Navidades trágicas (8 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Trés bien —aprobó Poirot-. Eso explica perfectamente la actitud del anciano.

—De ahí su deseo de que yo volviera más tarde. Entretanto pensaba entrevistarse con las personas en cuestión. Les diría que había hablado conmigo, pero que si se restituía en seguida lo robado se abandonaría el asunto.

—¿Y si el sospechoso no respondía a la petición de míster Lee? —comentó Poirot.

El coronel Johnson frunció el ceño y se retorció las puntas de su bigote.

—¿Y por qué no dio ese paso antes de llamarle?

—Porque entonces el ladrón hubiera creído que todo era una pura fanfarronada del viejo y se hubiera dicho que no llamaría a la policía por mucho que sospechase. Pero si míster Lee podía decirle: «Ya he hablado con la policía. El inspector acaba de salir de aquí», la cosa varía mucho. Y si el culpable interrogaba a los criados y éstos le confirmaban mi presencia en esta casa antes de la cena, entonces sí que el ladrón estaría convencido de que el anciano pensaba obrar sin contemplaciones, y se apresuraría a devolver las piedras.

—Ya lo entiendo, Sugden —replicó el coronel Johnson-. ¿Tiene alguna idea de quién puede ser ese miembro de la familia?

—No, señor.

—¿Ningún indicio por pequeño que sea?

—Ninguno.

Johnson movió la cabeza.

—Bien, sigamos adelante —dijo al fin. El inspector continuó:

—A las nueve y cuarto en punto regresé a la casa. En el momento en que llegaba a la puerta oí un alarido espantoso y luego un ruido como de muebles que caen y piezas de loza que se rompen. Llamé varias veces al timbre y luego con el llamador. Pasaron tres o cuatro minutos antes de que contestaran y abriesen la puerta. Cuando, por fin, el criado acudió, comprendí que había ocurrido algo. Estaba temblando de pies a cabeza y parecía a punto de desmayarse. Me dijo que míster Lee había sido asesinado. Corrí al primer piso y encontré la habitación de míster Lee en plena confusión. Era indudable que se había luchado mucho en ella. El propio míster Lee estaba junto a la chimenea, degollado y en medio de un enorme charco de sangre.

—¿Pudo haber sido un suicidio? —preguntó el jefe de policía.

Sugden negó con la cabeza.

—Imposible, señor. Las mesas y las sillas estaban volcadas, se habían roto muchas figurillas y no se veía ni rastro de la navaja o cuchillo con que se cometió el crimen.

—Desde luego, estos detalles parecen completamente significativos —declaró el jefe de policía-. ¿Había alguien en la habitación?

—Casi toda la familia estaba reunida alrededor del cadáver.

—¿Tiene alguna sospecha, Sugden?

—Es un mal asunto —murmuró el inspector-. A mí me hace el efecto de que el asesino es uno de ellos, pues me parece imposible que ningún extraño pudiera hacerlo y escapar a tiempo.

—¿Y la ventana? ¿Cerrada o abierta?

—La habitación tiene dos ventanas. Una de ellas es-' taba cerrada. La otra, levantada unos centímetros, pero asegurada en aquella posición por un tornillo. Debe de hacer varios años que no ha sido abierta. La pared es lisa completamente. No hay plantas trepadoras y tampoco tu—berías de desagüe. No creo que nadie pudiese escapar por allí.

—¿Cuántas puertas tiene la habitación?

—Una sola. La habitación está al final de un corredor. La puerta estaba cerrada por dentro. Cuando la familia oyó el grito del viejo y el ruido de la lucha, subió corriendo, y para entrar tuvo que utilizar como ariete un banco.

—¿Y quién se hallaba dentro de la habitación? —inquirió Johnson.

—En la habitación sólo se encontraba la víctima, que había sido asesinada unos minutos antes.

Capítulo VII

El coronel Johnson miró durante unos minutos a Sugden antes de exclamar:

—¿Es que pretende decirme, inspector, que éste es uno de los casos que encontramos en las novelas detectivescas, en que un hombre es asesinado dentro de una habitación cerrada, en la cual nadie ha podido entrar?

—No creo que la cosa se presente tan oscura —sonrió el inspector.

—¡Suicidio! —exclamó el coronel-. ¡Tiene que ser suicidio!

—Entonces, ¿dónde está el arma? No, jefe, nada de suicidio.

—Entonces, ¿cómo pudo escapar el asesino? ¿Por la ventana?

Sugden negó con la cabeza.

—Juraría que no…

—Pero usted dice que la puerta estaba cerrada por dentro.

El inspector asintió. Luego sacó del bolsillo una llave y la dejó sobre la mesa.

—No hay huellas dactilares —anunció-. Pero fíjese en la llave. Mírela con la lente de aumento.

Poirot inclinóse hacia delante. Él y Johnson examinaron juntos la llave. El coronel lanzó una exclamación.

—¡Ya lo veo! Estas huellas en el extremo de la llave. ¿Las ve usted, Poirot?

—Sí. Eso significa que, valiéndose de una herramienta especial, acaso tan sólo de unas pinzas, hicieron presa del extremo de la llave y le dieron vuelta en la cerradura por fuera.

