Nivel 5 (54 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Eran coyotes que acudían a beber. En el pie de las montañas.

Carson levantó la cabeza. La mujer estaba tendida sobre la arena, cerca de él. Aún quedaba luz suficiente para ver el perfil borroso de su cuerpo.

—¿Susana?

No hubo respuesta.

Se arrastró hasta ella y le tocó el hombro.

—¿Susana? — Contéstame, por favor. No te mueras, suplicó mentalmente.

La sacudió de nuevo, un poco más fuerte. Su cabeza se ladeó ligeramente.

—Ayuda… —gimió.

Su apagada voz despertó una débil corriente de energía en él. Tenía que encontrar agua. De algún modo tenía que salvarle la vida. Los caballos todavía estaban allí, quietos, con las riendas caídas sobre la arena, temblorosos, como si tuvieran fiebre. Se agarró de un estribo y se incorporó hasta quedar sentado. Bajó la mano y notó el flanco de
Roscoe
muy caliente.

Al levantarse, una oleada de mareo lo envolvió y le fallaron las piernas. Cayó de nuevo sobre la arena, de espaldas.

No podía caminar. Para llegar al agua tendría que montar. Se sujetó de nuevo al estribo y se izó con un supremo esfuerzo. Se aferró desesperadamente al pomo de la silla, pero se sentía demasiado débil. Miró alrededor. A pocos metros distinguió una gran roca. Pasó el brazo a través del estribo y condujo el caballo hacia la roca; luego se subió a ella y desde lo alto pudo montar a horcajadas sobre la silla.

Los coyotes seguían aullando. Se orientó hacia el sonido y espoleó a
Roscoe
con los talones.

El animal se adelantó con tembloroso paso y se detuvo, exhausto. Carson susurró en la oreja del caballo, le dio suaves palmadas en el cuello y lo animó de nuevo. «Vamos, maldita sea.»

El caballo avanzó otro paso tembloroso. Se tambaleó, se recuperó con un bufido y dio un tercer paso.

—Date prisa —le apremió Carson.

Lo aullidos no durarían mucho tiempo.

El caballo avanzó tambaleante hacia el sonido. Al cabo de un minuto, otra pared de lava apareció a la izquierda. Azuzó a
Roscoe
cuando los aullidos cesaron de repente.

Los coyotes habían detectado su presencia.

Siguió haciendo avanzar al caballo hacia el lugar donde había oído el sonido por última vez. Más lava. La luz desaparecía poco a poco del cielo. En pocos minutos estaría todo demasiado oscuro para ver.

De repente olió una fragancia fresca y húmeda. El caballo irguió la cabeza bruscamente. Al cabo de un instante, la débil brisa se había llevado consigo el olor, y el hedor ardiente del desierto le llenó de nuevo los pulmones.

El río de lava parecía avanzar interminablemente a su izquierda, mientras que a su derecha se extendía el desierto. A medida que caía la noche aparecían más estrellas en el cielo. El silencio era absoluto. No había la menor indicación acerca de dónde podría estar el agua. Estaban cerca, pero no lo suficiente. Sintió que se deslizaba lentamente hacia la inconsciencia.

El caballo piafó y avanzó otro paso. Carson se cogió al pomo de la silla. Había vuelto a dejar caer las riendas, pero ya no le importaba. Que el caballo le condujera. Allí estaba de nuevo: una brisa hormigueante que traía olor de arena húmeda. El caballo se volvió hacia el lugar de donde procedía el olor, y se metió directamente entre la lava. Carson no veía nada, excepto el perfil negro de la roca retorcida, que se elevaba contra un cielo borroso. Allí no parecía haber nada. No había sido más que otro espejismo cruel. Cerró los ojos de nuevo. El caballo se tambaleó, avanzó unos pasos más y se detuvo.

Carson oyó entonces, como procedente de una gran distancia, el sonido de agua absorbida por un hocico con el bocado puesto. Soltó el pomo de la silla y se dejó caer al suelo, y, con la sensación de precipitarse a un abismo, cayó con un chapoteo en un estanque de agua no muy profunda.

Permaneció tumbado en el agua, de unos diez centímetros de profundidad. Se trataba, claro, de una alucinación; sabía que la gente que se muere de sed imagina hundirse en el agua. Al volverse, el agua le llenó la boca. Tosió y tragó. Estaba caliente, caliente y limpia. Tragó de nuevo. Sólo entonces se dio cuenta de que aquello era real.

Se volvió en el agua y bebió, rió y se volvió y bebió de nuevo. A medida que el líquido vital descendía por su garganta, sintió que las fuerzas empezaban a regresar a sus extremidades.

Hizo un esfuerzo por dejar de beber y se sentó, para parpadear y abrir los ojos. Desató la cantimplora y, con mano temblorosa, la llenó de agua. Volvió a colocarla en el pomo de la silla y trató de apartar a
Roscoe
.

El caballo se negó a recular. Carson sabía que si lo dejaba, bebería hasta morir. Le propinó un golpe en el hocico y tiró de las riendas. El caballo, asustado, se apartó.

—Es por tu propio bien —le dijo, y lo apartó de allí.

