Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
El pequeño chef colocó los platos en la mesa de Carson, con un movimiento floreado, y retrocedió un paso, expectante. Carson miró con recelo el plato. Lo llamaban «lechecillas de pan», pero lo que tenía delante no parecía pan, sino la misteriosa parte interna de algún animal.
—¡Maravilloso! — exclamó Harper, al comprender la actitud del cocinero—. ¡Una obra maestra!
El italiano efectuó una rápida inclinación, con su rostro convertido en una máscara de satisfacción. Vanderwagon permaneció sentado en silencio, limpiando el cubierto con una servilleta.
—¿Qué es exactamente? — preguntó Carson.
—
Animella con marasala e funghi
—contestó el chef, pagado de sí mismo—. Lechecillas de pan con vino y setas.
—¿Lechecillas de pan? — preguntó Carson.
Una expresión de extrañeza apareció en el rostro del hombre.
—¿No es eso inglés? ¿Lechecillas de pan?
—Lo que quiero decir es qué parte exactamente de la vaca…
Harper le dio una palmada en la espalda.
—Es mejor no investigar demasiado ciertas cosas, amigo.
El italiano les dirigió una sonrisa de extrañeza y regresó a la cocina.
—Deberían limpiar mejor la vajilla —murmuró Vanderwagon, que repasaba la copa de vino, mirándola al trasluz.
Harper desvió la mirada hacia donde estaba sentado Teece, que comía solo. Su actitud meticulosa era casi una caricatura de la perfección.
—¿Ha hablado ya con usted? — le preguntó Harper a Carson con un susurro.
—No. ¿Y con usted?
—Esta mañana me ha abordado.
—¿Qué preguntó? —quiso saber Vanderwagon.
—Hizo muchas preguntas astutas sobre el accidente. No se dejen engañar por su aspecto. Ese tipo no es ningún tonto.
—Preguntas astutas —repitió Vanderwagon, y tomó el cuchillo por segunda vez y lo limpió cuidadosamente, para luego dejarlo sobre la mesa y hacer lo mismo con el tenedor.
—¿Por qué coño no pueden servirnos un buen filete de vez en cuando? — se quejó Carson—. Nunca sé qué demonios como.
—Piense en ello como si experimentara con la cocina internacional —dijo Harper, que troceó las lechecillas de pan y se llevó una a la boca—. Excelente —dijo con la boca, llena.
Carson probó con recelo un bocado.
—No están mal —dijo—. Aunque no tan dulces como cabría esperar.
—Son del páncreas —dijo Harper.
Carson dejó caer el tenedor sobre el plato.
—Muy oportuno.
—¿Qué clase de preguntas astutas? — preguntó Vanderwagon de nuevo.
—Se supone que no debo hablar de eso —contestó Harper dirigiéndole un guiño a Carson.
Vanderwagon le dirigió una mirada penetrante a Harper.
—Sobre mí.
—No, no sobre usted, Andrew. Bueno, quizá unas pocas, ya sabe. Estuvo usted, por así decirlo, en el meollo del asunto.
Vanderwagon apartó el plato sin haberlo probado. Carson se inclinó hacia adelante.
—¿Procede esto del páncreas de una vaca?
Harper se llevó otro trozo a la boca.
—¿Y a quién le importa eso? Ricciolini es capaz de cocinar cualquier cosa. De todos modos, Guy, usted se crió comiendo ostras de las montañas Rocosas, ¿no es así?
—Jamás las he probado —dijo Carson—. Eso era algo que servíamos a los turistas, una broma privada.
—Si el ojo derecho te ofende… —dijo Vanderwagon.
Los otros dos se volvieron a mirarle.
—¿Se está poniendo religioso? — preguntó Harper.
—Sí. Arráncatelo con los dedos —añadió Vanderwagon.
Hubo un incómodo silencio. —¿Se encuentra bien, Andrew?— preguntó Carson.
—Oh, sí.
—¿Recuerda la clase de biología 101? — preguntó Harper—. ¿Los islotes de Langerhans?
—Cierre el pico —advirtió Carson.
—Los islotes de Langerhans —continuó Harper—. Esos racimos de células que hay en el páncreas y que segregan hormonas. Me pregunto si se pueden ver a simple vista…
Vanderwagon miró fijamente su plato. Luego levantó el cuchillo y partió las lechecillas de pan. Tomó el trozo de órgano con los dedos, miró atentamente la incisión que había hecho y dejó caer el trozo, salpicando la salsa y trozos de setas sobre el mantel blanco. Vertió agua en la servilleta, la dobló y se limpió cuidadosamente las manos.
—No —dijo.
—¿No qué?
—No son visibles.
—Si Ricciolini nos viera jugar con su comida de este modo, sería capaz de envenenarnos —dijo Harper con una sonrisa.
—¿Qué? — preguntó Vanderwagon.
—Sólo estaba bromeando. Tranquilícese.
—No con usted —dijo Vanderwagon—. Estaba hablando con él.
Se produjo otro silencio.
—¡Sí, señor, así lo haré, señor! — exclamó Vanderwagon.
