El líbro del destino (36 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

—¿De… de qué estás…?

—Los Tres… ya sabes, esos tíos que me pediste que investigara en nuestra base de datos…

—Espera un momento, ¿es que has encontrado algo?

—Sí, aquí, en la Dirección de Tráfico de Florida, tenemos los datos de todos los malos del mundo. No, le pedí ayuda al cuñado de mi compañero, que se ha pasado los últimos años haciendo trabajos de alta tecnología informática de la que no entiendo nada para el DDD.

—¿DDD?

—Departamento de Defensa —contestó Terry con voz mesurada—. Y cuando tecleó «Los Tres» en su ordenador, bueno, ¿recuerdas aquella ocasión en que un camión de dieciocho ruedas que transportaba un cargamento de vigas de acero dio una vuelta de campana en la I-95, lanzando jabalinas de metal por el aire y atravesando a un montón de gente en los diez coches que circulaban detrás de él?

—Sí…

—Es peor que eso.

63

—Bienvenidos a Key West —saludó el piloto, apartándose el pelo rubio.

Fueron hacia la puerta del hidroavión y por la pasarela hacia los flotadores blancos que permitían que el avión rojo y anaranjado se mantuviese sobre el agua. O'Shea y Micah apenas si esperaron a que el aparato estuviera sujeto al muelle.

—¿Cuánto tiempo estarán en tierra? —preguntó el piloto.

—No mucho —contestó O'Shea, estudiando el salto que debía dar. Esperó a que se retirasen las débiles olas, saltó desde el flotador y aterrizó limpiamente sobre el muelle—. Sólo asegúrese de que…

—No se preocupe —dijo el piloto—. Conozco a todos los tíos que trabajan aquí. Tan pronto como haya asegurado el hidroavión, me encargaré de ello. Nadie sabrá que estuvimos aquí.

—Deberíamos llamar otra vez a la oficina de Wes —dijo Micah, unos pasos por detrás de O'Shea—. Quizá haya regresado.

—No lo ha hecho.

Atravesando el laberinto de planchas de madera que discurría junto a docenas de embarcaciones de pesca y recreo que se mecían contra los muelles, O'Shea no se detuvo hasta no haber llegado al final de William Street. Cuando Micah llegó a su lado, una melodía de folk-rock les llegó desde el bar que estaba a su derecha, O'Shea entrecerró los ojos, buscando entre la multitud de turistas que se aglutinaban frente a las tiendas que había en los muelles. Desde las calles laterales, una incesante corriente de coches y taxis rodeaba la manzana, renovando el suministro de turistas.

—¿Qué estás…?

—Todos los taxis son de color rosa —dijo O'Shea—. ¡Taxi!

Un taxi rosa brillante frenó junto al bordillo. O'Shea abrió la puerta trasera y se deslizó en el asiento.

—¿Tienen radio en estos coches?

El taxista, un negro delgado y fibroso, miró de reojo el traje azul oscuro de O'Shea, y luego hizo lo propio con Micah, cuya corbata colgaba recta mientras se inclinaba a través de la puerta abierta.

—Deje que lo adivine, perdió la billetera en un taxi rosado.

—En realidad, he perdido a mi amigo. —O'Shea se echó a reír—. Es un tío de los que no se olvidan, tiene un montón de cicatrices en un lado de la cara. Además, lo acompaña una pelirroja. ¿Qué me dice? —añadió, dejando un billete de veinte pavos en el asiento del acompañante—. ¿Cree que puede ayudarme a encontrar a mi amigo?

El taxista sonrió.

—Joder, tío, ¿por qué no lo dijo al principio?

Tras una breve descripción, una voz lenta y clara llegó a través de la radio del taxi.

—Sí, los he visto, Rogers. El tío con las cicatrices… Los dejé hace unos veinte minutos. En el tres veintisiete de William Street.

—¿Eso cae lejos de aquí? —preguntó O'Shea mientras el taxista lo miraba por el espejo retrovisor.