Encontró a Susana tumbada, tal como la había dejado. Se arrodilló junto a ella, abrió la cantimplora y vertió agua sobre su rostro y cabello. Ella se agitó y sacudió la cabeza de un lado a otro. La sostuvo entre sus brazos y vertió unas gotas en su boca.

—¡Susana! ¡He encontrado agua!

Ella tragó y tosió. Carson vertió otro poco en su boca, y le humedeció los ojos pegados y los labios hinchados.

—¿Es usted, Guy? — susurró ella.

—Tenemos agua.

Le colocó la cantimplora en los labios. Ella bebió unos tragos y tosió.

—Más —gruñó.

Durante los siguientes quince minutos ella se bebió todo el contenido de la cantimplora, a pequeños sorbos.

Carson sacó un trozo de sal alcalina y lo chupó un momento. Luego se lo dio a ella.

—Chupe un poco de esto —le dijo—. La ayudará a librarse de la sed.

—¿Estoy muerta? — susurró al fin.

—No. Encontré la fuente. En realidad fue
Roscoe
el que la encontró.

Ella chupó el trozo de sal y luego se sentó, jadeante.

—Uf, todavía me siento muerta de sed.

—Por el momento tiene agua suficiente en su estómago. Lo que necesita ahora son electrólitos.

Volvió a chupar la sal; entonces, un sollozo la sacudió repentinamente. Carson la rodeó con sus brazos.

—Eh, fíjese en esto… Mis ojos vuelven a funcionar.

La sostuvo entre sus brazos y notó que las lágrimas le resbalaban por la cara. Juntos, lloraron ante el milagro que les había mantenido con vida.

Al cabo de una hora, ella se sintió lo bastante fuerte para moverse. Condujeron a los caballos hacia la cueva y les dejaron beber, lentamente. Después Carson los llevó a pastar, y los ató para que no deambularan por la oscuridad.

Al regresar a la cueva, encontró a De Vaca tumbada sobre la arena, cerca de la fuente, ya dormida. Se sentó, y sintió que un inmenso cansancio se posaba sobre sus hombros. Estaba exhausto. El mundo se alejó de su conciencia en cuanto se tendió sobre la arena, y se durmió profundamente.

Paso Lava.

Nye dirigió la linterna halógena a lo largo del enorme muro negro que se levantaba junto a él. El paso tendría quizá unos cien metros de anchura. A un lado, las montañas Fray Cristóbal se levantaban desde el suelo del desierto, como un talud de cantos rodados que formaban una barrera natural por la que no podían adentrarse los caballos. Por el otro lado se levantaba un inmenso muro de lava que daba un abrupto final a los muchos kilómetros del solidificado río de lava surgido de un volcán apagado hacía mucho tiempo. Aquello era mejor de lo que había imaginado; constituía un lugar perfecto para tender una emboscada. Si se dirigía hacia Campamento Lava, a Carson no le quedaba más alternativa que pasar por aquí.

Nye ató a
Muerto
en un arroyo seco más allá del paso y escaló el muro de lava. Llevó consigo la linterna, el rifle, una cantimplora de agua y comida. Pronto encontró lo que en la oscuridad le pareció una buena atalaya: una pequeña depresión en la lava rodeada por una dentada escarpadura. La lava había formado almenas naturales, y su rugosa superficie porosa ofrecía un excelente apoyo para el cañón del rifle.

Se sentó, dispuesto a esperar. Tomó un sorbo de agua de la cantimplora y cortó un trozo de queso cheddar americano, un queso verdaderamente horrible. Y los 45 °C de temperatura del desierto no lo habían mejorado. Pero al menos era algo de alimento. Nye estaba convencido de que Carson y la mujer no habían comido en por lo menos treinta horas. Pero, sin agua, la comida sería el menor de sus problemas.

Se sentó tranquilamente en la oscuridad y escuchó. Hacia el amanecer salió la luna nueva, un brillante disco plateado que arrojó luz suficiente para que Nye relajara su vigilancia y escrutara los alrededores.

Había encontrado el puesto de observación ideal, una especie de nido de francotirador situado a unos treinta metros por encima del paso. Durante el día, Carson y la mujer serían visibles hacia el sur por lo menos a tres o cuatro kilómetros de distancia, y disponía de un inmejorable ángulo de tiro. Ni siquiera él mismo podría haber diseñado un puesto mejor para sus propósitos. Allí dispondría de todo el tiempo del mundo para hacer puntería. Cuando las balas del 357 de nitroexplosivo impactaran en sus cuerpos, causarían tanto destrozo que hasta las águilas ratoneras tendrían dificultades para encontrar suficiente carroña.

Lo más probable, claro, era que ambos ya estuvieran muertos. De ser así, a Nye le consolaría saber que había sido su persecución la que les había obligado a cambiar sus planes y viajar durante el implacable calor del día. Pero, en cualquier caso, aquél era un cómodo lugar para esperar. Podría permanecer oculto durante las horas del día, y el agua no sería problema. Aguardaría durante un día, quizá dos, sólo para estar seguro, antes de dirigirse hacia el sur en busca de sus cuerpos.

