No quise contarle que, desde los inicios de la eternidad, habían existido zaratustrianos. No merecía pertenecer a tan noble linaje: hablaba demasiado y parecía insensible a lo sagrado. En todas las familias se producen estos errores hereditarios.
El paisaje se convirtió en sublime, intentaba abrir los ojos de mi primo americano sobre aquel esplendor. Se limitó a decir:
—
Yeah, great country.
Me pareció intuir que habría manifestado un entusiasmo idéntico ante un plato de crepes.
Quise quitármelo de encima pasando a una velocidad superior. Por desgracia, se pegó a mí repitiendo:
—
That's a girl!
Era simpático, es decir, no zaratustriano de vía estrecha. Soñaba con quedarme sola de nuevo para reconocer el tipo de estados de ánimo mazdiano-wagneriano-nietzscheanos más adecuados a la situación. Imposible, con mi militar que no dejaba de hablar y que me preguntaba si Bélgica era el país de los tulipanes. Nunca maldije tanto la presencia militar americana en Okinawa.
A tres mil quinientos metros, le pedí educadamente que se callara, después de explicarle que era una montaña sagrada y que deseaba ascender los doscientos setenta metros restantes en el más absoluto recogimiento.
«No problem»
, dijo. Conseguí abstraerme de su compañía y culminé el ascenso en un estado de arrebato.
En la cima empezaba la luna, inmensa circunferencia de piedra que rodeaba el abismo del cráter. Sólo podías mantener el equilibrio si caminabas por el margen del disco. Si te dabas la vuelta, la vista no conseguía abarcar la infinita llanura japonesa bajo el cielo azul.
Eran las cuatro de la tarde.
—¿Qué va a hacer ahora? —me preguntó el militar.
—Esperar a mi novio.
La respuesta provocó el efecto deseado: el americano se marchó inmediatamente en dirección a la llanura. Suspiré de alivio.
Caminé a lo largo del cráter. Me pareció que habría necesitado todo el día para recorrer la circunferencia entera. Nadie se habría atrevido a aventurarse al centro: el volcán estaba extinguido, pero lo sagrado habitaba en aquella cantera de gigantes.
Me senté en el suelo, frente al lugar por el que llegaban los peregrinos. Todo el mundo escalaba por la misma vertiente una montaña que, sin embargo, era cónica, no sé por qué. Quizás sólo fuera en virtud de un conformismo nipón al que me había sumado, ya que deseaba ser japonesa. Aparte del americano y de mí, no vi a ningún extranjero. Resultaba conmovedor ver a los ancianos alcanzar la cima, muy dignos, pero admirados de su propia gesta, apoyándose en sus bastones.
Un octogenario que llegó hacia las seis exclamó:
—¡Ahora sí soy un japonés digno de ese nombre!
Así pues, la guerra no había bastado para convertirlo en caballero. Sólo un desnivel de 3.776 metros daba derecho a semejante título.
En un país menos honesto, serían tantas las personas que se atribuirían falsamente el ascenso, que habría sido necesario instalar, en el borde del cráter, una ventanilla para repartir certificados. No me habría venido mal. Por desgracia, yo sólo contaría con mi palabra para manifestar mis méritos; y nadie duda de que no tendría ningún valor.
Rinri llegó a las seis y media.
—¡Estás aquí! —exclamó aliviado.
—Hace mucho.
Se derrumbó en el suelo.
—No puedo más.
—Ahora eres un auténtico japonés.
—¡Como si necesitara esto para serlo!
Aprecié la diferencia de puntos de vista entre el octogenario y él. La nacionalidad parecía haber perdido buena parte de su prestigio.
—No te vas a quedar aquí —le dije.
Y le levanté para conducirlo hasta el alargado refugio en el que podías procurarte unas literas. Mientras él me ofrecía galletas secas y soda fluorescente, le recordé que nos despertaríamos antes del alba con el fin de presenciar la salida del sol.
—¿Cómo has hecho para subir tan deprisa? —me preguntó.
—Es porque soy Zaratustra —respondí.
—Zaratustra, ¿el que hablaba así?
—El mismo.
Rinri registró la información sin sorpresa y cayó dormido. Lo sacudí para despertarlo, me apetecía su compañía: fue como hacerle cosquillas a un muerto. ¿Cómo podía tener sueño? Estaba en la cima de mi Fuji, era demasiado impresionante para pegar ojo. Salí del refugio.
La noche ahogaba la llanura entera. A lo lejos, se percibía un vasto champiñón luminoso: Tokio. Temblé de frío y de emoción al contemplar aquel atajo nipón ante mis ojos: el antiguo Fuji y la capital futurista.
Me tumbé cual flor de cráter e invertí mi insomnio en tiritar con ideas que me superaban con creces. En el refugio, todos habían acabado por dormirse. Quería ser la que viera las primeras luces del día.
