Nivel 5 (28 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Carson asintió con un gesto. Su mente funcionaba ahora con rapidez.

—Eso significa… — ¿Sí? — le animó Teece, repentinamente ávido.

—Bueno, en las últimas entradas de su diario conectado a la red, Burt mencionó en varias ocasiones un «factor clave». Si existe ese diario secreto, podría contener esa clave, sea lo que fuere. Podría tratarse de la pieza que falta para resolver el rompecabezas de hacer inofensivo el virus de la gripe X.

—Quizá —asintió Teece. Y añadió—: Burt trabajó en otros proyectos antes de iniciar el de la gripe X, ¿verdad?

—Sí, inventó el proceso GEF, una técnica de filtración propiedad de la GeneDyne. Y perfeccionó la PurBlood.

—Sí, la PurBlood. — Teece apretó los labios con gesto de aversión—. Una idea repulsiva.

—¿Qué quiere decir? — preguntó Carson, desconcertado—. El sustituto de la sangre puede salvar innumerables vidas. De ese modo se eliminan los períodos de escasez, la necesidad de prolongadas tipificaciones de la sangre, la protección contra transfusiones contaminadas…

—Quizá —le interrumpió Teece—. Pero da igual; la simple idea de inyectarme ese producto en mis venas no me resulta nada agradable. Tengo entendido que es producida a partir de bacterias obtenidas por ingeniería genética, en las que se ha insertado el gen de la hemoglobina humana. Es la misma bacteria que existe por billones en los… excrementos.

—El
Streptococcus
. Sí, es la bacteria que se encuentra en los excrementos. Lo cierto es que en GeneDyne sabemos más sobre el
Streptococcus
que sobre cualquier otra forma de vida. Aparte de los
E. coli
es el único organismo cuyo gen ha sido completamente tipificado, desde el principio al fin. Así que es un organismo huésped perfecto. El hecho de que viva en los excrementos no lo hace ni nauseabundo ni peligroso.

—Considéreme chapado a la antigua —dijo Teece—, pero me estoy desviando del tema. El médico que trata a Burt me dice que repite una frase sin sentido aparente: «Pobre alfa.» ¿Tiene idea de qué significa eso? ¿Podría ser una frase inconclusa? ¿O quizá el apodo de alguien?

Carson pensó por un momento y luego negó con la cabeza.

—Dudo que se trate de alguien que se encuentre aquí.

Teece frunció el entrecejo.

—Otro misterio. Quizá el diario privado arroje también luz sobre esto. En cualquier caso, tengo algunas ideas acerca de cómo buscarlo cuando regrese.

—¿Cuando regrese? — repitió Carson.

—Pienso ir mañana a Radium Springs y dedicarme allí a redactar mi informe preliminar —asintió Teece—. Aquí no existe prácticamente ningún vínculo de comunicación con el mundo exterior. Además, necesito consultar con mis colegas. Por esa razón he hablado con usted, ya que es la persona más familiarizada con el trabajo que realizaba Burt. Necesitaré de su plena colaboración en los próximos días. De algún modo, estoy convencido de que Burt es la clave de todo esto. Tendremos que tomar pronto una decisión.

—¿Qué decisión?

—Si permitimos o no la continuación de este proyecto.

Carson guardó silencio. De algún modo, no concebía que Scopes permitiera la interrupción del proyecto. Teece se incorporó y se ciñó la toalla.

—Yo no se lo aconsejaría —dijo Carson.

—¿Aconsejarme qué?

—Marcharse mañana. Se acerca una gran tormenta de polvo.

—No he oído decir nada en la radio —dijo Teece con ceño.

—En la radio no informan sobre el tiempo que hará en el desierto de Jornada del Muerto. ¿Ha observado ese peculiar tono naranja pálido del cielo, hacia el sur, al salir esta tarde del Tanque de la Fiebre? Lo he visto en otras ocasiones, y siempre trae problemas.

—El doctor Singer me presta un Hummer. Esos trastos parecen carros blindados.

Carson creyó percibir una expresión de incertidumbre en el rostro de Teece. Se encogió de hombros.

—No voy a detenerle. Pero yo de usted esperaría.

—Mi trabajo no puede esperar —dijo Teece negando con la cabeza.

La borrasca había acumulado su energía en el golfo de México, para avanzar después hacia el noroeste, rozando la línea costera del estado mexicano de Tamaulipas. Una vez en tierra, se vio obligada a elevarse sobre la Sierra Madre Oriental, donde el aire húmedo de las alturas superiores se condensó en grandes cabezas tormentosas sobre las montañas. Cayeron lluvias torrenciales mientras la borrasca seguía avanzando hacia el oeste. Para cuando descendió sobre el desierto de Chihuahua, se había desprendido ya de toda la humedad que contenía. Luego viró hacia el norte y avanzó a través de las cuencas y sierras de las provincias del norte de México. A las seis de la mañana llegó al desierto de Jornada del Muerto.

