Nadie te encontrará (3 page)

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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Me empujó hacia atrás por los hombros, me tiró de espaldas y me dijo:

—Date la vuelta.

—Espera, ¿no podríamos hablar un momento? —Me sonrió como si fuera un cachorro mordisqueándole los cordones de los zapatos—. ¿Por qué haces esto? —dije—. ¿Quieres dinero? Si volvemos a buscar mi bolso, puedo darte el número PIN de mi tarjeta bancaria, tengo unos cuantos miles de dólares en mi cuenta. Y mis tarjetas de crédito… tienen unos límites de crédito muy altos…

Seguía sonriéndome.

—Si pudiéramos hablar con un poco de calma, estoy segura de que podríamos llegar a un acuerdo. Yo podría…

—No necesito tu dinero, Annie. —Echó mano de su arma—. No quería tener que recurrir a esto, pero…

—¡No! —Extendí las palmas de las manos hacia delante—. Lo siento, no pretendía molestarte, es que no sé qué es lo que quieres. ¿Es… es sexo? ¿Es eso lo que quieres?

—¿Qué te he pedido que hagas?

—Me has… me has pedido que me tumbe boca abajo.

Arqueó una ceja.

—¿Ya está? ¿Sólo quieres que me tumbe boca abajo? ¿Qué me vas a hacer si me tumbo boca abajo?

—Ya te lo he pedido dos veces por las buenas. —Acarició el arma con la mano.

Me tumbé boca abajo.

—No entiendo por qué haces esto. —Se me quebró la voz. Maldita sea… Debía conservar la calma—. ¿Nos conocemos de algo?

Estaba detrás, apoyando la mano en el centro de mi espalda, inmovilizándome en el suelo.

—Si he hecho algo que haya podido ofenderte, lo siento mucho, David, de verdad. Dime cómo puedo compensártelo y lo haré, ¿de acuerdo? Tiene que haber algún modo…

Me callé y agucé el oído. Percibí unos ruiditos a mi espalda, era evidente que estaba haciendo algo, preparándose para algo. Pensaba que, en cualquier momento, oiría el clic del arma al montarla. Todo el cuerpo me tiritaba de terror. ¿Ya estaba? ¿Ahí terminaba todo? ¿Mi vida iba a acabar tumbada boca abajo en la parte de atrás de una furgoneta? Noté el pinchazo de una jeringuilla en la parte posterior del muslo. Me estremecí e intenté estirar el brazo para tocarla, y sentí que un fuego abrasador me trepaba por la pierna.

Antes de que demos por terminada esta sesión, doctora, creo que tengo que ser justa con usted y confesarle una cosa: si voy a subir a bordo del tren de «se acabaron las tonterías», tendría que llegar hasta el final del trayecto. Cuando le dije que estaba bien jodida, lo que en realidad quería decir es que estaba muy, muy jodida… pero que muy jodida. Tan jodida como para no querer dormir en otro sitio que no sea mi armario todas las noches.

Todo era una mierda al principio, cuando volví, cuando tenía que dormir en mi antigua habitación, en casa de mi madre; me escabullía por las mañanas, para que nadie se diera cuenta. Ahora que vuelvo a vivir en mi propia casa, donde vivía cuando pasó todo, las cosas son un poco más fáciles, ahora que soy capaz de controlar todas las variables. Pero no puedo entrar en un edificio a menos que sepa dónde están todas las salidas, es algo superior a mí. Es de puta madre que tenga la consulta en la planta baja, se lo aseguro. No estaría sentadita aquí si su consulta estuviera más alta de la distancia que puedo cubrir de un salto.

Las noches… bueno, las noches son lo peor. No puedo tener a nadie en casa. ¿Y si se les ocurriera abrir algún cerrojo de las puertas? ¿Y si se dejan una ventana abierta? Si no fuera porque ya estoy coqueteando con la locura, yendo por todas partes comprobándolo todo mientras intento que nadie se percate de lo que estoy haciendo, acabaría loca de atar.