Mientras esperaba a que llegaran, se produjo un espectáculo increíble. A partir de la medianoche, empezaron a trepar por la montaña procesiones luminosas. Así pues, había gente que tenía la valentía de hacer el ascenso de noche, sin duda para evitar tener que convivir durante demasiado tiempo con el frío. En efecto, la ceremonia que nadie debía perderse era la salida del sol. Poco importaba llegar con antelación. Con lágrimas en los ojos, miraba aquellas lentas orugas doradas serpenteando hacia la cumbre. No cabía la menor duda de que no estaban compuestas por atletas sino por personas corrientes. ¿Cómo no admirar a un pueblo semejante?
Hacia las cuatro de la mañana, mientras llegaban los primeros excursionistas, unos filamentos de luz empezaron a asomar en el cielo. Fui a sacudir a Rinri, que me gruñó que ya era japonés y que me daba cita en el coche, al final de la jornada. Pensé que mientras que yo merecía ser nipona, él merecía ser belga, y salí de nuevo al exterior. Un grupo se iba formando poco a poco frente a las primicias del día.
Me incorporé al grupo. La gente permanecía de pie y vigilaba el astro en el más profundo de los silencios. Mi corazón empezó a latir con más fuerza. Ninguna nube en el cielo de verano. Detrás de nosotros, el abismo de un volcán muerto.
De repente, un fragmento encarnado apareció en el horizonte. Un escalofrío recorrió la callada asamblea. Luego, a una velocidad no exenta de majestuosidad, el disco entero surgió de la nada y dominó toda la llanura.
Entonces se produjo un fenómeno cuyo recuerdo me sigue conmoviendo: de los cientos de pechos reunidos allí, entre ellos el mío, se elevó el siguiente clamor:
—
Banzai!
Aquel grito era una lítotes: diez mil años no habrían sido suficientes para expresar el sentimiento de eternidad japonesa suscitado por semejante espectáculo.
Debíamos de parecer una reunión de extrema derecha. Sin embargo, la buena gente allí reunida debía de ser tan poco fascista como ustedes o yo. En realidad, no estábamos participando de una ideología sino de una mitología, probablemente una de las más eficaces del planeta.
Con los ojos bañados en lágrimas, contemplé la bandera nipona perder lentamente su rojo para derramar su oro sobre el azul aún macilento. Ríete tú de Amaterasu.
Cuando el éxtasis colectivo se hubo calmado un poco, escuché cómo un fulano decía:
—Habrá que descender. Creo que es más duro que subir. Parece que el récord de descenso es de cincuenta y cinco minutos. Me pregunto cómo es posible, y más teniendo en cuenta que la prueba se anula en caso de caída: hay que recorrer todo el trayecto sobre los pies.
—Como debe ser —dijo otro.
—No. El suelo es tan resbaladizo que se puede bajar sentado. Vi cómo lo hacía una anciana.
—¿Quiere decir que no es la primera vez que sube?
—Es la tercera vez. No me canso de hacerlo.
«Merecería la nacionalidad japonesa varias veces», pensé. Sus comentarios no habían caído en saco roto.
Me situé frente al astro y, a las cinco y media en punto, me lancé pendiente abajo. Había eliminado mis frenos. Lo que experimenté va más allá de lo grandioso: para no caerme, la solución consistía en mover las piernas sin cesar, en correr en la lava, en tener el cerebro tan rápido como los pies, en no interrumpir ni un segundo la vigilancia de la propia demencia, en reír para no caer en el momento de los inevitables resbalones que aceleraban la cadencia; me convertí en un bólido lanzado bajo el sol naciente, me convertí en mi propio tema de estudio balístico, gritaba hasta el punto de despertar el volcán.
Cuando llegué al aparcamiento todavía no eran las seis y cuarto: había batido el récord, y con diferencia. Por desgracia, nada permitía homologarlo. Mi gesta se quedaría para siempre en un mito personal.
Un grifo me permitió lavar mi rostro ennegrecido por las proyecciones de lava y recuperar la normalidad. Sólo me quedaba esperar a Rinri. Corría el riesgo de tardar mucho. Por suerte, resulta imposible aburrirse viendo pasar seres humanos, sobre todo en Japón. Me senté en el suelo y, durante horas, contemplé a aquellos a los que consideraba casi compatriotas.
Debían de ser las dos de la tarde cuando Rinri llegó. Parecía despedazado. Sin rechistar, me llevó de regreso a Tokio en el Mercedes.
A la mañana siguiente, me envió veintidós rosas rojas. Iban acompañadas de una nota: «Querido Zaratustra, ¡feliz cumpleaños!». Se excusaba por no ser un superhombre y no llevármelas personalmente. Sus doloridas piernas no respondían.
Unos días más tarde, Rinri me anunció por teléfono que su familia se había marchado de viaje una semana. Me rogó que, durante ese periodo, me instalara en su casa.
Acepté con tanta curiosidad como aprensión: nunca había estado tantos días en su compañía.
Vino a buscarme a mí y mi hatillo. Muy intimidada, al llegar al castillo de hormigón pregunté:
—¿Dónde voy a dormir?
—Conmigo, en la cama de mis padres.
Protesté por semejante equivocación. Rinri procedió a su habitual encogimiento de hombros.
—¡La cama de tus padres, hay que ver!