Se puso firmes y derribó la silla al levantarse bruscamente. Mantuvo las manos pegadas a los costados, empuñando el tenedor en una y el cuchillo en otra. Lentamente, levantó el tenedor y lo hizo oscilar hacia su propio rostro. Cada movimiento fue calculado, casi reverencial. Parecía como si se dispusiera a darle un mordisco al tenedor.
—Andrew, ¿qué demonios está haciendo? — preguntó Harper, y rió nerviosamente—. Mire hacia aquí, ¿quiere? — Vanderwagon levantó el tenedor unos centímetros más—. Por el amor de Dios, siéntese —dijo Harper.
El tenedor se acercó más a su cara.
Carson se dio cuenta de lo que pretendía hacer el científico apenas un instante antes de que ocurriera. Vanderwagon ni siquiera parpadeó cuando apoyó los dientes del tenedor contra la córnea de un ojo. Entonces presionó lenta y deliberadamente. Por un segundo, Carson pudo ver, con horrorosa claridad, cómo la membrana ocular cedía, y a continuación un líquido claro y viscoso se derramó sobre la mesa. Impulsivamente, Carson le apartó el brazo de un tirón. El tenedor salió del ojo aplastado y cayó al suelo, al tiempo que Vanderwagon empezaba a emitir una especie de aullido.
Harper intentó sujetarlo, pero Vanderwagon le lanzó una cuchillada y el científico cayó hacia atrás, sobre su silla. Harper bajó la mirada, con incredulidad, hacia el rojo desgarrón que se extendía sobre su pecho. Vanderwagon le lanzó otra cuchillada en el momento en que Carson le soltaba un puñetazo a la boca del estómago. Sin embargo, Vanderwagon se anticipó al golpe y saltó hacia un lado, y el puño de Carson le dio en la cadera. Un momento después, Carson recibió un golpe en la cabeza que lo aturdió. Se tambaleó hacia atrás, sacudiendo la cabeza, y cayó al suelo. Vanderwagon se abalanzó sobre él. Carson logró sujetarle la muñeca de la mano con que esgrimía el cuchillo y se la golpeó contra el suelo, hasta que soltó el cuchillo. Vanderwagon se encorvó emitiendo gritos incoherentes, mientras el fluido seguía brotando de su ojo destrozado. Carson le dio un puñetazo en la barbilla y el hombre se derrumbó, quedando tendido en el suelo y sacudido por convulsos temblores.
Carson se incorporó resollando y oyó los murmullos de sorpresa y espanto que se habían levantado alrededor. La mano empezó a latirle casi al mismo ritmo del corazón. El resto de los comensales formaban un círculo en torno de la mesa.
—Ya viene el médico —dijo alguien.
Carson se volvió hacia Harper, que le dirigió un leve gesto de asentimiento.
—Estoy bien —jadeó Harper, mientras se apretaba una servilleta ensangrentada contra el pecho.
Una mano se posó sobre el hombro de Carson. Era Teece, que se arrodilló junto a Vanderwagon.
—¿Andrew?
El ojo sano de Vanderwagon se movió y localizó a Teece.
—¿Por qué lo ha hecho? — preguntó Teece.
—¿Hecho… qué?
Teece apretó los labios.
—No importa —dijo con serenidad.
—Siempre está hablando…
—Comprendo —asintió Teece.
—Tenía que arrancarlo…
—¿Quién le dijo que se lo arrancara?
—¡Sáquenme de aquí! — exclamó Vanderwagon de repente.
—Eso es lo que vamos a hacer —dijo Mike Marr, que se abrió paso entre el círculo de comensales y apartó a Teece a un lado.
Dos enfermeros colocaron a Vanderwagon sobre una camilla y se lo llevaron. El investigador siguió al grupo hacia la puerta, inclinado sobre la camilla, sin dejar de preguntar:
—¿Quién? Dígame quién.
Pero el médico ya le había inyectado un potente sedante, y el único ojo de Vanderwagon se quedó en blanco en cuanto el narcótico se incorporó a su torrente sanguíneo.
La sala de espera del estudio de televisión era amarillo pálido. Un sofá y varios cómodos sillones se alineaban contra las paredes, y una rayada mesita de café estilo Bauhaus aparecía atestada de ejemplares de
People, Newsweek
y
The Economist
. Encima de una mesa situada en el extremo más alejado había una jarra de café, vasos de plástico, y un revuelto montón de paquetes de dulces.
Levine decidió no probar el café. Se removió inquieto en el sofá y volvió a mirar alrededor. Además de él mismo y de Toni Wheeler, la asesora de medios de comunicación de la fundación, sólo había otra persona en la estancia, un hombre de rostro cetrino con un traje a cuadros. Al notar la mirada de Levine sobre él, el hombre levantó la suya y luego la apartó, para pasarse un pañuelo de seda por la sudorosa frente. En una mano sostenía un ejemplar de
El valor de ser diferente
, de Barrold Leighton.
Toni Wheeler le susurró algo al oído y Levine hizo un esfuerzo por escucharla.
—… un error —decía—. No deberíamos estar aquí, y usted lo sabe. No es en esta clase de fórum donde deberían verlo.
