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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Nivel 26 (8 page)

Capítulo 19

Motel 6, playa de Redondo, California

Madrugada del miércoles/01.00 horas

El teléfono móvil comenzó a sonar y vibrar sobre la mesa de cristal.

Riggins lo había dejado ahí a propósito, para asegurarse de que lo oía en cualquier momento, incluso si estaba echando una meada en el diminuto cuarto de baño del motel. Y, de hecho, eso era precisamente lo que estaba haciendo cuando el teléfono empezó a sonar. Ya se lo esperaba.

Riggins se la sacudió, se la guardó, se subió la cremallera y, tambaleándose, cruzó la habitación para coger el móvil. Estuvo a punto de hacer caer la botella de whisky de la mesa. La pantalla decía: «DARK».

Riggins se llevó el teléfono a la oreja torpemente.

—Eh.

No le contestó, pero Riggins sabía que Dark estaba al otro lado de la línea. Haciendo tiempo, atando cabos, reuniendo valor; lo que fuera. Siempre se tomaba las cosas con calma. Algunos agentes de Casos especiales solían bromear diciendo que Dark se movía tan lentamente que era capaz de retroceder en el tiempo unos cuantos días.

Pero no se podía negar que era eficaz. Quizá Dark fuera una tortuga, pero su colección de casos resueltos era admirable. Cuando se centraba en algo, era como si no existiera nada más. Todo lo que no tuviera que ver con el caso se desvanecía y él reconstruía una versión de los hechos que, invariablemente, conducía al culpable. Su capacidad de concentración rayaba lo sobrehumano.

Y el hecho de que Dark se hubiera llevado el lápiz de memoria aquella mañana (Riggins tardó veinte minutos en darse cuenta) tenía una gran importancia. El agente podía sentarse en su habitación y coordinar el caso sin tener que mirar su reloj digital cada treinta segundos. Aquella mañana, tan sólo le quedaban unas treinta horas de vida; en aquel momento, unas once. Pero mientras Dark estuviera considerando la oferta todavía, había posibilidades de que saliera con vida de aquello.

Así que Riggins esperó. Ya había esperado dieciséis horas. ¿Qué más daban unos segundos más?

Finalmente, Dark habló.

—No puedo involucrarme, Riggins. Ya hice todo lo que pude para atrapar a ese monstruo. Y fracasé. No veo por qué las cosas habrían de ser diferentes ahora.

—Dark…

—No, lo siento. Ahora todo es… diferente.

—Lo entiendo. Más de lo que piensas.

—No me necesitas. Tienes buenos agentes en Casos especiales. Gente más joven y astuta. Alguno de ellos lo atrapará.

—Sí.

Después, ya no hubo mucho más que decir.

Riggins asintió para sí, luego presionó la tecla de «colgar». Bajó la mirada hacia el vaso vacío; sólo quedaban un par de trozos de hielo derretido en el fondo.

Lo curioso era que no estaba asustado. No como pensaba que lo estaría. En realidad, Riggins se había sorprendido al descubrir que se sentía aliviado. Le habían dado a elegir: «Haz algo asqueroso o te mataremos». Bueno, había intentado hacer algo asqueroso: que lo más cercano que tenía a un hijo retomara un caso que casi lo mata. Pero Dark acababa de eliminar aquella posibilidad de la mesa de juego. Ahora ya no estaba en sus manos, así que se habían acabado los debates morales. Simplemente se trataba de ser el beneficiario de una sentencia de muerte.

Nellis y McGuire debían de estar fuera, fumando, o quizá comparando cicatrices de arma blanca para pasar el rato. Riggins estaba seguro de que le habían pinchado el teléfono, de modo que alguien de la oficina de Wycoff tenía que haberse enterado ya de lo que había pasado. ¿Cuánto tardarían en ponerse en contacto con sus niñeras y darles la orden? ¿Menos de un minuto, quizá?

Apartó las baratas y polvorientas cortinas y echó un vistazo fuera. Tan sólo se veían unos cuantos coches en el aparcamiento casi vacío y los incandescentes agujeros que las luces de neón proyectaban sobre el cielo de California. Ni rastro de Nellis. Ni de McGuire. Tampoco de su furgoneta negra.

De repente, llamaron a la puerta de su habitación.

Riggins pensó rápidamente en su pistola; estaba colgada al lado de su americana en el armario del motel. Pero no serviría de nada. Nellis y McGuire eran unos tipos muy parecidos a él, que hacían su trabajo y dejaban a un lado las cuestiones personales. A quien realmente debería pegarle un tiro era a Wycoff. Justo en medio de sus pobladas cejas.

Riggins también dejaría a un lado las cuestiones personales. Actuaría con profesionalidad. Miró su reloj digital:

11.05.43…

11.05.42…

11.05.41…

11.05.40…

Como granos de arena deslizándose por el estrecho cuello de cristal de un reloj de arena.

Riggins se acercó a la puerta y la abrió; una mera formalidad, en realidad. Habrían podido tirarla abajo fácilmente. Un niño de nueve años habría podido hacerlo.

