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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Nivel 26 (6 page)

Por fin, unos minutos antes del aterrizaje, Nellis se inclinó hacia delante y le dio instrucciones a Riggins.

—Dark tiene cuarenta y ocho horas para aceptar el caso —le explicó—. Si para entonces no lo ha hecho, usted será eliminado. ¿Lo ha comprendido?

—Sí —contestó Riggins—. Lo he comprendido.

Claro que lo había hecho. Nellis y McGuire no eran ni miembros del servicio secreto ni personal del Departamento de Defensa. «No —pensó Riggins—, creo que acabo de conocer a dos agentes de la división de Artes oscuras».

Se reclinó en el asiento del avión, que era amplio y cómodo. Un regalo de los contribuyentes. Luego recostó la cabeza y cerró los ojos. ¿Que Sqweegel tenía sus películas? Pues Riggins las suyas. De hecho, tenía un asiento de primera fila para la de su propia vida, que se estaba proyectando tras sus párpados.

Se preguntó si tenía alguna posibilidad de convencer a Dark. O si realmente quería hacerlo.

Estos tipos de Artes oscuras, cuyos nombres eran obviamente falsos —nombres de bases aéreas, advirtió Riggins—, serían inmunes a cualquier razonamiento. Uno no negocia con profesionales. No intenta apelar al niño que llevan dentro. Estaban allí para hacer su trabajo, no para mejorar sus almas. En circunstancias normales, a Riggins le habrían caído bien aquellos tipos. Eran tíos que no se andaban con rodeos, que disparaban a matar.

Riggins se preguntó si tendrían puntería.

Miró el reloj digital sumergible que llevaba en la muñeca. Se lo había regalado su hija hacía… ¿cuánto?, ¿seis años? Le dijo que no sabía lo que le gustaba y que lo había comprado en un centro comercial. Riggins le contestó que era perfecto. A lo que ella le respondió que «Vale». El agente presionó un botón del reloj hasta que se activó la función de cuenta atrás; la fijó en cuarenta y ocho horas y pulsó INICIO.

Era curioso ver su vida desvanecerse segundo a segundo.

48.00…

47.59…

47.58…

A Riggins le habría gustado encerrarse en una habitación de hotel barata con una mujerzuela barata y beber whisky barato hasta que todos y cada uno de sus poros transpiraran alcohol. Quería olvidar a qué se dedicaba, porque dedicarse a ello estaba a punto de hacer que lo mataran. Pero tan sólo dejó que sus párpados se cerraran. Ya no intentaba luchar contra el sueño; sabía que ya daba igual.

Para ser testigo del destino de Riggins,

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Capítulo 12

Malibú Beach. California

Martes/18.00 horas, hora del Pacífico

Las olas rompían en la playa de Malibú. Mientras las observaba, Dark le dio otro trago a su cerveza.

Nunca se cansaba de contemplar el océano y sentir la salada bruma que le envolvía el rostro. Era una pequeña muestra de la eternidad, ahí mismo, sentado en la arena.

La cerveza también ayudaba.

Dark tenía el rostro muy bronceado y surcado por líneas irregulares que delataban su edad, especialmente debajo de los ojos. Si uno no se fijaba bien, podía llegar a pensar que estaba desnutrido. En realidad su cuerpo era puro músculo. Era de constitución alta, firme y ancha. Parecía esculpido en granito. Llevaba bigote y perilla, más poblado el primero, y cuidadosamente recortada siguiendo la línea de la mandíbula, la segunda. El pelo, en cambio, no se lo había cortado en meses. Normalmente, prefería llevarlo recogido y olvidarse de él.

Dark iba allí cada mañana, a ese punto concreto de la costa. Parpadeaba lenta y deliberadamente. No seguía el compás de las olas ni reaccionaba a las gotitas de agua que lanzaba contra él el viento oceánico, sino al latido de su propio corazón. No quería formar parte del imponente espectáculo que tenía ante sí: las olas rompiendo, atronadoras, contra la orilla, y arrojando espuma sobre los guijarros de la playa, los cangrejos ermitaños correteando, cavando y escondiéndose. Sólo quería mirar.

Dark cogió otra bebida. Siempre empezaba con cerveza, nunca con nada más fuerte. Cuando te retiras a los treinta y tantos, necesitas hacer más llevaderas las mañanas. Además, la intención no era caer inmediatamente en la inconsciencia, sino mantenerse en la fina línea que separa la realidad de la inconsciencia. Él vivía en la bruma salada que se movía entre el océano y la orilla.

Y de repente supo que alguien se le acercaba por la espalda.

No poseía un radar de murciélago, pero tras visitar aquella colina durante 136 días consecutivos, había recogido un catálogo exacto de sus vistas, sus sonidos y sus olores. Si cambiaba algún pequeño detalle, destacaba como una mancha roja en una fotografía en blanco y negro. Siempre había sido así, capaz de percibir si se había modificado el más mínimo detalle en cualquier situación. Por eso era el mejor. Lo había sido, más bien.

Dark oyó unos zapatos; unos zapatos de piel sobre la arena.