El inspector asintió.

—Puede hacerse perfectamente.

—La intención del asesino era que se supusiera que se trataba de un suicidio —dijo Poirot-. Esto sería lo más lógico desde el momento en que la puerta estaba cerrada por dentro y en la habitación no había nadie.

—No cabe duda alguna de que eso pretendía el ladrón. Poirot movió dubitativamente la cabeza.

—¿Y el desorden en la habitación? Eso solo descarta toda idea de suicidio. Seguramente el asesino debiera haber puesto en orden la estancia.

—No tuvo tiempo —reconoció Sugden-. Este detalle es de gran importancia. No tuvo tiempo. Supongamos que esperaba encontrar desprevenido a míster Lee. Esto le fracasó. Hubo lucha. Y esa lucha se oyó perfectamente en la habitación de abajo, o sea en el salón; y, además, el viejo pidió socorro. Todos subieron corriendo. El asesino sólo tuvo tiempo de escapar de la habitación y cerrar por fuera.

—Eso es verdad —admitió Poirot-. El asesino tuvo que escapar. Pero ¿por qué no dejó, al menos, el arma con que se cometió el crimen? Porque, como es natural, no habiendo arma no hay suicidio. Ése fue un error muy grave.

—Los criminales cometen muchos errores —declaró fríamente Sugden-. Lo tenemos experimentado.

Poirot lanzó un ligero suspiro.

—Pero de todas formas, y a pesar de sus errores, ese criminal ha escapado —suspiró.

—No creo que haya escapado.

—¿Quiere decir que sigue en la casa?

—No veo en qué otro lugar puede hallarse. El crimen lo cometió alguien de dentro de la casa.

—Pero tout de méme se ha escabullido. Usted no sabe quién es.

Con suave firmeza el inspector declaró:

—Estoy seguro de que pronto lo sabremos. Aún no hemos interrogado a nadie.

—Oiga, Sugden —intervino el coronel-. Quien haya hecho girar la llave desde fuera debe ser, forzosamente, un hombre habituado a esos trabajos. Esas herramientas no son de fácil manejo.

—¿Cree usted que ha debido ser trabajo de un profesional?

—Eso mismo.

—Lo parece. Tal vez algún ladrón profesional entre los criados. Eso explicaría el robo de los diamantes, al cual debería seguir, forzosamente, el asesinato.

—¿Y no le parece buena esta teoría?

—Ya se me ocurrió al principio, pero en la casa hay ocho criados, seis de ellos mujeres, y de ellas, cinco llevan cuatro años o más trabajando aquí. Luego tenemos al mayordomo y al otro criado. El mayordomo lleva cuarenta años aquí, todo un récord, ¿no es cierto? El otro criado es hijo del jardinero y se ha criado aquí. No se ve la posibilidad de que sea un profesional del robo. La única persona que queda es el enfermero de míster Lee. Hace poco que está aquí; en el momento del crimen estaba fuera de casa, y sigue estándolo. Se marchó un momento antes de las ocho.

—¿Ha hecho alguna lista de los que se encontraban en casa cuando ocurrió el suceso?

—Sí, jefe. Me la dictó el mayordomo. ¿Quiere que se la lea?

—Sí, por favor, Sugden.

—Míster Alfred Lee y su esposa; George Lee, miembro del Parlamento, y su esposa. Míster Harry Lee, David Lee y su esposa. La señorita... —el inspector hizo una pausa para pronunciar debidamente el nombre-: Pilar... Estravados, Stephen Farr. Luego los criados: Edward Tressilian, mayordomo; Walter Champion, criado; Emily Reeven, cocinera; Queenie Jones, pinche de cocina; Gladys Spent, doncella; Grace Best, segunda doncella; Beatriz Moscombe, tercera doncella; Joan Kench, criada; Sidney Horbury, enfermero.

—¿No hay más? —No, jefe.

—¿Tiene alguna idea de dónde se encontraba cada uno de ellos en el momento del crimen?

—Una idea muy vaga. Como ya le he dicho, aún no he interrogado a nadie. Según Tressilian, los caballeros estaban aún en el comedor y los demás se hallaban en el salón. Tressilian había servido el café. Según su declaración, regresaba a la cocina, cuando oyó arriba un gran estrépito seguido de un grito. Echó a correr escalera arriba, detrás de los otros.

—¿Cuántos miembros de la familia viven en la casa y cuántos están de paso? —preguntó el coronel.

—Míster Alfred Lee y su esposa viven aquí. Los demás están sólo de visita.

—¿Y dónde están ahora? —inquirió Johnson.

—Les pedí que no se movieran del salón hasta que estuviera en condiciones de tomarles declaración.

—Bien. Por ahora será mejor que subamos a echar un vistazo al lugar del crimen.

Al entrar en aquella habitación, Johnson lanzó un profundo suspiro.

—¡Es horrible! —exclamó.

Durante unos instantes observó las derribadas sillas, las porcelanas rotas y las manchas de sangre.

Un hombre delgado y de cierta edad estaba de pie junto al cadáver.

—Buenas noches, Johnson —saludó-. ¡Vaya destrozo! ¿No crees?

