Además, el edificio estaba a un tiro de piedra del cuartel de Ichigaya, en el que Mishima cometió su suicidio ritual. Tenía la impresión de vivir en un lugar de una importancia extraordinaria y no dejaba de recorrer el apartamento escuchando a Bach, observando la misteriosa sincronización del clavecín con aquel panorama urbano fantasmal y un cielo excesivamente azul.
En la cocina, la tostadora inteligente propulsaba las tostadas cuando notaba que estaban a punto. Entonces se oía un timbre que me encantaba. Me programaba auténticos conciertos con las señales acústicas de los electrodomésticos.
Sólo le había dado el número de teléfono de aquel lugar a una persona, que no tardó en llamarme.
—¿Cómo es el apartamento? —preguntó Rinri.
—A usted quizás le parezca normal. A mí me resulta increíble. El lunes, cuando venga para la clase, ya lo verá.
—¿El lunes? Estamos a viernes. El lunes queda demasiado lejos. ¿Podría ir esta tarde?
—¿A cenar? Soy incapaz de cocinar.
—Yo me ocupo de todo.
No se me ocurrió ningún pretexto para negarme, y más teniendo en cuenta que me hacía ilusión. Era la primera vez que mi alumno demostraba tener iniciativa. No había duda de que el apartamento de Christine había tenido algo que ver en ello. Un terreno neutral cambia las reglas del juego.
A las siete de la tarde, vi aparecer el rostro de un joven en la pantalla del interfono y abrí. Llegó con una flamante maleta.
—¿Se va de viaje?
—No, vengo a cocinar.
Le enseñé la morada, que le deslumbró bastante menos que a mí.
—Está bien —dijo—. ¿Le gusta la fondue suiza?
—Sí. ¿Por qué?
—Mejor. He traído el material.
Poco a poco iría descubriendo el culto que los japoneses profesan por el material destinado a cada acción de nuestra vida: el material para la montaña, el material para el mar, el material para el golf y, aquella noche, el material para la fondue suiza. En casa de Rinri, había una habitación perfectamente ordenada en la que varias maletas ya estaban listas para todas estas diversas operaciones.
Ante mi fascinada mirada, el joven abrió la maleta específica y vi aparecer, perfectamente dispuestos e inmovilizados, un infiernillo a propulsión intergaláctica, un cazo antiadherente, un sobre de queso de poliestireno expandido, una botella de vino blanco con anticongelante y trozos de pan imperecederos. Trasladó todos aquellos admirables inventos a la mesa de plexiglás.
—¿Empiezo? —preguntó.
—Sí, ardo en deseos de verlo.
Echó el poliestireno y el anticongelante en el cazo, encendió el infiernillo, que curiosamente no salió disparado hacia el cielo, y mientras la suma de todas aquellas sustancias provocaba diversas reacciones químicas, sacó de la maleta unos platos presuntamente tiroleses, unos tenedores de mango largo y unas copas «para lo que quede del vino».
Salí disparada a buscar Coca-Colas a la nevera, afirmando que combinaban perfectamente con la fondue suiza, y llené mi copa.
—Ya está —anunció.
Nos sentamos valerosamente uno frente al otro y me arriesgué a clavar un trozo de pan duro imperecedero con mi tenedor y sumergirlo en aquella mezcla. Lo retiré y me maravilló el fantástico número de hilillos que se formaron al instante.
—Sí —dijo Rinri con orgullo—, este procedimiento ha conseguido muy bien los hilillos.
Los hilillos que, como todo el mundo sabe, son la auténtica finalidad de la fondue suiza. Introduje el objeto en mi boca y mastiqué: no sabía a nada. Entonces comprendí que los nipones adoraban comer fondue suiza por el lado lúdico del asunto y que habían inventado una que eliminaba el único detalle molesto de aquel plato tradicional: su sabor.
—Excelente —afirmé conteniendo mis ganas de reír.
Rinri tenía calor y, por primera vez, pude verle sin su cazadora de ante negro. Fui a buscar tabasco, alegando que en Bélgica la fondue suiza se tomaba con guindilla. Sumergí el trozo de pan en el poliestireno caliente, provoqué una red de miles de hilillos, deposité el cubo amarillo en mi plato y lo regué con tabasco, con el objetivo de que aquello tuviera algún sabor. El joven observaba mis movimientos y juro que en sus ojos pude leer la siguiente constatación: «Los belgas son una gente extraña». A mí, sin embargo, me importaba un comino su compasión.
Pronto me cansé de la fondue contemporánea.
—Venga, Rinri, cuéntame.
—Pero… ¡me está tuteando!
—Cuando se ha compartido una fondue con alguien, se le tutea.
El poliestireno debía de estar expandiéndose en mi cerebro, ya que sinteticé aquel crecimiento como un delirio de experimentación. Mientras Rinri se exprimía las meninges con el objeto de encontrar algo que contarme, apagué el infiernillo soplando, procedimiento que sorprendió al japonés, vacié el resto del anticongelante en la mezcla para enfriarla y sumergí las dos manos en la pegajosa masa resultante.