La persona caminaba con resolución, pero no tenía prisa. A medida que el visitante ascendía la colina, su respiración se iba haciendo más pesada. Era un hombre mayor.

Dark se puso en pie y lentamente se dio la vuelta para encarar a su visitante, cuya silueta se recortaba bajo el sol matutino.

Dios santo.

Riggins.

Dark le dio otro trago a la cerveza y, apenas había devuelto la botella a su posición original, Riggins extendió la mano. Dark le pasó la botella. Riggins echó un vistazo a la etiqueta, asintió con muda aprobación, y le dio un largo trago. Le devolvió la botella a Dark.

Éste se quedó mirando a su ex jefe, a la espera. Mentalmente hizo un repaso de las razones por las que Riggins podría estar allí. ¿Una visita de cortesía? No. Riggins no era precisamente un animal social. Nunca habían hablado de nada que no tuviera que ver con Casos especiales. Si Riggins dijera «feliz cumpleaños», a continuación te entregaría una carpeta de papel manila llena de fotografías de atrocidades, no una tarjeta de felicitación.

Tampoco estaba allí para convencerlo de que aceptara un caso, porque sabía, Riggins sabía, que eso era imposible. Cuando Dark se marchó, dejó bien claro que nada de lo que Riggins le dijera —nada de lo que nadie dijera— podría hacerlo volver. Además, Dark había quebrantado demasiadas leyes como para que ningún cuerpo de seguridad pudiera readmitirlo. Era mercancía dañada.

Y se había retirado. A los treinta y seis años.

Dark se llevó de nuevo la cerveza a los labios. Quizá si bebía lo suficiente, el genio regresaría a la botella.

Pero no.

Aún estaba allí. Riggins sonrió, luego le echó una mirada al oleaje. Dark se imaginaba lo que debía estar pensando: «Sí. Bonito. Un poco aburrido. Pero bonito».

—La cerveza está bien, sí —dijo Riggins—, pero me he tenido que arrastrar por todo el maldito sur de California para encontrar tu nueva dirección… y no ha sido fácil. ¿Dónde podemos tomar una buena taza de café cargado?

Capítulo 13

Muelle de Santa Mónica

Riggins se pidió un café solo. Dark prefirió un vaso de agua, al que la camarera decidió añadir una rodaja de limón. Dark no lo quería; sólo le apetecía beber algo que no combatiera el efecto de la cerveza sobre su organismo.

Se encontraban en una cafetería situada al borde del muelle de Santa Mónica. Se habían sentado a una pequeña mesa cerca de la ventana desde la que era imposible ver el océano. La había escogido Riggins.

—Cuando nos dejaste —dijo el agente—, Sqweegel llevaba veintinueve asesinatos confirmados. Ya sabes cómo llegó a los treinta y cinco. Con lo que puede haber pasado en los últimos años… —Riggins hizo una pausa y miró directamente a Dark, pero éste no reaccionó—. A estas alturas debe de haber llegado a cuarenta y ocho o cincuenta víctimas. Y nadie ha podido dar caza a ese hijo de puta; ni siquiera acercarse a él. Sin embargo, esta última serie de asesinatos nos preocupa a todos. Los de arriba están especialmente nerviosos.

Se suponía que aquél era el pie para que Dark preguntara «¿Los de arriba?». O para que arqueara una ceja. O cualquier otra cosa. En vez de eso, empujó la rodaja de limón con la pajita hacia el fondo del vaso. Ni siquiera miró a Riggins. No necesitaba hacerlo. Sabía qué expresión tendría en el rostro.

—Incluso han creado una nueva clasificación para él —prosiguió su acompañante—. ¿Recuerdas que antes el máximo era veinticinco? Bueno, pues Sqweegel es nuestro modelo para el nivel 26.

Dark no dijo nada. Seguía examinando la rodaja de limón que había sumergido empalada en la pajita de plástico.

—Hay algo más —continuó Riggins.

Dark oyó que colocaba su maletín sobre la mesa. Y luego los dos clics de los cierres al abrirse. Y, a pesar de que estaba concentrado en la rodaja de limón que intentaba hundir, no pudo evitar ver el pequeño dispositivo de memoria plateado que Riggins le acercaba a través de la mesa.

—Sólo para tus ojos. Ni siquiera a mí me han dejado verlo.

Dark le echó un vistazo, pero no lo tocó. Le dio otro sorbo al agua.

—Lo cual —prosiguió Riggins— es bastante inusual, ¿no crees?

Sin respuesta.

—¿Quieres saber de dónde ha salido? Deja que te dé una pista. Se ha vuelto a presentar a su cargo y, si lo consigue, lo ocupará durante otros cuatro años.

Silencio.

—Mira —dijo Riggins, exasperado—, para mí es una cuestión de vida o muerte. Mi último caso, salga como salga.

Ahora su voz le sonó ligeramente distinta. Dark levantó la mirada.

—¿Qué quieres decir?

—Mira a tu espalda. Tres mesas más atrás, junto al enrejado.