Al principio, cuando volví, se me ocurrió que si lograba encontrar a alguien que sintiese lo mismo que yo… Como soy tonta de remate, busqué un grupo de apoyo. Pues resulta que no existe ningún SPUDA, ningún grupo de Secuestrados Por Un Desgraciado Anónimos, ni en internet ni fuera. De todos modos, el concepto en sí de anonimato se va a la mierda cuando has aparecido en todas las portadas de las revistas, en las primeras páginas de los periódicos y en los programas de telebasura. Aunque consiguiera dar con un colectivo que hubiese pasado por lo mismo que yo, le apuesto lo que quiera a que alguno de sus integrantes, maravillosamente comprensivos y empáticos, le vendería mis miserias a la prensa amarilla en cuanto saliese por la puerta. Le vendería mi infierno a algún tabloide y, con el dinero, se iría de crucero o se compraría un televisor de plasma.

Ni que decir tiene, detesto hablar con extraños acerca de todo esto, especialmente con los periodistas que, la mayoría de las veces, lo pillan todo al revés y lo tergiversan todo. Pero le sorprendería saber cuánto dinero están dispuestos a pagar por una entrevista algunas revistas y ciertos programas de televisión. Yo no quería el dinero, pero no dejan de ofrecérmelo y… joder, el caso es que lo necesito. No es que pueda seguir dedicándome al negocio inmobiliario, la verdad. ¿De qué sirve una agente inmobiliaria a quien le aterroriza quedarse a solas con un desconocido?

A veces vuelvo al día del secuestro, rememoro y revivo mentalmente todo lo que hice hasta el momento de las puertas abiertas, escena por escena, como si fuera una película de terror que nunca se acaba y en la que no puedes impedir que la chica abra la puerta o entre en el edificio desierto… y me viene a la memoria la portada de aquella revista de la tienda. Se me hace muy raro pensar que ahora habrá alguna otra mujer mirando mi foto, pensando que lo sabe todo sobre mí.

Sesión dos

Cuando venía hacia aquí, una ambulancia ha aparecido aullando a toda leche en mi retrovisor, el conductor debía de ir a más de cien por hora. Ha estado a punto de darme un ataque al corazón. Odio las sirenas. Cuando no me ponen los pelos de punta del susto, cosa que últimamente no resulta difícil —joder, hasta un chihuahua es menos asustadizo que yo—, me traen recuerdos de mi pasado familiar. La verdad, preferiría tener el ataque al corazón.

Y antes de que empiece a salivar preguntándose con qué posible trauma oculto podría estar relacionada mi fobia a las ambulancias, creyendo que me va a tener psicoanalizada en un visto y no visto, pise el freno. Acabamos de empezar a ahondar en mi mierda. Espero que se haya traído una pala de las grandes.

Cuando tenía doce años, mi padre fue a recoger a mi hermana mayor, Daisy, a la pista adonde iba a clases de patinaje. Era la etapa de cocina francesa de mamá, y estaba preparando sopa francesa de cebolla mientras los esperábamos. La mayoría de mis recuerdos de infancia están impregnados del aroma y los sabores de la cocina del país al que mi madre se hubiese aficionado en aquella época concreta, y mi capacidad para comer ciertos platos depende de los recuerdos que evoque mi memoria. No puedo comer sopa francesa de cebolla, ni siquiera soporto el olor.

Cuando esa noche empezaron a desfilar las sirenas por donde vivíamos, yo subí el volumen de mi programa de televisión para sofocarlas. Más tarde descubrí que las sirenas eran por Daisy y mi padre.

De regreso a casa, papá paró un momento en la tienda de la esquina y luego, cuando atravesaban el cruce, un conductor borracho se saltó el semáforo en rojo y se estrelló de frente contra ellos. Ese cabrón dejó nuestra ranchera como si fuera un Kleenex usado. Me pasé varios años preguntándome si todavía estarían vivos si no le hubiera suplicado a mi padre que comprase helado para el postre. Lo único que hizo posible que lo superara y saliera adelante era pensar que sus muertes eran lo peor que llegaría a ocurrirme en toda mi vida. Craso error.

