Noche (3 page)

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Authors: Carmine Carbone

Ella estaba en un lado del puente entre sus amigos, abrió el bolso y cogió de su interior un espejo, se lo acercó a la cara y se miró.

Al mirarse, entrevió mi figura y se estremeció del susto.

En ese momento el espejo se le cayó de las manos rodando por el suelo hacia mí.

No lo hice ni por hacerle el favor ni por galantería, pero me agaché y lo recogí.

Di dos pasos hacia ella, que me miraba de una manera estremecedora, no sé si estaba turbada o aterrorizada. Le dije: «¡Toma, no se ha roto!» Ella respondió irritada: «¿Debería cogerlo? Lo has tocado con esas manos sudadas y sucias. Quédatelo y siéntete afortunado, hay gente que pagaría por tener cualquier cosa de Miss Violet».

No me dio tiempo de responder, en ese momento mandó a sus amigos al coche como un comandante concentra a sus tropas gritando: «¡Vamos chicos, que Miss Violet tiene toda la noche para seguir de fiesta!»

Subieron al coche que partió velozmente.

Me quedé ahí parado por unos instantes con un sentimiento de pena por aquella chica.

Pensaba cómo era posible que una chica así de joven fuera tan arrogante y despiadada.

La arrogancia y la soberbia eran los ideales que la vida en la calle me había enseñado a evitar y a odiar.

Ideales contrarios a aquellos que había cultivado y recolectado durante los años: la confianza, el respeto, el sacrificio, la fe, el sentimiento de ayuda.

Había aprendido, y tenía la certeza, que vivir sin estos ideales me habría llevado a la destrucción.

Y en aquella chica veía la destrucción.

10

 

Estaba allí inmóvil y entre las manos tenía aquel espejo. Tenía forma de concha de color rosa y en el frontal estaban grabadas las letras M y V, las iniciales del nombre de aquella chica.

Me hubiera gustado lanzarlo al río, y lo iba a hacer, pero no sé por qué cambié de opinión.

Lo apreté entre las manos y lo abrí.

Era tan pequeño que en mi reflejo solo conseguía ver pequeños detalles de mi cara.

Esa cara.

Mi cara había cambiado notablemente con los años, es difícil conservar el aspecto para quienes vivimos en la calle.

No conocía el motivo, pero lo primero que miraba siempre de mi cara era aquella enorme cicatriz que comenzaba en la frente, atravesaba el ojo y terminaba en el pómulo izquierdo.

Era como si, inconscientemente, aquella cicatriz me recordara el pasado, mi accidente, mi presente y mi situación.

Mi nariz tenía marcas de las batallas en la calle y la barba escondía mi perfil haciéndome ganar muchos más años.

Mi pelo, oscuro y ondulado, parecía que aplastaba mi cabeza y mis ojos eran los mismos que tenía ya en la época del orfanato.

De pequeño, recuerdo que tía Beth me decía que tenía los ojos muy bonitos y enormes.

Todavía lo eran.

Podía verme en ellos.

Miraba en mi inconsciente y notaba en ellos las penas y las alegrías de mi vida.

En aquel espejo rosa me veía de pequeño reflejado en la ventana de la habitación del orfanato mientras admiraba el mundo exterior, aquel mundo que apenas conocía, aquellas calles sin fin que aún no había explorado.

Me recordaba de pequeño reflejado en el escaparate de la tienda de chocolates. Recordaba que entraba, y mientras tía Beth compraba, yo me metía algunas chocolatinas en el bolsillo y corría fuera a comerlas en el patio con Jesse, Tom y Faith.

Me recordaba de pequeño reflejado en el agua bendita de la capilla del orfanato.

Recordaba que cada vez que el Padre James encontraba un barquito de papel hundido dentro, venía siempre a por mí y me llevaba de las orejas al altar a rezar.

Me recordaba de joven reflejado en el plato de la batería de Tom.

Recordaba que al final de cada canción quería hacer un solo de guitarra e, inmediatamente, él golpeaba ese plato.

Me recordaba de joven reflejado en las gafas de sol en forma de estrella de Faith.

Recordaba que cuando la besaba y llevaba esas gafas, me pinchaba siempre la cara con sus puntas.

Me recordaba inerte reflejado en el panel metálico del respirador en el hospital.

Recordaba que lo odiaba. Odiaba pensar en vivir respirando mediante una máquina. Me hacía sentir muy frágil.

Me recordaba perdido reflejado en el mostrador del comedor de la asociación.

Recordaba que veía mi figura junto a la de otros vagabundos y me parecía un ejército de clones, un ejército de cuerpos vacíos.

Pero ahora había entendido que no era así.

Me veía reflejado en aquel espejo rosa y veía reflejada la cara de un hombre que estaba vivo, un hombre que vivía, un hombre con un gran sentido del vivir y de los valores.