—Mientras ellos no se enteren… —dijo él.
—Pero yo sí me entero.
—¿No querrás que durmamos en mi camita individual? Sería un infierno.
—¿No hay otra posibilidad?
—Sí. Dormir en la cama de mis abuelos.
El argumento ganó la partida. Teniendo en cuenta la repugnancia que me inspiraban sus antepasados, acepté con alivio dormir en la cama de sus padres.
Era un gigantesco colchón de agua. Veinte años atrás, estaban de moda este tipo de trampas. Uno experimentaba una admirable incomodidad.
—Interesante —observé—. Te invita a reflexionar sobre el más mínimo gesto.
—Parece que estemos en la piragua de la película
Deliverance
.
—Exacto. Aquí la liberación consiste en lograr salir.
Rinri, que había previsto menús excepcionales, se encerró en la cocina. Me paseé por el castillo de hormigón.
¿Por qué no podía librarme de la convicción de estar siendo vigilada por una cámara? La impresión de ojo invisible me acompañaba. Le hice muecas al techo, y luego a las paredes: no ocurrió nada. El enemigo era astuto y fingía no inmutarse ante mi mala conducta. Cuidado.
El chico me sorprendió sacándole la lengua a un cuadro contemporáneo.
—¿No te gusta la obra de Nakagami? —preguntó.
—Sí. Es magnífica —dije con un sincero entusiasmo por aquella tela de sublime oscuridad.
Rinri debió de concluir que los belgas sacaban la lengua a los cuadros que les conmovían.
Encima de la mesa, me esperaban los manjares deseados: espinacas con sésamo, tibio de huevos de codorniz al
chiso
, erizos de mar. Hice los honores, pero observé que él no probaba bocado:
—¿Ocurre algo?
—No me gustan estos platos.
—¿Y por qué los has preparado?
—Para ti. Me gusta verte comer.
—A mí también me gusta verte comer —dije cruzándome de brazos.
—Por favor, sigue comiendo, es tan hermoso.
—Me declaro en huelga de hambre hasta que pruebes tu comida.
Me sentía atormentada, no sólo por contrariarlo sino sobre todo por abstenerme de devorar aquellas maravillas, que atraían mi mirada como imanes.
Desolado, Rinri fue a la cocina y regresó con salami ítalo-americano y un bote de mayonesa. Pensé: «No, no será capaz». Y, sin embargo, sí lo fue: comió cada loncha de salami con un centímetro de mayonesa encima. ¿Venganza o provocación? Fingí indiferencia y seguí degustando aquellos delicados tesoros, mientras él gangueaba devorando aquella pesadilla. Al observar mi expresión petrificada, me preguntó con socarronería:
—¿No querías que comiera?
—Estoy encantada —mentí—. Cada uno come lo que prefiere, está muy bien.
—Tengo ganas de invitar a todos mis amigos para presentártelos. ¿Te parece bien?
Acepté. La velada se fijó para cinco días más tarde.
Eran las vacaciones. No salí para nada del castillo de hormigón. Rinri me trataba como a una princesa. En el salón, bajo el cuadro de Nakagami, él me había instalado un escritorio lacado. Nunca había garabateado en semejantes condiciones, que, por lo demás, no me convenían demasiado. Para crear, nada mejor que el material de bajo presupuesto, incluso de desecho. La laca desteñía en mis dedos y manchaba mi manuscrito.
Rinri me miraba con embobamiento; mi bolígrafo se ponía tenso. Entonces, con expresión suplicante, Rinri hacía el gesto de escribir, y yo comprendía que bastaba que me pusiera a escribir cualquier cosa para que se pusiera la mar de contento. Como el protagonista de
El resplandor
, escribí mil veces que me estaba volviendo loca. Pero no tenía ningún hacha a mano para completar la imitación.
Hasta entonces, la única forma de vida en pareja que había conocido había sido con mi hermana. Pero ella era mi doble hasta tal punto que no podía considerarse vida de pareja, más bien la existencia, exenta de búsqueda, de un ser perfecto.
Lo que experimentaba con Rinri era nuevo y se articulaba alrededor de la idea de compartir una encantadora incomodidad. Aquella vida en pareja se parecía al colchón de agua sobre el que dormíamos: pasado de moda, incómodo y divertido. Nuestro vínculo consistía en experimentar juntos un conmovedor malestar.
Cada vez que me decía guapa, Rinri lo interrumpía todo: fuera cual fuera, debía permanecer en una posición a la que nunca le faltaba un punto de extrañeza. Entonces el chico se ponía a caminar a mi alrededor soltando unos conmovidos «¡oh!». Yo no lo entendía. Un día entré en la cocina, donde él se afanaba. Me sentí tentada por un tomate y le hinqué el diente. Él gritó, yo creí que era uno de esos famosos casos de belleza repentina y no me moví. Me arrancó el tomate de la mano y dijo que aquella fruta corrompería mi tez. Viniendo de un devorador de salami-mayonesa, aquel comentario me pareció un disparate y recuperé el tomate. Él suspiró entre desesperados comentarios sobre la fugacidad de la palidez.