El frente borrascoso estaba ahora tan seco como los huesos calcinados por el sol. Su llegada no vino marcada por las nubes o la lluvia. Lo único que quedaba de la tormenta originada en el Golfo era un enorme diferencial de energía entre la masa de aire a treinta y ocho grados de temperatura, y la masa de aire de quince grados del propio frente.

Y toda esa energía se canalizó en forma de viento.

Al adentrarse en el desierto, el frente se hizo visible en forma de un muro de polvo de kilómetro y medio de altura. Descendió sobre la tierra con la velocidad de un tren expreso, llevando consigo toda clase de matojos, arcilla, sedimentos resecos, y salitre. A una altura de metro y medio del suelo, el viento también arrastraba pequeñas ramas, arena, trozos de cactus y cortezas arrancadas de los árboles. A una altura de quince centímetros, el viento arrastraba gravilla, pequeñas piedras y trozos de madera.

Esta clase de tormentas del desierto, aunque raras, tienen potencia para esmerilar el parabrisas de un coche hasta dejarlo opaco, recubrir superficies pintadas, arrancar techos de caravanas y enloquecer a los caballos.

La tormenta alcanzó el centro del desierto y Monte Dragón a las siete de la mañana, una hora después de que Gilbert Teece se marchara de las instalaciones conduciendo un Hummer, con su grueso maletín, para dirigirse hacia Radium Springs.

Scopes estaba sentado ante el pianoforte, con los dedos inmóviles sobre las teclas negras de palo de rosa. Parecía sumido en sus pensamientos. Junto al descansillo había un periódico, desgarrado y arrugado, como si unas manos lo hubieran estrujado para luego alisarlo de nuevo. El periódico estaba abierto por la página que contenía un artículo titulado: «Médico de Harvard acusa a empresa genética de horroroso accidente.»

De repente, Scopes se levantó, caminó hacia el círculo de luz y se dejó caer sobre el sofá. Cogió el teclado del ordenador y tecleó una serie de instrucciones, iniciando así una videoconferencia. Ante él, las enormes pantallas se encendieron con un parpadeo. Un torbellino de códigos pasó rápidamente y dio paso a la imagen granulada del rostro de un hombre. Llevaba una camisa que le apretaba demasiado. Miraba fijamente hacia la cámara, enseñando los dientes con una mueca propia de un hombre no acostumbrado a sonreír.


Guten tag
—dijo Scopes.

—Quizá se sentiría más cómodo si habláramos en inglés, señor Scopes —dijo el hombre de la pantalla, y ladeó la cabeza con un gesto que quiso ser afable.


Nein
—repuso Scopes—. Quiero practicar el alemán. Hable con lentitud y claridad, y repita las cosas dos veces.

—Muy bien —asintió el hombre.

—He dicho dos veces.


Sehr gut, sehr gut
—repitió el hombre.

—Y ahora, herr Saltzmann, nuestro amigo me dice que tiene usted acceso a los antiguos archivos nazis que se guardan en Leipzig.


Das ist richtig. Das ist richtig
.

—Es allí donde se conservan actualmente los antiguos archivos del gueto de Lodz, ¿verdad?


Ja. Ja
.

—Excelente. Tengo un pequeño problema de… ¿cómo decirlo?, sí, de archivo. La clase de problema en el que está usted especializado. Pago muy bien, herr Saltzmann. Cien mil marcos alemanes.

La sonrisa se hizo más amplia. Scopes continuó hablando en un trabajoso alemán, tratando de explicar su problema. El hombre de la pantalla le escuchó con atención, y su sonrisa fue desvaneciéndose lentamente.

Más tarde, cuando la pantalla volvió a quedar en blanco, un suave carillón, casi inaudible, sonó procedente de uno de los instrumentos situado sobre la mesita del extremo.

Scopes, que todavía estaba sentado en el decrépito sofá, con el teclado sobre el regazo, se inclinó hacia la mesita y apretó un botón.

—¿Sí?

—Su almuerzo está preparado.

—Muy bien.

Spencer Fairley entró, con las zapatillas de espuma de sus pies ofreciendo un ridículo contraste con el sombrío traje gris. No hizo ruido alguno al cruzar la alfombra y dejar una pizza y una lata de coca-cola sobre la mesita del extremo.

—¿Querrá algo más, señor? — preguntó Fairley. — ¿Ha leído el
Herald
de esta mañana?

—Suelo leer el
Globe
—contestó Fairley.

—Lo suponía —dijo Scopes—. Pues debería leer el
Herald
de vez en cuando. Es más animado que el
Globe
.

—No, gracias —dijo Fairley.

—Está ahí —dijo Scopes, indicando el pianoforte.

Fairley se acercó al piano y cogió el arrugado periódico.

—Es un desagradable ejemplo de mal periodismo —dijo tras echarle un vistazo a la página.

—No —dijo Scopes con una mueca—. Es perfecto. Ese loco hijo de puta se ha puesto la soga al cuello. Lo único que tengo que hacer es darle un leve empujón. — Sacó un arrugado impreso de ordenadora del bolsillo de la camisa—. Aquí está mi lista de obras de caridad para la semana. Sólo contiene una transferencia: un millón de dólares para el Fondo del Holocausto.