Me veía reflejado en aquel espejo y veía lo pobre que era el ánimo de muchas personas, y entre las cuales ella. Miss Violet.

11

 

Los coches a toda velocidad por la calle me devolvieron a aquella noche, a mis propósitos. Metí el espejo en el bolso y continué por el puente, baje las escaleras y me acerqué a la madriguera de Markus, me recordaba a mí mismo que tenía que llamarlo así cuando lo encontraba y no Mr. Vodka, para evitar cualquier tipo de malentendido.

La entrada a la madriguera estaba cerrada por una puerta, no era otra cosa que el somier de una vieja cama sujeto en posición vertical por unas cadenas.

Antes de que pudiera llamarlo, vi que venía caminando hacia mí seguido de dos enormes perros que parecía que lo escoltaban.

Se había dado cuenta inmediatamente de mi presencia.

Me reconoció y me hizo un gesto con la cabeza, después les hizo otro a los perros para que dieran la vuelta.

Se acercó y me apoyo la mano.

Era enorme y dura, sus dedos eran como el hierro y apretaba como si fuera una presa.

«¿Qué ha pasado?», me preguntó con voz de asombro.

«¡Quiero pedirte información sobre un perro!», respondí.

Se quedó bastante sorprendido, pues que en otras ocasiones había acudido a él solo para pedir ayuda y consejos.

Sin embargo estaba contento de que no tuviese problemas y me acogió en su madriguera con mucha calma.

Aquella cueva era una gran estancia de un viejo muelle de descarga del río.

Dentro había una mesa, un sofá que había recuperado hacía años y una estantería que había hecho juntando viejas mesas de madera y de hierro.

A su alrededor los perros dormían, jugaban y vigilaban mi comportamiento.

Seguramente no habían visto nunca a nadie allí que no fuera Markus.

Se acomodó en el sofá y me invitó a acompañarle.

Estaba tan fascinado y tenía tanta curiosidad que examinaba todo lo que había dentro de aquella habitación, tenía muchísimos objetos viejos que había encontrado en sus años en la calle.

Se percató de mi curiosidad y me contó que muchos de aquellos objetos los había encontrado en las orillas del río y que no podía imaginarme la cantidad de cosas que traían consigo aquellas aguas inquietas.

En aquel momento intenté pensar qué cosas se podrían encontrar en el río, pero Markus me interrumpió preguntándome por el perro y entonces le mostré el anuncio del periódico.

Ni siquiera leyó el artículo, solo viendo la foto exclamó:

«¡El perro del payaso!»

«¿El perro del payaso?» murmuré.

Especificó que era el perro que había visto con un payaso que hacía espectáculos en el centro, entre las mesas de la terraza de un bar.

¡Bingo! Había podido encontrar al perro, ahora solo tenía que encontrarlo.

Le expliqué todo a Markus y me dijo que no sabía si lo encontraría aún allí, me conto que lo había encontrado el día antes en el parque y que habían hablado un poco.

Era una chica griega, artista callejera, que viajaba de ciudad en ciudad para entretener y llevar un poco de alegría y felicidad a la gente.

Pensé que seguramente aún la encontraría en la ciudad, dado que en aquel periodo estaba llena de turistas y los espectáculos de entretenimiento nunca faltaban.

Debía darme prisa, la noche era aún larga y quizás la podría encontrar pronto.

Me levanté de tal salto del sofá que hice levantar sospechas entre los perros, que me miraron fijamente, pero Markus les hizo un gesto con el brazo y volvieron a dormirse con serenidad a sus pies.

Me despedí de Mr. Vodka y salí de la madriguera.

Estaba tan concentrado en recordar los objetos que Markus custodiaba que apenas me di cuenta que ya estaba caminando por la calle.

12

 

Las luces del centro de la ciudad centelleaban, el resplandor no me permitía seguir viendo el cielo estrellado que poco antes tenía encima.

Luces, sonidos, gritos, risotadas. Era una mezcla de vida.

Había algunos puestos iluminados en los que vendían comida de lugares perdidos y otros que vendían objetos artesanales.

Las calles eran un ir y venir de personas y, mientras me acercaba poco a poco a la plaza, escuchaba a varios artistas que animaban la noche y entretenían a los paseantes.

Había quien pintaba autorretratos, quien, en cambio, pintaba caricaturas, quien bailaba música de calle y quien, como aquella bailarina de tango, bailaba sola agarrada a un palo de color rojo.

¡Increíble! Aquel palo parecía moverse como un bailarín de tango argentino.

No tenía ni idea de dónde encontrar a aquel payaso en concreto, así que me acerqué al camarero que estaba a mi lado y le pregunté si lo había visto alguna vez y él, ocupado sirviendo unas bebidas, me respondió que los días anteriores lo había visto entre las mesas del bar, pero no aquella noche.

De cualquier manera tenía noticias concretas de la presencia del payaso, así que continué a recorrer la calle con la esperanza de encontrarlo.