—Puede ir andando si quiere.

Micah entró en el coche y cerró la puerta.

—Llévenos allí —dijo O'Shea mientras dejaba otro billete de veinte dólares sobre el asiento delantero—. Lo más de prisa que pueda.

—Como si su vida dependiera de ello —añadió Micah.

64

Con las rodillas hundidas en la alfombra, el pecho clavado contra la mesilla auxiliar y la cabeza sobre la lupa de fotógrafo, me dedico a estudiar una foto en blanco y negro del presidente y la primera dama cuando salen del Cadillac One, con las barbillas alzadas hacia la multitud entusiasmada. Como en las mejores fotografías de la Casa Blanca, el momento exhibe toda la pompa de la presidencia combinada con la humanidad de los personajes.

Manning tiene la mano apoyada en la parte inferior de la espalda de su esposa, empujándola con suavidad fuera de la limusina y hacia su mundo. Cuando la primera dama abandona el coche, un pie ya en el asfalto de la pista de carreras, está en mitad de un parpadeo, turbada por el paso de la privada quietud de la limusina al rugido de la multitud que llena las gradas. En busca de apoyo, la primera dama coge la mano que le tiende el presidente. Pero incluso en ese momento —cuando ella le coge la mano, los dedos de Manning en la espalda de su esposa— cualquier muestra de ternura que exista entre la pareja es anulada por el hecho de que, en lugar de mirarse a los ojos, ambos sonríen a las gradas.

—Estas fotos son irreales —dice Lisbeth, revisando la carpeta con copias de 8 x 10 que apoya en su regazo.

Echo un vistazo para ver a qué se refiere. Lisbeth me lleva una ventaja de unos diez segundos respecto a mi secuencia de los hechos, unos momentos después de que se disparase el último tiro y Manning fuese arrastrado por el enjambre de pilotos, invitados y agentes del Servicio Secreto. En su foto, la gente de las gradas grita y corre en todas direcciones con el cabello alborotado.

En mi fotografía, el público aparece embelesado y tranquilo, completamente inmóvil en el borde de sus asientos. En la foto de Lisbeth puedo oír los gritos. En la mía puedo percibir la emoción que sienten al ver en persona al presidente y a su esposa. «Allí está… Allí está… Allí están…»

Ambas fotografías separadas por apenas diez segundos. Diez segundos para cambiarlo to… No. No lo cambió todo. Me cambió a mí.

Un timbre electrónico interrumpe mi pensamiento mientras sigo el rastro del sonido hasta el móvil de la compañera de trabajo de Lisbeth. Lo saco del bolsillo interior de la chaqueta y leo «Biblioteca Pres. Manning» en la pequeña pantalla. Al menos es lo bastante listo para no llamar desde…

—Están todos pringados —me suelta antes incluso de que yo pueda decir «hola»—. Así fue cómo lo consiguieron.

—¿De qué estás…?

—Es exactamente como dijimos, Wes, no puedes hacer algo como esto sin ayuda.

—Espera un momento… ¿de quién estás hablando?

—Los tres… así es cómo los llamaba Boyle. Pero no son lo que tú…

—¿De dónde has sacado esa información? ¿De Dreidel o de otra persona?

—Mi…

—¿Lo sabe Dreidel?

—¡¿Quieres hacer el jodido favor de cerrar la boca y escuchar?! —grita Rogo a través del teléfono. Me vuelvo para ver si Lisbeth ha oído algo, pero ella sigue concentrada en sus copias 8x10.

Rogo recobra el aliento y comienza a hablar en susurros. Donde sea que esté, es evidente que no está solo.