Fairley levantó la mirada, sorprendido.

—¿La organización de Levine?

—Naturalmente. Y quiero que se haga públicamente, aunque con calma y dignidad.

—¿Me permite preguntarle…? —repuso Fairley con una ceja enarcada.

—¿El motivo? — dijo Scopes, terminando la frase por él—. Ah, Spencer, viejo brahmán, porque es una causa que vale la pena. Y, entre usted y yo, porque dentro de poco perderán a su recaudador de fondos más efectivo. — Fairley asintió con un gesto—. Además, si reflexiona un poco se dará cuenta de que también hay razones estratégicas para liberar a la organización más querida de Levine de una dependencia excesiva de él.

—Sí, señor.

—Ah, Fairley, mire, mi chaqueta tiene un agujero en el codo. ¿Le importaría salir de nuevo de compras conmigo?

Una expresión de disgusto cruzó fugazmente el rostro de Fairley.

—No, gracias, señor —dijo con firmeza.

Scopes esperó a que se hubiera cerrado la puerta. Luego, dejó el teclado a un lado y levantó un trozo de pizza de la caja. Estaba casi fría, exactamente como le gustaba. Cerró los ojos, saboreando el primer bocado.


Auf wiedersehen
, Charles —murmuró.

Carson salió del edificio de administración a las cinco y se detuvo, extrañado. Todas las instalaciones de Monte Dragón se hallaban envueltas en los restos de la tormenta de polvo, como figuras oscuras que emergieran de un sudario de tono anaranjado. El paisaje estaba mortalmente quieto. Carson olisqueó, como comprobando el aire. Era árido, como el polvo de los ladrillos, y extrañamente frío. Al avanzar, sus botas se hundieron un par de centímetros en una tierra polvorienta.

Esa mañana había acudido a trabajar muy temprano, antes de la salida del sol, ansioso por terminar con el análisis del virus de la gripe X II. Trabajó con diligencia, olvidando casi por completo la tormenta que rugía por encima de la insonorizada fortaleza subterránea del Tanque de la Fiebre. Susana llegó una hora más tarde. Ella también había logrado sobrevivir a la tormenta, pero por poco.

Éste debe de ser el aspecto que ofrece la superficie de la luna. O cuando se produzca el fin del mundo, pensó ahora, de pie fuera del edificio de administración. Había visto muchas tormentas en el rancho, pero ninguna como aquélla. El polvo había cubierto los edificios blancos y las ventanas. Montones de arena se habían acumulado en alargadas ondulaciones alrededor de cada poste y elevación vertical. Era un mundo extraño, crepuscular, monocromático.

Carson echó a andar hacia el complejo residencial, incapaz de ver más allá de quince metros en el espeso aire. Pero, tras un momento de vacilación, dio media vuelta y se dirigió hacia el corral de los caballos. Se preguntó cómo estaría
Roscoe
. Sabía que los caballos podían enloquecer en sus corrales durante una fuerte tormenta, y que a veces se rompían una pata.

Afortunadamente estaban ilesos, cubiertos de polvo y con aspecto nervioso, pero no habían sufrido daños.
Roscoe
dobló la cabeza a modo de saludo, y Carson le acarició el cuello. Deseó haber llevado una zanahoria o un terrón de azúcar. Acarició al animal rápidamente y luego oyó un sonido procedente de la explanada de ensillado, amortiguado por el polvo. Al levantar la mirada, vio una sombra que surgía de entre el manto de polvo. Vaya, hay algo vivo ahí fuera; algo muy grande, pensó. La sombra se desvaneció y luego reapareció. Carson oyó el ruido de la puerta del perímetro. Aquello se acercaba.

Miró la puerta abierta del cobertizo y la figura fantasmal de un hombre y un caballo surgieron del polvo. El hombre llevaba la cabeza gacha y el caballo daba temblorosos pasos, exhausto y a punto de derrumbarse.

Era Nye.

Carson retrocedió hacia los oscuros rincones del fondo del cobertizo y se ocultó en un establo vacío. Lo último que deseaba era tener otro encuentro desagradable con aquel hombre.

Oyó la puerta cerrarse y luego el sonido de unas botas sobre el suelo del cobertizo cubierto de aserrín. Nye debía de llevar su caballo hacia el establo. Carson se agachó y miró por un resquicio de la madera.

El jefe de seguridad estaba cubierto de un polvo pardusco, de la cabeza a los pies. La capa de polvo sólo se veía interrumpida por los ojos negros y la línea de la boca, cubierta por una costra.

Nye se detuvo en la parte donde se colgaban los arreos y desató con movimientos lentos la funda del rifle y las alforjas, que dejó en una percha. Quitó luego la silla del lomo del caballo y la dejó sobre un soporte, colocando después la manta sobre la silla. Cada uno de sus movimientos levantaba nubéculas de polvo gris.

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