Después de la inyección en mi pierna y antes de que me desmayara, recuerdo dos cosas: la manta áspera que me rozaba la cara y el leve olor a perfume.

Cuando me desperté, me extrañó no notar la presencia de mi perra a mi lado. Luego abrí los ojos y vi una funda de almohada blanca. Las mías eran amarillas.

Me incorporé de golpe, tan rápido que estuve a punto de desmayarme. La cabeza me daba vueltas, y tenía ganas de vomitar. Con los ojos completamente abiertos y aguzando el oído para captar cualquier ruido, examiné el espacio que había a mi alrededor. Estaba en una cabaña de troncos de madera, de unos cincuenta y cinco metros cuadrados, y la veía casi toda desde la cama. Él no estaba allí, pero la sensación de alivio sólo me duró unos segundos. Si no estaba allí, ¿dónde estaba?

Vi parte de una cocina. Delante de mí había una cocina de leña y a la izquierda de ésta, una puerta. Creía que era de noche, pero no estaba segura. Las dos ventanas de la parte derecha de la cama tenían persianas o estaban tapadas con tablones. Había un par de luces encendidas en el techo, y también había un aplique en la pared junto a la cama. Mi primer impulso fue correr a la cocina a buscar algo que me sirviera como arma, pero aún sentía los efectos de lo que fuese que me había inyectado. Tenía las piernas de gelatina, y me quedé clavada en el suelo.

Permanecí así varios minutos, luego me puse a gatas y al fin me incorporé. La mayor parte de los cajones y armarios, incluso la nevera, estaban cerrados con candado. Apoyé todo el peso de mi cuerpo en la encimera y me puse a registrar el único cajón que logré abrir, pero no conseguí encontrar nada más mortífero que un paño de cocina. Respiré hondo varias veces e intenté buscar alguna pista que me indicase dónde estaba.

Me faltaba el reloj de pulsera, y no había relojes de pared ni ventanas, de modo que ni siquiera podía calcular la hora del día. No tenía ni idea de si estaba lejos de casa o no, porque no tenía ni idea del tiempo que había permanecido inconsciente. La cabeza me dolía horrores, como si me la estuvieran apretando en un tornillo de banco. Logré llegar hasta el rincón del fondo, entre la cama y la pared, apoyé la espalda en él, resbalando hacia abajo el máximo posible, y me puse a vigilar la puerta.

Estuve agachada en el rincón de esa cabaña lo que me parecieron horas. Sentía frío en todo el cuerpo, y no podía dejar de temblar.

¿Estaría Luke aparcando el coche delante de mi casa, llamándome al móvil, tratando de localizarme a través del busca? ¿Y si creía que me había quedado a trabajar hasta tarde, otra vez, que se me había olvidado llamarlo para anular nuestra cita, y se había ido a su casa? ¿Habrían encontrado mi coche? ¿Y si sólo habían pasado unas horas y ni siquiera habían empezado a buscarme? ¿Habría llamado alguien a la policía? ¿Y mi perra? Me imaginé a
Emma
sola en mi casa, hambrienta, con ganas de salir a la calle, a dar su paseo, gimoteando.

Desfilaron por mi cabeza todas las series televisivas de crímenes y asesinatos que había visto en la tele:
CSI
, el ambientado en Las Vegas, era mi favorito. Grissom habría ido derecho a la casa donde me habían secuestrado y sólo con sacar unos primeros planos del interior y analizar muestras de tierra del exterior sabría exactamente qué había ocurrido y dónde estaba yo. Me pregunté si Clayton Falls disponía siquiera de una unidad de técnicos del CSI. Las únicas veces que había visto a la Policía Real Montada del Canadá en la tele eran cuando aparecían a lomos de sus caballos en algún desfile o en otra de sus redadas para impedir el cultivo de marihuana.