—Todo comenzó como un estado de opinión, una frase común, un mantra… Lo has estado escuchando durante años: políticos que lloriquean y se lamentan de que todas nuestras organizaciones destinadas a hacer cumplir la ley no funcionan bien juntas: que el FBI no comparte la información con la CIA, que a su vez no comparte la información con el Servicio Secreto. El resultado deja a la mitad de las agencias quejándose de que están a oscuras. Pero existen aquellos que argumentan —no de forma pública, por supuesto— que la falta de coordinación no es algo realmente tan malo. Cuantos más problemas haya, más control querrá tener cada agencia sobre las demás. Si la CIA incurre en algún caso de corrupción, el FBI está allí para señalarlos con el dedo. Pero si todos se unieran y comenzaran a actuar contra nosotros… Bueno, ¿sabes qué clase de poder significaría eso?

—Espera un momento, ¿o sea, que ahora estás tratando de decirme que alguien está convencido de que miles de los agentes más importantes y de confianza de nuestro país han cambiado súbitamente de lado?

—Miles no —dice Rogo sin dejar de susurrar—. Sólo tres.

Me levanto del suelo y vuelvo a sentarme en el sofá. Junto a mí, Lisbeth estudia otra de las fotografías.

—Eh… mira, Wes —dice, señalando una de las fotografías.

Le hago el signo de «un minuto» con el índice y sigo atento a la conversación con Rogo.

—Tres miembros —añade Rogo—. Uno del FBI, uno de la CIA y uno del Servicio Secreto. Solos pueden provocar daños limitados. Pero juntos, conocedores de todos los trucos, incluyendo cómo eludir a nuestras agencias más poderosas, pueden echar abajo todo el jodido cielo.

—Wes, creo que deberías ver esto —dice Lisbeth.

Le indico nuevamente que espere un minuto.

—Aparentemente fue el gran mito de las agencias de la ley, hasta hace ocho años, cuando se inició la primera investigación interna —dice Rogo—. Mi informante dice que hay algunos memorándums de alto nivel enviados por Boyle al presidente, advirtiéndolo de que investigue ese asunto.

—¿O sea, que Manning y Boyle estaban persiguiendo a Los Tres?

—O Los Tres los estaban persiguiendo a ellos. Que nosotros sepamos, estaban luchando por el mismo pastel corrupto —contesta Rogo.

—¿Y crees realmente que tres tíos son capaces de conservar sus trabajos y permanecer ocultos tanto tiempo?

—¿Estás de coña? Robert Hanssen pasó veinte años vendiendo secretos del FBI antes de que alguien lo descubriese. Los Tres son profesionales dentro de sus respectivas agencias. Y por la forma en que se apoyan mutuamente, están causando un triple daño. Oh, y sólo para joderte el día un poco más: la última, y única, vez que se vio a uno de estos tíos fue en ese hermoso y pequeño punto caliente conocido como Sudán.

—¿Sudán? ¿El país en el que está especializado El Romano?

—Wes, hablo en serio —dice Lisbeth, abriendo las anillas de la carpeta.

—Sólo un segundo —le digo—. Nada de bromas, Rogo —digo a través del teléfono—. ¿Crees que El Romano recibe información de Los Tres?

—O les suministra información a Los Tres. Joder, por lo que sabemos, El Romano forma parte de Los Tres, aunque supongo que podría tratarse de cualquiera dentro del Servicio Secreto.

Junto a mí, Lisbeth saca la fotografía de la carpeta y luego se la coloca delante de la nariz para estudiarla mejor.

—¿Quieres decir que pertenece a la CIA o el FBI? —le pregunto a Rogo.

—No, es agente del Servicio Secreto —dice Rogo con demasiada seguridad. Conozco ese tono.

—Rogo, déjate de juegos. Dime lo que quieres decir.

—Wes, tómate un segundo para echarle un vistazo a esto —dice Lisbeth, ahora claramente enfadada.

—De hecho, fue una corazonada de Dreidel —dice Rogo—. Cuando oyó «FBI», le pidió a mi informante si podía buscar información sobre tus investigadores favoritos, los agentes O'Shea y Micah. Según sus registros, O'Shea comenzó a trabajar en el FBI en 1986. El mismo año que Micah.