Nellis lo miraba con fijeza. No veía a McGuire; seguramente estaría cubriéndole el flanco.

No. No haría ningún movimiento extraño. Actuaría con profesionalidad hasta el final. Le quedaban once horas de vida, y lo único lógico era pasarlas como le diera la gana.

—Entrad, tíos —dijo Riggins—. Hablemos.

Capítulo 20

En algún lugar de Estados Unidos

Se veían sombras en la pared de la mazmorra. Se ramificaban y retorcían, como si un grupo de serpientes hubiera decidido unirse y adoptar la forma de un ser humano. Las sombras doblaron, y luego triplicaron, su tamaño. Las serpientes se estaban acercando…

De repente, dejaron de moverse. Pensativo, Sqweegel observó su silueta inmóvil en la pared.

Estaba pensando en cómo rastrear los movimientos de la gente. Saber qué hacían en cada momento. ¿Cómo ubicarlos en un tiempo y un lugar concretos?

Mientras le daba vueltas a la cuestión, Sqweegel comenzó a moverse otra vez, disfrutando de las serpenteantes sombras que su cuerpo proyectaba sobre la pared. Luego se volvió y, atento, completamente rígido, se situó de espaldas a la pared de piedra. Imaginó que tenía un reloj gigante detrás de él y levantó el codo a las diez y la mano a las tres. La luna brillaba en lo alto del cielo, y su luz le proporcionaba al traje de Sqweegel un resplandor etéreo, casi angélico. Su corazón marcaba los segundos.

Tic…

Tac…

Tic…

Tac…

Con cada latido, más sangre corría por sus venas, haciendo crecer su pene. Cada palpitación lograba que su polla cobrara más vida. Se separaba de su cuerpo como una tercera manecilla que se alejaba de la esfera del blanco y escuálido reloj humano.

Tic…

Tac…

Tic…

Tac…

Y entonces dio con la respuesta.

Sqweegel cruzó la mazmorra en dirección al baúl de madera, que era lo suficientemente grande como para alojar el cuerpo de una persona.

Marcó la combinación del cerrojo que había en la parte frontal y abrió el pestillo. Dentro escondía las diversas chucherías que había ido recopilando durante los últimos treinta años.

Levantó completamente la tapa y empezó a revolver los contenidos del baúl con las manos enguantadas. Aquélla era la única indulgencia que se permitía, aparte de las películas, claro está. Eran auténticas reliquias de sus sagradas conquistas. Algunas de ellas todavía tenían manchas de sangre, semen, lágrimas, polvo, escamas de piel, bilis, mierda, orín, saliva. O una combinación de todo lo anterior. Si llegaban a encontrarlo, aquel baúl no bastaría para condenarlo. No había ni un solo rastro suyo dentro. Aunque probablemente habría sido más seguro destruir aquellas cosas o haberlas dejado en las escenas de sus crímenes.

Pero no se había podido resistir.

Había que ver todas aquellas cosas.

Sqweegel estiró el brazo y extrajo un pequeño artilugio de acero inoxidable que parecía un arpa en miniatura: era un dilatador anal. Estaba casi nuevo y todavía tenía restos de algún improvisado lubricante. Sonrió bajo la máscara y lo apartó.

Había también un anillo para el pene con un diminuto interruptor que accionaba el resorte de un juego de cuchillas en forma de aleta de tiburón. Aprisionaba el miembro y lo desangraba por completo. Hacía tiempo que no utilizaba uno de aquellos.

Unas esposas de titanio negro que, una vez cerradas, no podían volver a abrirse. Las había tenido que recuperar de un armario de pruebas después de que la policía se viera obligada a quitárselas a un cadáver chamuscado. Tuvo que recuperarlas.

Un Burdizzo: unas afiladas tenazas de cincuenta centímetros originalmente ideadas para castrar toros, pero que habían sido adoptadas por la comunidad transgénero como instrumento de automutilación.

Muchas cosas. Muchos tesoros, y trofeos, y artilugios que sus biógrafos podrían estudiar y considerar más adelante.

Finalmente, Sqweegel encontró la reliquia que estaba buscando: un reloj de pulsera parado. Había dejado de funcionar quince años antes.

No era un reloj particularmente caro: se trataba de un simple Timex Silver Viscount de 1967. Correa de plata, cristal rayado, unas pequeñas piezas de plata que indicaban las horas entre las doce, las tres, las seis y las nueve. Automático. Cuando Sqweegel lo cogió del cajón del escritorio de una de sus víctimas, ya no funcionaba.

Algo en él, sin embargo, hizo que lo deseara. Era el tipo de reloj que un hijo recibiría de su padre; y ése seguramente debió de ser el caso, teniendo en cuenta lo joven que era la persona a la que se lo quitó. Era probable que el reloj funcionara a la perfección cuando se lo regalaron al muchacho, pero luego él habría dejado que se pudriera en un cajón sin prestarle la escasa atención que requería para volver a la vida.