Cada segundo que el Animal —así lo llamaba yo para mis adentros— me dejaba allí a solas, me imaginaba muertes cada vez más y más brutales. ¿Quién se lo diría a mi madre cuando encontrasen mi cadáver destrozado? ¿Y si nunca llegaban a encontrar el cuerpo?

Todavía recuerdo sus gritos cuando llamaron por teléfono para comunicarnos el accidente, y a partir de entonces se hizo algo insólito verla sin una copa de vodka en la mano. Aunque lo cierto es que sólo recuerdo haberla visto completamente borracha unas pocas veces. Por lo general, sólo estaba un poco «entonada». Sigue siendo guapa, pero parece —al menos para mí— un óleo que en otro tiempo hubiese sido muy vistoso, lleno de vida, y cuyos colores se hubiesen desvaído hasta convertirlo en otro cuadro muy distinto.

Rememoré la que tal vez sería la última conversación que habíamos tenido, una discusión sobre una cafetera. ¿Por qué no le habría regalado el maldito cacharro? Estaba muy cabreada con ella, pero habría dado cualquier cosa por poder regresar a ese momento.

Tenía las piernas entumecidas de llevar tanto rato en la misma postura. Había llegado el momento de levantarse y explorar la cabaña.

Parecía vieja, como una de esas cabañas de los guardabosques para la prevención de incendios que se ven en la montaña, pero había sido reformada. El Animal había pensado en todo: no había muelles en la cama, compuesta únicamente por dos colchones muy blandos de alguna especie de espuma, encima de un armazón sólido de madera. A la derecha de la cama había un enorme armario ropero, también de madera. En él había una cerradura, pero cuando intenté abrir las puertas, éstas no se movieron. La cocina de leña y su correspondiente hogar de piedra estaban tapados por una pantalla protectora cerrada con candado. Los cajones y todos los armarios estaban hechos de alguna clase de metal, con unos acabados que le daban apariencia de madera. Ni siquiera podía destrozarlos a patadas.

No había ningún rincón donde esconderse ni buhardilla, y la puerta de la cabaña era de acero. Intenté accionar el tirador, pero estaba cerrada por fuera. Palpé los bordes en busca de asideros, bisagras o cualquier otro dispositivo que se pudiera desmontar, pero no encontré nada. Apoyé la mejilla en el suelo, pero por debajo del umbral de la puerta no se filtraba un solo resquicio de luz, y cuando recorrí la parte inferior con los dedos, no percibí ninguna corriente de aire. Tenía que haber una tira de aislamiento térmico muy potente por todo el contorno de la maldita puerta.

Cuando tamborileé con los dedos sobre la superficie de las persianas de la ventana, éstas emitieron un ruido metálico, y no vi que tuviesen candados ni bisagras. Palpé los troncos de las paredes en busca de posibles signos de deterioro, pero estaban en muy buenas condiciones. Bajo el alféizar de la ventana del baño, sentí frío en los dedos al tocar una parte concreta. Conseguí retirar un trozo del aislamiento y luego apoyé el ojo contra el agujero del tamaño del diámetro de un lápiz. Vi una mancha borrosa de color verde tenue y supuse que sería la caída de la tarde, justo antes del crepúsculo. Volví a colocar el pedazo de tira aislante en su sitio y me aseguré de que no quedasen restos en el suelo.

Al principio, me pareció que el cuarto de baño, con su bañera blanca y lavamanos antiguos, era normal, pero luego me di cuenta de que no había ningún espejo, y cuando intenté levantar la tapa de la cisterna del inodoro, me resultó imposible. Una barra de acero atravesaba los aros de tela de una cortina de ducha de color rosa, con un estampado de rositas pequeñas por toda la superficie. Tiré con fuerza de la barra, pero estaba sujeta con tornillos. El cuarto de baño tenía una puerta, pero ésta no disponía de ningún pestillo.

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