Mi anfitrión gritó:
—¿Por qué ha hecho eso?
—Para ver qué ocurría.
Retiré las zarpas y me entretuve con la madeja de hilillos que las unía. Una espesa capa de falso queso formaba una especie de guantes.
—¿Cómo piensa lavarse?
—Con agua y jabón.
—No, es demasiado pegajoso. El cazo es antiadherente, sus manos no.
—Eso ya lo veremos.
En efecto, el chorro de agua del grifo y el producto lavavajillas no mermaron lo más mínimo mis amarillentas manoplas.
—Voy a intentar pelarme las manos con un cuchillo de cocina.
Ante la mirada aterrorizada de Rinri, procedí a ejecutar mi proyecto. Lo que tenía que ocurrir ocurrió: me corté la palma de la mano y la sangre brotó de la plastificada membrana. Me llevé la herida a la boca para no convertir aquel lugar en la escena del crimen.
—Permítame —dijo el joven.
Se arrodilló, tomó una de mis manos y se puso a rasparla con sus propios dientes. Era, sin duda, el mejor método, pero el espectáculo de aquel caballero genuflexo ante una dama cuyas falanges sujetaba delicadamente para proceder a roer el poliestireno me hizo estallar de risa. Nunca una galantería me dejó tan estupefacta.
Rinri no permitió que lo desanimara y raspó hasta el final. La operación duró un tiempo infinito durante el cual me sumergí en lo extraño de la situación. Luego, cual artesano perfeccionista, limpió mis dedos en el fregadero con detergente y una esponja abrasiva.
Cuando el trabajo hubo terminado, contempló minuciosamente el resultado de su rescate y, aliviado, suspiró. Aquel episodio había actuado en él como una catarsis. Me tomó en sus brazos y ya no me dejó.
A la mañana siguiente, me despertó la sensación de tener las manos dolorosamente secas. Mientras me las untaba con crema, recordaba la velada y la noche. Así pues, había un joven en mi cama. ¿Qué estrategia adoptar?
Me acerqué a interrumpir su sueño y, con mucha dulzura, le dije que, en mi país, la tradición exige que el hombre se marche al llegar el alba. Llevábamos un poco de retraso sobre el horario previsto, ya que el sol había salido. Atribuiríamos ese fallo a la lejanía geográfica. Sin embargo, no abusaríamos de este argumento. Rinri preguntó si la costumbre belga autorizaba a volver a verse.
—Sí —respondí.
—Pasaré a recogerte a las tres de la tarde.
Con satisfacción, constaté que mi lección sobre el tuteo había dado sus frutos. Se marchó muy amablemente. Le vi alejarse con su maleta de fondue suiza.
Cuando me quedé sola, sentí una alegría enorme. Rememoraba los acontecimientos con una mezcla de hilaridad y estupefacción. En definitiva, lo que más me sorprendía no eran las excentricidades de Rinri, sino más bien la siguiente y suprema excentricidad: había mantenido una relación con alguien amable y encantador. En ningún momento se había mostrado agresivo de acción o de palabra. Ignoraba que pudiera existir algo así.
Me preparé mi medio litro de té demasiado fuerte y me lo tragué mirando por la ventana el cuartel de Ichigaya. Ningún deseo de cometer
seppuku
aquella mañana. Pero sí una imperiosa necesidad de escribir. Que Tokio se protegiera de la onda expansiva: se iban a enterar. Me abalancé sobre el papel virgen con la convicción de que la tierra temblaría.
Curiosamente, no se produjo ningún seísmo. Teniendo en cuenta la zona en la que nos encontrábamos, aquella telúrica tranquilidad constituía una rareza que quizás había que atribuir a una actualidad favorable.
De vez en cuando, dejaba de escribir y contemplaba Tokio a través del ventanal mientras pensaba: «Tengo una relación con un tipo de aquí.» Me quedaba pasmada y luego proseguía con mi escritura. Así transcurrió toda la jornada. Los días así son estupendos.
Al día siguiente, la puntualidad del Mercedes sólo podía compararse con su blancura.
Rinri había cambiado. Su perfil de conductor ya no era tan inmóvil e impasible. Su silencio resultaba todavía más profundo gracias a una interesante incomodidad.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Ya lo verás.
Aquella respuesta iba a convertirse en uno de sus clásicos; fuera el destino grandioso o anecdótico, mis preguntas sólo conseguirían sucesivos «ya lo verás». Yaloverás era la Citera de aquel muchacho, un lugar movedizo cuya única función consistía en proporcionar una dirección al coche.
Aquel domingo inauguraba un Yaloverás que eligió situarse en Tokio: el parque de los juegos Olímpicos. La idea me pareció excelente por cuanto tenía un significado, aunque, personalmente, me resultara indiferente: ni bajo las más nobles banderas las competiciones han conseguido nunca apasionarme. Observaba el estadio y las instalaciones deportivas con la cortesía ideal de los tibios, escuchaba las parsimoniosas explicaciones de Rinri centrando mi atención exclusivamente en los progresos de su francés: en la olimpiada de las lenguas extranjeras, habría ganado la medalla de oro.