Poco después me percaté de que había una multitud a un lado de la plaza, desde lejos parecía latir a causa de su movimiento repetitivo y rítmico y me asombré al ver a aquella hora de la noche a tantos niños que corrían y se colaban dentro para llegar a la primera fila.

Me acerqué a la muchedumbre pero no tenía intención de mezclarme en ella, así que la rodeé y me paré, detrás de un seto, a espaldas del artista, como si estuviera en la parte de atrás del escenario de un teatro intentando ver y apreciar las expresiones de éxtasis e incredulidad en las caras del público.

Lo aplaudía sin parar y hasta yo me quedé tan fascinado por la exhibición que, ni me inmuté por el hecho de haber encontrado el payaso que buscaba.

En realidad no era el típico payaso.

El típico payaso era el que hacía bromas con trompetas, salpicaba agua con flores de plástico y rompía globos de colores. Este, en cambio, jugaba con fuego, lanzaba esferas y cadenas en llamas.

Si Mr. Vodka no me hubiera dicho que era una mujer no me habría dado cuenta nunca.

Tenía un cuerpo andrógino y el espectáculo y el disfraz que llevaba la hacían anónima.

Tenía la cara pintada de blanco, los labios rojos y los ojos ahumados de azul, del mismo azul que las pupilas.

Su largo cabello estaba recogido y cubierto con un gracioso mini sombrero de color negro.

Llevaba un traje negro con enormes círculos de colores y se movía de una manera firme y sinuosa con las coreografías que creaban las estelas de fuego.

Era un espectáculo verdaderamente apasionante.

Seguramente el espectáculo había comenzado hacía un rato porque, en los pocos momentos que se quedaba quieta, se veía que jadeaba y tenía la cara sudada.

Lo daba todo en el espectáculo, ni el frío que hacía la paraba.

Cuando terminó el espectáculo la muchedumbre se concentró en torno a un cesto de color amarillo que dejaron lleno de monedas y billetes.

Muchas personas se acercaron a felicitarla y ella, aunque estaba agotada, les regalaba una bonita sonrisa, aunque quizás ni siquiera sabía lo que le estaban diciendo.

Pensé que había sido un éxito, ya que el cesto estaba hasta arriba y a su alrededor, en el suelo, había muchas más monedas.

Me alejé unos metros porque no tenía monedas para echarle y aunque las hubiera tenido, siendo sincero, no creo que se las hubiera dado.

Pero sí mi felicitación, eso sí que se lo hubiera dado.

Y fue lo que hice a continuación.

Lo hice después de unos minutos, cuando la muchedumbre se retiró.

Me acerqué y le dije: «¡Felicidades! ¡Un espectáculo excepcional!»

Ella, el payaso, estaba sentada en el peldaño del parterre y levantó la mirada sonriéndome.

Me impresionó su sonrisa, la gente casi nunca le sonríe a un vagabundo cuando lo ve, normalmente es una sonrisa de temor o indiferencia, incluso a veces desaparece cuando se dan cuenta de a quien sonríen.

No sé por qué muchos tienen temor de los vagabundos, piensan que son intimidantes y peligrosos.

Ella estaba serena y no me respondió, pero aquella sonrisa era como un
gracias
enorme.

Me quedé allí delante de ella mientras bebía agua y se refrescaba el rostro y la cabeza, mojándose el pelo que había liberado del sombrero.

Tenía una larga melena negra azulado.

«¿Cómo te llamas?» le pregunté.

«¡Ebe!» dijo enseguida.

«¿Es un nombre griego?»

«Sí, es el nombre del dios de la juventud» me explicó.

Tras un instante me preguntó: «¿Qué conoces de Grecia?»

Podría haber presumido de conocer la mitología griega o de estudiar el origen de los nombres, pero me sinceré diciendo que estaba allí por Markus, al que había conocido el día antes en el parque.

Me preguntó por qué estaba allí, pero de un modo y con un tono de voz que me daba a entender que no le importaba nada el motivo, que no le molestaba, solamente le complacía la presencia de alguien con quien charlar un poco.

13

 

No le respondí en el momento.

No por ningún motivo en particular, quizás por la situación y de todas maneras la conversación se desvió hacia otros temas.

Conocía la lengua que yo hablaba y tenía un acento simpático.

Le pregunté de dónde era y me dijo el nombre de una ciudad que jamás había escuchado.

Viendo mi cara se echó a reír y dijo que el nombre en griego de su ciudad no lo conocía nadie pero, al escucharlo en mi lengua me sobresalté afirmando: «¡Claro que lo conozco!» O mejor dicho, la conocía por su nombre e importancia, pero no había estado nunca. Recordaba por algunas fotografías y postales que tenía un gran paseo marítimo en cuyo centro dominaba una torre de piedra sobre la cual ondeaba una enorme bandera griega.

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