cajas de archivo libres de ácido, Rogo examina su cuarta carpeta del archivo en los últimos quince minutos.

—¿Qué es I&A?

—¿I&A para qué? —preguntó Dreidel, encorvado en una silla de madera y leyendo uno de los archivos de Boyle.

—No lo dice. Sólo «I&A» con un montón de fechas al lado. Espera, aquí hay uno: «I&A para Berlín.»

—«Indicadores y Advertencias.» O, como los peces gordos solían llamarlo, todas las conversaciones y señales de advertencia que nuestro aparato de inteligencia recoge sobre amenazas específicas —explicó Dreidel—. ¿Por qué? ¿Es eso lo que…? —Miró hacia el ayudante y mantuvo su voz en un susurro apenas audible—. ¿Es eso lo que Boyle estaba pidiendo? ¿Todos los I&A?

—¿Eso es malo?

—No es que sea malo, es que los indicadores y advertencias es la clase de cosas que encuentras habitualmente en el IDP.

—El Informe Diario del Presidente. ¿Ése es el informe del que hablaste antes, con el tío de la CIA y el maletín esposado a la muñeca?

—Y el lugar donde se decidían los pagos que se le hacían a El Romano —añadió Dreidel—. No te olvides que, un año antes del tiroteo, El Romano pidió y le negaron una gran suma de dinero por una información importante en Sudán, que también nos dice quién de ellos utilizaba Sudán como su último y único paradero conocido.

—No estoy seguro de entender lo que estás diciendo.

—Los Tres, El Romano, Micah, O'Shea, son agentes del Servicio Secreto, la CIA y el FBI, respectivamente. Cuando unen sus cerebros, piensa en toda la información a la que tienen acceso.

—Entiendo la forma en que trabajan… pero hacer todo eso, organizarlo de ese modo… Sin ánimo de ofender, pero ¿sólo por seis millones de dólares?

—¿Qué te hace pensar que lo hicieron sólo una vez? Que nosotros sepamos, si les hubiesen pagado toda esa pasta, ellos habrían regresado cada pocos meses con más información. Y si aumentaban el precio de cada pago, seis millones se convierten en diez millones y, para cuando han acabado el trabajo, se han convertido fácilmente en setenta u ochenta millones de dólares. No es un mal sueldo por aprovecharse de los miedos del pueblo estadounidense.

—¿De modo que crees que ellos…?

—No te concentres sólo en ellos. Piensa en quién más tenía acceso a la misma información… Me refiero a que nada sucede en el vacío. Para pedir ese primer pago de seis millones de pavos, evidentemente tuvieron que saber que algo grave estaba a punto de suceder. Pero ¿y si ellos no eran los únicos que lo sabían?

—¿Tú crees que alguien más lo sabía? —preguntó Rogo.

—Durante todo este tiempo hemos supuesto que Los Tres y Boyle eran enemigos. Pero ¿y si eran rivales? ¿Y si fue por eso que les negaron a Los Tres los seis millones de pavos, porque la Casa Blanca ya tenía la misma información, un mismo indicador y una misma advertencia de otra persona?

—Ya entiendo. De modo que, mientras Los Tres o El Romano o comoquiera que se hagan llamar seguían llevando a la Casa Blanca sus mejores soplos, Boyle, o alguien más en esas reuniones, estaba tratando de demostrar que era todo un tío filtrando esos mismos soplos a la prensa.

—Y, de paso, haciendo que las primicias de El Romano parecieran noticias del día anterior.

—Lo que nos lleva nuevamente al crucigrama (si es que realmente se trata de una lista de confianza), si Manning y su jefe de personal utilizaban ese puzzle para descubrir quién se estaba chivando a la prensa, tal vez era eso lo que Boyle estaba buscando —dijo Rogo—. Lo único que no alcanzo a comprender es, ¿por qué Manning y su jefe de personal se pasaban notas empleando un código secreto cuando podían esperar un par de horas y discutir el asunto en privado?

—¿En privado? ¿En un edificio donde, en una época, se grababan todas las conversaciones del Despacho Oval?

—¿Eso es verdad? ¿Siguen haciendo esas grabaciones?

—¿No lo entiendes? De eso se trata precisamente, Rogo. En ese ambiente, todo el mundo está escuchando. De modo que si tienes intención de decir algo malo acerca de uno de tus principales colaboradores, será mejor que te asegures de no decirlo en voz alta.

—Aun así, ¿en qué nos ayuda eso a descubrir a quién estaba señalando Manning en ese crucigrama?

—Dímelo tú. ¿Qué dice en los archivos? —preguntó Dreidel—. ¿Se mencionan otros nombres allí?

Rogo echó un vistazo a las treinta y ocho cajas y 21.500 páginas, cientos de programas y miles de informes que aún tenían que examinar.

—¿Crees realmente que habremos acabado con esto antes de que la biblioteca cierre?

—Ten un poco de fe —dijo Dreidel, revisando unos archivos. Sus ojos se iluminaron y una sonrisa socarrona se dibujó en sus labios—. El arma del crimen está delante de nuestras narices.

—¿Qué? ¿Has encontrado algo?

—Sólo el archivo personal de Boyle —dijo Dreidel mientras sacaba el grueso archivo de su caja—. Lo que significa que estamos a punto de descubrir lo que el presidente pensaba realmente de su viejo amigo Ron Boyle.

70

—Escuchen amigos, estoy ocupado —dijo Kenny mientras cerraba la puerta ante Micah y O'Shea—. Tal vez puedan venir en otro…

O'Shea metió el pie en el quicio de la puerta e impidió que se cerrara. Sacó del bolsillo la credencial del FBI y la deslizó por la abertura para que Kenny la viese.

—Ahora nos viene bien —insistió O'Shea. No estaba sorprendido por la reacción de Kenny. Después de la familia, los viejos amigos eran los más difíciles de convencer.

La mirada de Kenny se clavó en Micah y luego miró nuevamente la credencial de O'Shea.

Other books

The Perfect Bride by Brenda Joyce
Wayfaring Stranger: A Novel by James Lee Burke
Ignition by Riley Clifford
Sunscream by Don Pendleton
Burning Up by Coulson, Marie
In Search of Spice by Rex Sumner
A French Affair by Felthouse, Lucy