Levine suspiró.
—Ya hemos pasado antes por esto —replicó en susurros—. El señor Sánchez sólo está interesado en nuestra causa.
—A Sánchez sólo le interesa una cosa: la polémica. Mire, ¿de qué le sirve pagarme mi sueldo si no acepta mis consejos? Deberíamos reforzar su imagen, hacerlo aparecer digno y patricio, como un estadista entregado a una cruzada contra los peligros de la ciencia. Este programa es exactamente lo que usted no necesita.
—Lo que necesito es mayor publicidad —replicó Levine—. La gente sabe que digo la verdad. Y en las últimas semanas he conseguido grandes progresos. Cuando se enteren de esto —añadió tocándose el bolsillo de la pechera—, sabrán realmente cuáles son los peligros de la ciencia mal utilizada.
La señorita Wheeler sacudió la cabeza.
—Nuestras encuestas indican que empiezan a considerarle un excéntrico. Las demandas recientes, y especialmente el asunto con la GeneDyne, amenazan su credibilidad.
—¿Mi credibilidad? Imposible. — El hombre sudoroso volvió a llamarle la atención—. Apuesto a que ése es Barrold Leighton en persona —susurró Levine—. Sin duda ha venido para promocionar su libro. Debe de ser la primera vez que viene a la televisión.
El valor de ser diferente
, en efecto; parece demasiado nervioso para tener el valor de desafiar al mundo.
—No cambie de tema. Está en juego su credibilidad. Su cátedra de Harvard y su trabajo para el Fondo del Holocausto ya no son suficientes. Necesitamos revisar nuestra estrategia y modificar la forma en que lo percibe el público. Charles, se lo ruego: no lo haga.
Una mujer asomó la cabeza por la puerta.
—Levine, por favor —dijo con voz monótona.
Levine se levantó, sonrió y se despidió de su asesora en medios de comunicación. Siguió a la mujer y entró en la sección de maquillaje. «Revisar nuestra estrategia», pensó Levine, mientras una maquilladora lo hacía sentarse en un sillón de barbería y empezaba a retocarle la línea de la mandíbula con un lápiz de tono pastel. Toni Wheeler hablaba más como un capitán de submarino que como asesora en medios de comunicación. Era una mujer inteligente y decidida, pero él la sentía como una barrera en su corazón. Ella seguía sin comprender que no era propio de su naturaleza amilanarse ante un reto. Además, ya había decidido que necesitaba un vehículo de comunicación como ese programa. La prensa apenas había hecho caso de su exposición del accidente de NovoDruzhina; se trataba de algo ocurrido hacía demasiado tiempo y en un lugar demasiado lejano. El programa
Sammy Sánchez a las siete
se emitía desde Boston y era retransmitido a todo el país por una serie de cadenas independientes. Quizá no era como
Geraldo
, pero le serviría. Se palpó el bolsillo interior de la chaqueta, donde llevaba los dos sobres. Se sentía muy seguro de sí mismo, incluso eufórico. Todo iba a salir muy bien.
El estudio C tenía un decorado tópico: un falso salón Victoriano de cartón piedra, una mesa y sillas de caoba, rodeado de focos colgantes, cámaras y multitud de cables por el suelo. Levine conocía bien a las otras dos personas que intervendrían: Finley Squires, el toro de lidia de la industria farmacéutica, y Theresa Court, la activista de la asociación de consumidores. Ya habían intervenido en la primera parte del programa, pero Levine disfrutaba con esa desventaja. Avanzó por el suelo de cemento, sorteando con cuidado los cables. Sammy Sánchez se hallaba sentado en una silla giratoria situada en el centro de la mesa redonda, y su delgado rostro de depredador miró fijamente a Levine. Le indicó con un gesto que tomara asiento y se inició la cuenta atrás para la reanudación del programa.
En cuanto comenzó la emisión en directo, Sánchez presentó brevemente a Levine a los otros dos contertulios, calculó que contaban en esos momentos con dos millones de telespectadores y centró el tema dirigiéndose a Squires. En el monitor de la sala de maquillaje Levine lo había visto defender los beneficios de la ingeniería genética. Levine apenas si podía esperar; se sentía como un boxeador en plena forma.
—¿Tienen ustedes un hijo que padece la enfermedad de Tay-Sachs? — preguntó Squires—. ¿O anemia drepanocítica, o leucemia?
Miró hacia la cámara con ceño. Luego hizo un gesto hacia Levine.
—El doctor Levine, aquí presente, está dispuesto a negar el derecho legal a curar a su hijo. Si se sale con la suya, millones de personas enfermas se verán obligadas a sufrir enfermedades genéticas a pesar de que podrían curarse.
Hizo una pausa y bajó el tono de voz.
—El doctor Levine llama a su organización Fundación para la
Política Genética
. Pero no se dejen engañar. No es una fundación, sino una organización destinada a ejercer presión, con la que se trata de impedir que las curas milagrosas que ofrece la ingeniería genética lleguen hasta ustedes, que trata de negar el derecho de ustedes a elegir, y que sólo contribuye a hacer sufrir a sus hijos.