Y si Carson había encontrado agua, que era la única forma de que pudiera llegar tan lejos, se sentiría muy seguro de sí mismo, convencido de que había escapado de Nye para siempre. Nye extrajo la bala de la recámara, la comprobó y volvió a deslizaría en el interior.

—Bang, bang —exclamó una voz que surgió de la oscuridad, a su izquierda.

Un débil tono azulado empezó a avanzar por el cielo, hacia el este.

— ¿Qué es eso?

Levine oyó la voz de Scopes, que surgía por los altavoces del ascensor. En la pantalla, los labios del mago no se movieron, y su expresión no cambió, a pesar de lo cual Levine percibió el leve tono de sorpresa en la voz de su antiguo amigo. No tecleó ninguna respuesta.

«De modo que, después de todo, no fue una falsa alarma. — La imagen del mago se apartó de la puerta—. Entre, por favor. Siento no poder ofrecerle asiento. Quizá en la próxima emisión. — Se echó a reír—. ¿Es usted un empleado desleal? ¿O trabaja quizá para un competidor exterior? Sea como fuere, quizá sea tan amable de explicar su presencia en mi edificio y en mi programa.»

Levine guardó silencio. Luego apoyó las manos en el teclado de su ordenador.

«Soy Charles Levine», tecleó.

El mago le miró fijamente.

«No le creo —llegó finalmente la voz de Scopes—. No puede haberse abierto camino hasta aquí.»

«Pues lo he hecho. Y estoy aquí, dentro de tu propio programa, el cifraespacio.»

«¿De modo que no te contentaste con jugar al espionaje industrial desde la distancia, Charles? — preguntó Scopes con una nota burlona—. Tuviste que añadir el allanamiento de morada a tu creciente lista de felonías.»

Levine vaciló. No estaba seguro acerca del estado mental de Scopes, pero en cualquier caso tuvo la sensación de que no le quedaba más recurso que hablar abiertamente.

«Tengo que hablar contigo —tecleó—. Acerca de lo que tienes la intención de hacer.»

«¿Y qué es eso?»

«Vender el virus del juicio final a los militares de Estados Unidos por cinco mil millones de dólares.»

Se produjo una larga pausa.

«Charles, te he subestimado. Conque estás enterado de la existencia de la gripe X II. Muy bien.»

De modo que se llama así, pensó Levine.

«¿Qué esperas conseguir al vender este virus?», tecleó.

«Pensaba que eso era obvio. Cinco mil millones de dólares.»

«Esos millones no te van a hacer ningún bien si los estúpidos que manipulen tu creación destruyen el mundo.»

«Charles, por favor. Ellos ya cuentan con la capacidad para acabar con el mundo. Y no lo han hecho. Comprendo bien a esos tipos. Son los mismos matones que solían zurrarnos en la escuela, hace treinta años. Básicamente, les ayudo en su deseo de tener el arma más grande y más nueva. Ese deseo de disponer de armas cada vez más grandes es una cuestión evolutiva. Nunca llegarán a utilizar el virus; lo mismo sucede con las armas nucleares. No tienen valor militar, sólo valor estratégico en el equilibrio del poder. Este virus se desarrolló como un producto adicional de un contrato legítimo del Pentágono con GeneDyne. No he hecho nada ilegal, y ni siquiera carente de ética al desarrollarlo y ofrecerlo a la venta.»

«Me sorprende cómo puedes racionalizar tu avidez», escribió Levine.

«No he terminado. Hay buenas razones por las que los militares estadounidenses debieran tener este virus. No cabe duda de que la existencia de las armas nucleares evitó el estallido de la tercera guerra mundial entre la ex Unión Soviética y Estados Unidos. Finalmente hicimos lo que Nobel había esperado hacer con la dinamita: que la guerra total fuera inimaginable. Pero ahora hemos llegado a la siguiente generación de armas: los agentes biológicos. A pesar de todos los tratados en contra, muchos gobiernos trabajan en el desarrollo de agentes biológicos como éste. Para mantener el equilibrio de poder, no podemos permitirnos dejar de tener los propios. Si nos pillaran sin un virus como el de la gripe X II, cualquier grupo de países hostiles podría chantajearnos y amenazarnos, a nosotros y al resto del mundo. Desgraciadamente, tenemos un presidente liberal dispuesto a acatar la Convención de Armas Biológicas. Probablemente somos el único gran país del mundo que todavía la acata. Pero todo esto me parece una pérdida de tiempo. No pude convencerte de que te unieras a mí en la fundación de GeneDyne, y tampoco voy a convencerte ahora. Es una pena, de veras; habríamos podido hacer grandes cosas juntos. Pero preferiste, por resentimiento, dedicar tu vida a destruir la mía. Nunca podrás perdonarme por haber ganado el juego.»

«¿Grandes cosas, dices? ¿Cómo inventar un virus del juicio final para exterminar a toda la humanidad?»

«Quizá sepas menos de lo que crees. Ese llamado virus del juicio final es un producto secundario de una terapia de la línea germinal que librará a la raza humana de la gripe. Para siempre. Una inmunización que conferirá una inmunidad duradera contra la gripe.»

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