—Es verdad. ¿Tiene algo que decirnos, doctor? El hombre se encogió de hombros, replicando:

—Las palabras científicas las reservo para la vista. El caso no tiene nada de complicado. Ha sido degollado como un cerdo. Se desangró en menos de un minuto. Ninguna señal del arma.

Poirot atravesó la habitación, dirigiéndose hacia las ventanas. Como había dicho el inspector, una de ellas estaba cerrada herméticamente. La otra aparecía ligeramente abierta.

Sugden aclaró:

—Según declaración del mayordomo, esa ventana no se cierra nunca, tanto si llueve como si hace buen tiempo. En el suelo se colocó un linóleum para protegerlo lo suficiente de la lluvia, aunque no hacía falta, pues el alero ya lo protege sobradamente.

Poirot regresó junto al cadáver. Éste tenía los dientes casi al descubierto y las manos engarfiadas.

—No me parece que fuera muy fuerte —comentó Poirot.

—Pues era muy resistente —explicó el forense-. Resistió varias enfermedades que le tuvieron a las puertas de la muerte y que hubiesen acabado con otros hombres.

—No quiero decir eso —replicó Poirot-. Yo me refiero a que no era físicamente fuerte.

—No, era bastante débil.

Poirot alejóse del muerto para examinar los muebles tumbados. Había un pesado sillón de roble, una mesa de la misma madera, fragmentos de una gran lámpara, de unas botellas de whisky y dos vasos. Un pisapapeles de cristal seguía entero, algunos libros y un jarrón ja- ponés hecho añicos. Una estatuilla de bronce representando una muchacha desnuda completaba aquella desconcertante ruina.

—¿Le sorprende algo, Poirot? —preguntó el jefe de policía.

Lanzando un suspiro, Hércules Poirot murmuró:

—Un hombre tan débil y... sin embargo, todo esto. Johnson se mostraba extraño. Luego se volvió hacia el sargento, que estaba ocupado en su trabajo. —¿Alguna huella dactilar?

—Muchas, jefe. En todo el cuarto.

—¿Y en la caja de caudales?

—Nada bueno. Sólo huellas del muerto. Johnson dirigióse al forense.

—¿Qué hay de las manchas de sangre? —preguntó-. Seguramente el asesino debió de mancharse.

—No se puede asegurar —declaró el médico-. Toda la sangre ha brotado de la yugular. Y con esa vena no ocurre como en las arterias, donde la sangre salta violentamente.

—Sin embargo, se ve mucha sangre.

—Sí, hay mucha —asintió Poirot-. Es sorprendente.

—¿Le sugiere a usted algo, monsieur Poirot? —preguntó el inspector.

Perplejo, Poirot miró a su alrededor, moviendo la cabeza.

—No sé..., pero me parece que hay demasiada sangre. Sangre en las sillas, en las mesas, en la alfombra. Un hombre tan frágil, tan delgado, tan reseco, y sin embargo, en su muerte, tanta sangre...

Su voz se apagó. El inspector le miraba con los ojos muy abiertos y sorprendidos; al fin, con voz afectada murmuró:

—Es curioso... eso mismo fue lo que dijo la señora...

—¿Qué señora? —preguntó Poirot-. ¿Qué dijo? —La mujer de Alfred Lee. Se detuvo junto a la puerta y dijo algo así como: «¿Quién hubiera creído que el viejo tuviese tanta sangre dentro de él?».

—Las palabras de lady Macbeth —dijo Poirot-. Son muy interesantes.

Capítulo VIII

Alfred Lee y su mujer entraron en el pequeño estudio donde Poirot, Sugden y el jefe de policía se hallaban reunidos, esperando. El coronel Johnson se adelantó.

—¿Cómo está usted, míster Lee? Es la primera vez que nos vemos, pero supongo que ya está usted enterado de que corre a mi cargo la jefatura de la policía de la región. Me llamo Johnson. Debo decirle que este lamentable suceso me ha trastornado enormemente.

Alfred, con la mirada de perro paciente, inclinó la cabeza y con voz ronca murmuró:

—Muchas gracias... Es horrible, horrible. Le presento a mi esposa.

—Ha sido un golpe muy duro para todos —dijo Lydia-. Pero sobre todo para mi esposo.

—Tenga la bondad de sentarse, mistress Lee. Y permítame que aproveche esta ocasión para presentarle a monsieur Hércules Poirot.

Éste se inclinó. Su mirada iba rápidamente del marido a la mujer.

Lydia apoyaba suavemente una mano en la espalda de Alfred.

—Siéntate, Alfred —pidió.

Alfred Lee obedeció, murmurando:

—¿Hércules Poirot? Creo que... lo... recuerdo... Y se pasó una mano por la frente.

—El coronel Johnson quiere hacerte algunas preguntas, Alfred —le dijo su mujer.

El jefe de policía dirigió una aprobadora mirada a Lydia. Le era muy agradable comprobar que la esposa de Alfred fuera una mujer tan comprensiva y competente.

—Sí, claro, claro —replicó Alfred.

El suceso visiblemente parecía haberle desconcertado por completo.

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