Dark no se volvió. No le hacía falta. Unas mesas más atrás había dos hombres de traje jugueteando con las claras de los huevos y las tostadas de sus platos. Los trajes no eran negros —al fin y al cabo, aquello no era una película de gánsters de los cincuenta—, pero su atuendo de hombres de negocios del sur de California y su actitud de «Eh, estamos tomando algo antes de una reunión muy importante» no engañaban a Dark, vió los bultos que formaban las pistolas y los cuchillos bajo su ropa. Eran agentes de algún tipo.

Nellis prestó atención a la áspera voz que resonaba en su oreja.

—¿Y bien? —preguntó Wycoff—. ¿Dark ha aceptado o no?

El secretario comprobaba cómo iban las cosas más o menos cada hora desde que salieron del Air Force Two. Al llegar, Riggins había descubierto que ninguna de las direcciones de Dark que tenía eran válidas, de modo que había tenido que hacer unas cuantas llamadas y ponerse a dar vueltas por Los Ángeles a altas horas de la madrugada. Wycoff preguntaba: «¿Y ahora qué cojones está haciendo?». A lo que Nellis tenía que responder: «Conduce arriba y abajo por la autopista del Pacífico, señor secretario».

Por la mañana, sin embargo, Riggins había localizado al fin la nueva dirección de Dark y lo había seguido hasta la playa. Ahora estaban allí. Dieciocho horas después, parecía que Riggins iba a obtener respuesta, de un modo u otro.

—Estamos a la espera de confirmación —contestó Nellis a través del pequeño transmisor de su reloj.

—Los he visto cuando hemos entrado —dijo Dark—. He supuesto que iban contigo.

—Sí —dijo Riggins. Se le escapó una risa ahogada—. Están conmigo. Lo estarán hasta el final.

—¿Qué quieres decir?

Riggins se inclinó hacia él.

—Me quedan unas treinta horas para darle la vuelta a este caso.

—De acuerdo —contestó Dark—. Yo ya casi me he terminado el agua y he de ir a pasear a mis perros. Suéltalo de una vez.

—Es lo que estoy haciendo —dijo Riggins—. Me quedan menos de treinta horas.

Dark miró el reflejo de los dos agentes en una de las ventanas de la cafetería. Uno de ellos fingía comer, pero el otro —al que le faltaban un par de dedos de la mano derecha— se quedó mirando a Riggins durante un segundo de más.

—¿O qué? —preguntó Dark.

Riggins no contestó.

Pero Dark lo comprendió al instante.

O convencía a Dark para que volviera a encargarse del caso de Sqweegel o era hombre muerto.

Capítulo 14

A Dark todo aquello —que Riggins estuviera allí, los matones que iban con él, la cuenta atrás— le parecía un sinsentido. Sí, claro que si la cagabas en Casos especiales podías terminar de tres formas: degradado, despedido o muerto.

Pero la muerte solía llegar a manos de los monstruos que uno perseguía. No a las de los que mandaban.

Dark se reclinó en su silla mientras miraba fijamente a su antiguo jefe. ¿Qué se suponía que debía responder? Era absolutamente imposible que regresara a Casos especiales. Ni de puta coña. Pero si lo que Riggins decía era cierto —que su jodida vida dependía de aquello—, ¿cómo podía decir que no?

Finalmente, Dark habló.

—Mira, Riggins, no sé de qué va todo esto, pero no puedo. Tú sabes que no puedo. Tú más que nadie.

—Sé por lo que pasaste. Créeme. Pienso en tu familia cada puto día.

—¿Entonces cómo puedes esperar que cambie de opinión? ¿Por qué te has molestado en venir?

—He venido por ti.

—¿Ah sí? ¿Y eso?

—Digamos que dices que no —dijo Riggins—, y ellos acaban conmigo. ¿Acaso crees que van a darse por vencidos y marcharse? Por favor. Volverán y te lo pedirán ellos directamente. Con mayor insistencia. Quizá incluso involucren a tu esposa. O a su familia. Lo que haga falta.

Dark bajó la cabeza y apretó los puños. Esto era una locura. Hacía una hora estaba en la playa tomándose una cerveza y contemplando las olas. Ahora se sentía como si alguien le hubiera atado una correa de piel alrededor del cuello y tirara de él hacia el fondo del océano.

—No te estoy pidiendo que me salves —continuó Riggins—. Que me asciendan, me degraden, me maten, me den por el culo… me da igual. Hace un par de décadas que se me pasó la fecha de caducidad. Pero míralo un momento desde mi punto de vista. Si decides ayudarme, podremos hacerlo a nuestra manera. Ni siquiera tienes por qué involucrarte activamente; podrías ser un simple consejero. Pero si dices que no y me liquidan, no te dejarán en paz. Todo el mundo sabe que eres la única persona que tiene alguna posibilidad de atrapar a ese enfermo cabrón.

—Pero no pude hacerlo, ¿te acuerdas?

Riggins se quedó un momento callado.

—Sólo porque te diste por vencido.

Dark se puso en pie y se inclinó sobre la mesa. Apoyó las palmas de las manos sobre la grasienta superficie para encararse a Riggins. Pensó en su año perdido. En los huesos que había roto. La sangre que había derramado. E intentó vencer el impulso de estirar los brazos y estrangular a su antiguo jefe.

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