—¿Y cuál es el problema?

—Wes… —insiste Lisbeth.

—El problema —dice Rogo— es que Micah no trabaja para el FBI. Por lo que hemos podido averiguar, Micah trabaja para la CIA.

—¡Mira la foto de una vez! —dice Lisbeth, lanzando la fotografía sobre mi regazo.

Mis pulmones se agrietan, como si alguien me hubiese clavado una flecha en el pecho. La cosa empeora cuando miro la fotografía. En mi regazo descansa una instantánea tomada pocos minutos después del tiroteo. A diferencia del resto de las fotografías, ésta muestra la parte interna de la pista de carreras, donde los pilotos, mecánicos y personal de la NASCAR se abrazan, lloran y repiten la historia que acaba de desarrollarse delante de sus narices. La mayoría de ellos parecen estar profundamente conmocionados. Unos cuantos están furiosos. Y uno —solo, en el extremo derecho de la fotografía, mirando de reojo mientras se aleja de la escena— parece extrañamente curioso.

Al principio, el tío se confunde con los demás porque lleva un mono de carreras. Pero es imposible no ver el pelo cuidadosamente peinado y el pequeño trozo que le falta en la parte superior de la oreja. Hace ocho años recibí un disparo en el rostro, Boyle fue aparentemente asesinado y la presidencia de Manning quedó herida de muerte. Y Micah estaba allí.

—Es él, ¿verdad? —pregunta Lisbeth—. Ése es Micah…

El Servicio Secreto se encarga de la protección del presidente. El FBI se encargó de la investigación de Nico.

—¿Qué coño estaba haciendo la CIA aquel día en la pista de carreras? —pregunto.

—¿La CIA? —pregunta Lisbeth.

—¡Wes, no le contestes! —grita Rogo desde el otro extremo de la línea.

—¿De qué estás hablando?

—Piensa por un segundo —me dice Rogo—. Siempre has estado solo durante tus encuentros con O'Shea y Micah, ¿no? De modo que, si Lisbeth nunca ha visto antes a Micah, ¿cómo coño puede reconocerlo en una fotografía?

Miro a Lisbeth, que sigue sentada a mi lado en el sofá.

—¿Qué ocurre? —pregunta, cogiendo la fotografía. Me la saca de las manos antes de que yo pueda reaccionar.

—Te llamaré en un momento —le digo a Rogo mientras cuelgo el teléfono.

65

—Lamento no haber podido ayudarlo más —dijo una negra ya anciana que llevaba un brazalete de cuentas mientras acompañaba a O'Shea hasta la puerta de su modesta casa en el 327 de William Street—. Aunque espero que encuentre a su amigo.

—Estoy seguro de que lo encontraremos —contestó O'Shea, saliendo de la casa y volviendo a guardar la credencial en el bolsillo—. Gracias por habernos permitido hablar con usted.

Unos pasos detrás de él, Micah sostenía el teléfono apoyado en la oreja, haciendo un esfuerzo por no mostrar su frustración. No abrió la boca hasta que la mujer no hubo cerrado la puerta detrás de ellos.

—Os dije que el chico era muy listo —dijo El Romano a través del teléfono de Micah.

—Eso es realmente útil —replicó Micah—. Casi tan útil como aparecer en Florida y visitar la oficina de Manning sin avisar a nadie.

—Ya conoces las reglas —dijo El Romano sin perder la calma—. Ningún contacto a menos que…

—¿Acaso me estás diciendo que esto no es una jodida emergencia? —estalló Micah—. Tenemos a Wes metiendo las narices en todas partes, ninguna pista de Boyle y tú te dedicas a dar pasos de baile en el único lugar donde existen las mayores posibilidades de que pregunten qué coño estás haciendo allí. ¿Cuándo pensabas contarnos tu plan, antes o después de que te enviaran de regreso al cuartel general?

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