Estábamos lejos de ser los únicos enamorados, por retomar la terminología al uso, que paseaban alrededor del estadio. Me encantaba ese lado «recorrido obligado» de nuestras tribulaciones: la tradición de aquel país había puesto a disposición de las parejas de un día o de una vida una especie de infraestructura destinada a que su ocio no fuera un quebradero de cabeza. Parecía un juego de mesa. ¿Siente usted algo por alguien? En lugar de reflexionar desde el mediodía a las dos de la tarde sobre la naturaleza exacta de su inquietud, lleve a alguien a la casilla tal de nuestro monopoly o, mejor dicho, de nuestro
monofily
. ¿Por qué? Enseguida se lo cuento.
Yaloverás era la mejor de las filosofías. Rinri y yo no teníamos ni idea de lo que hacíamos juntos ni de adónde íbamos. Con el pretexto de estar visitando lugares de un interés relativo, nos explorábamos el uno al otro con indulgente curiosidad. La casilla de salida del
monofily
japonés me encantaba.
Rinri me cogía de la mano, como todos los enamorados del recorrido tomaban de la mano a su acompañante. Delante del podio, me dijo:
—Es el podio.
—Ah —dije yo.
Delante de la piscina, me dijo:
—Es la piscina.
—Así que era eso —respondí con la mayor seriedad.
No me habría cambiado por nadie. Me divertía demasiado y suscitaba nuevas revelaciones, caminando en dirección al ring para oír: es el ring, etc. Aquellas designaciones me llenaban de alegría.
A las cinco de la tarde, al igual que muchas enamoradas locales, fui recompensada con un
kori
de granadina. Mordí el hielo triturado y colorado con entusiasmo. Observando que esto hacía que los generosos donantes de mi alrededor fueran recompensados con tiernas manifestaciones de gratitud, fui extremadamente generosa. Me gustaba esa sensación de imitar las reacciones de mis vecinas.
Al caer la noche, empezó a refrescar. Le pregunté a Rinri lo que el
monofily
tenía previsto para la noche.
—¿Perdón? —preguntó.
Para sacarlo del apuro, le invité al apartamento de Christine. Pareció tan encantado como aliviado.
Yaloverás nunca resultaba tan fantástico como en el interior de un perfeccionado edificio tokiota. La música de Bach resonó desde que abrí la puerta.
—Es Bach —dije.
Ahora me tocaba a mí.
—Me encanta —comentó Rinri.
Me volví hacia él y le señalé con el dedo:
—Eres tú.
Después del amor, ya no había reglas. Sobre la almohada, descubrí a alguien. Me miró durante largo rato y luego dijo:
—Qué guapo eres.
Era inglés mal traducido al francés. No le habría corregido por nada del mundo. Hasta entonces, nadie me había encontrado guapo.
—Las japonesas son más guapas —dije.
—No es verdad.
Su mal gusto me encantó.
—Cuéntame cosas de las japonesas.
Se encogió de hombros. Insistí. Acabó diciéndome:
—No puedo contarte nada. Me ponen nervioso. No son ellas mismas.
—Quizás yo tampoco sea yo misma.
—Sí. Tú estás aquí, me estás mirando. Ellas, en cambio, siempre se están preguntando si gustan. Sólo piensan en sí mismas.
—La mayoría de las occidentales son así.
—A mis amigos y a mí, nos parece que para esas chicas sólo somos espejos.
Fingí reflejarme en él, arreglándome el pelo. Se rió.
—¿Hablas mucho de chicas con tus amigos?
—No demasiado. Resulta incómodo. ¿Y tú, hablas de chicos?
—No, es algo íntimo.
—Las japonesas, en cambio, hacen justo lo contrario. Con los chicos, son extremadamente pudorosas. Y luego se lo cuentan todo a sus amigas.
—Las occidentales hacen lo mismo.
—¿Por qué lo dices?
—Para defender a las japonesas. Debe ser difícil ser japonesa.
—También es difícil ser japonés.
—Seguramente, cuenta, cuenta.
No dijo nada. Respiró. Vi cómo sus rasgos se metamorfoseaban.
—A los cinco años, como los demás niños, tuve que examinarme para entrar en una de las mejores escuelas primarias. Si hubiera aprobado, habría podido, un día, ir a una de las mejores universidades. A los cinco años, ya lo sabía. Pero no lo conseguí.
Me di cuenta de que estaba temblando.
—Mis padres no dijeron nada. Estaban decepcionados. A los cinco años, mi padre sí lo había conseguido. Esperé a que llegara la noche y lloré.
Rompió a llorar. Abracé su cuerpo, muy tenso a causa del sufrimiento. Me habían hablado de esos horribles procesos de selección japoneses, impuestos mil veces demasiado pronto a unos niños conscientes de la importancia del reto.