Sqweegel lo llevó a su banco de trabajo, cogió un pequeño maletín de herramientas y se puso a manipularlo. Bajo la esfera, vió que el rotor, la rueda compensadora, el muelle y los engranajes se habían oxidado.

Desmontó todas las piezas del reloj y emprendió la lenta tarea de limpiarlas con un algodón empapado en alcohol, primero, y luego en un lubricante comercial. Finalmente, colocó las piezas en un pequeño limpiador ultrasónico y después dejó que se secaran.

La correa requería especial atención. Era extensible, perfecta para que se le quedaran enganchados diminutos pelos de la muñeca y escamas de piel. Debía limpiar cada eslabón de la cadena por separado. También las remojó y trató con ultrasonidos.

Un rato después, Sqweegel volvió a ensamblar el Timex. No necesitó descargar ningún viejo manual de instrucciones de internet; su mecanismo era bastante básico y resistente, razón por la que se hicieron muy populares a mediados del siglo anterior. Trabajó de memoria. Pronto, ni siquiera hizo falta que continuara mirándose las manos.

Mientras hacía todo aquello, Sqweegel reflexionaba acerca del padre y el hijo, y la razón por la que éste habría ignorado el regalo de su padre. Estaba claro que aquel reloj barato significaba algo para el progenitor. Puede que hubiera visto una guerra o un campo de prisioneros. Quizá un desengaño amoroso.

Y el muchacho se había limitado a meterlo en un cajón.

El motivo por el que el hijo se había cruzado en el camino de Sqweegel no tenía nada que ver con aquello; pero ahora tomó nota mental de buscar las películas adecuadas para revivir la experiencia.

Cuando volvió a bajar la mirada, comprobó que el reloj volvía a estar completo y que ya funcionaba; el rotor giraba suavemente, sin quejas.

Se lo puso en la muñeca, por encima del látex blanco.

Capítulo 21

Malibú, California

Dark presionó la tecla «colgar», luego cruzó descalzo el dormitorio, bajó las escaleras y atravesó las puertas correderas que daban al patio tapiado. Allí también se apreciaba la mano de Sibby: desde las luces colgantes a los candelabros de cristal soplado, pasando por los muebles, todo era relajante y reconfortante. Aquél era un lugar donde las preocupaciones no debían alcanzarle a uno.

Se sentó en el sofá, dejó que el penetrante aire oceánico le llenara los pulmones y se quedó mirando los diminutos agujeros de luz que traspasaban el cielo nocturno. Parecían cientos de ojos incandescentes observándolo desde las alturas.

Dark se dijo que había hecho lo correcto. Sí, claro que aquel monstruo agrediría a alguien más. Quizá la semana siguiente, quizá al día siguiente. O quizá incluso había localizado un objetivo aquella misma noche y justo en ese momento permanecía escondido en un rincón oscuro y húmedo, contando los segundos hasta que llegara el instante de atacar.

Y quizá Dark podría haber hecho algo al respecto…

«No. No lo hagas. No pienses en ello. Ya no es cosa tuya».

«No pienses en la chica pelirroja del camisón de algodón azul, en la tripa y las piernas pálidas cubiertas de regueros de sangre».

«No pienses en lo que lloraba en el rincón…».

¿Acaso debía sentirse culpable durante el resto de su vida? ¿No era aquello pedirle demasiado a un hombre?

Dark había intentado capturar a Sqweegel. Éste había contraatacado… y había ganado. Había hecho lo que muy pocos podrían hacer. Había escondido sus huellas. Se había asegurado de que no hubiera hilo mágico que seguir. Quizá se merecía estar ahí fuera, libre. Dark había intentado detenerlo, había infringido casi todas las malditas leyes para conseguirlo, y aun así había fracasado. ¿Por qué no podían dejar las cosas así?

Así que habían ascendido a Sqweegel a un nuevo nivel… Probablemente era lo que él siempre había querido.

No había escala para lo que Dark había soportado a lo largo de los últimos dos años.

De repente, arrojó su teléfono móvil contra el suelo de piedra del patio con tanta fuerza que lo hizo añicos.

Dentro de la casa,
Max
y
Henry
empezaron a ladrar. El ruido los había asustado. Dark oyó otro ruido a sus espaldas, el de la puerta corredera del balcón del primer piso.

Sibby lo miró desde ahí arriba.

—¿Cariño? ¿Estás bien? ¿Qué ha sido eso?

«Maldita sea. Eso ha sido estupidez». Sí, había sido una estupidez permitir que volviera a afectarle.

Unos momentos después, Sibby bajó al patio. Se sentó frente a él, en la pequeña chimenea de ladrillo blanco. No lo había visto así desde sus primeros días juntos, la época en que sus demonios aún estaban demasiado presentes y él parecía estar completamente derrotado.

Sibby había aprendido entonces a tratarlo con mucho tacto, así que ahora hizo lo mismo. No se presiona a un hombre que ya está al límite. Hay que alejarlo de él antes de poder siquiera comprenderlo.

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