Read Nocturna Online

Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (33 page)

Al principio no pudo ver su reflejo porque la imagen daba la impresión de que estaba moviendo la mano con violencia. Sin embargo, la pared, la almohada y el respaldo de la cama se veían inmóviles.

El rostro de Jim se veía difuso, como si estuviera sacudiendo la cabeza frenéticamente, vibrando con tanta fuerza que sus rasgos eran imperceptibles.

El anciano retiró el espejo con rapidez.

—Las bases de plata —dijo Setrakian, dándole golpecitos a su espejo—. Ésa es la clave. Los espejos actuales, fabricados en masa y con marcos pintados, no revelan nada. Pero los espejos con respaldo de plata no mienten.

Eph vio su reflejo de nuevo en el espejo. No hubo variación en la imagen, salvo por el ligero temblor de su mano.

Colocó el espejo sobre la cara de Jim Kent sin moverlo, y vio la mancha borrosa del reflejo de Jim, como si sufriera un ataque de epilepsia, convulsionando con tal fuerza que no se reflejaba con nitidez.

Sin embargo, parecía sereno e inmóvil si se le miraba directamente.

Eph le pasó el espejo a Nora y ella también se quedó sorprendida y asustada.

—Entonces esto significa… que él se está convirtiendo en algo semejante a… al capitán Redfern.

—Después del contagio se inicia la transformación —explicó Setrakian—, y veinticuatro horas después están preparados para su primera ingesta. Se requieren siete noches para la transformación completa, para que la enfermedad consuma el cuerpo y adquiera su nueva forma parasitaria. Alcanzan su madurez total después de unas treinta noches.

—¿Madurez total? —dijo Nora.

—Rece para que esas palabras no se cumplan —comentó el anciano. Hizo un gesto, señalando a Jim—. Las arterias del cuello humano constituyen el punto de acceso más rápido, aunque la arteria femoral es otra ruta directa hacia nuestra sangre.

La cortada en el cuello era tan precisa que no pudieron verla. Eph preguntó:

—¿Por qué sangre?

—Sangre, oxígeno y muchos nutrientes más.

—¿Oxígeno? —preguntó Nora.

Setrakian asintió.

—Sus órganos anfitriones sufren una transformación. Una parte de ésta consiste en que el sistema digestivo y el circulatorio se fusionan en uno solo, a semejanza de los insectos. Su sangre no está compuesta de hierro y oxígeno, elementos que le dan el color rojo a la sangre humana. Por eso, la de ellos es blanca.

—Y los órganos de Redfern parecían casi cancerosos —comentó Eph.

—El sistema corporal se consume y se transforma, y el virus se apodera del organismo. Las víctimas dejan de respirar; simplemente inhalan por acto reflejo, pero sin oxigenar. Los pulmones se hacen innecesarios, por lo cual se secan y se adaptan a la nueva condición.

—Redfern tenía un crecimiento muy grande; era una especie de aguijón muscular completamente desarrollado debajo de la lengua —comentó Eph.

Setrakian asintió como si estuvieran hablando del clima.

—Se hincha cuando se alimenta, y la piel adquiere un color carmesí, al igual que los ojos y la córnea. El aguijón, como usted lo llama, realmente es una reconversión, un reacomodamiento de la faringe, la tráquea y los sáculos de los pulmones, con el crecimiento consiguiente del nuevo músculo. Es como sacarle la manga a una chaqueta. El vampiro puede expeler este órgano desde su cavidad pectoral y lanzarlo a una distancia que oscila entre uno y dos metros. Al diseccionar a una víctima madura, se encontrará un tejido muscular, una especie de bolsa que estimula a este órgano para que se alimente. Lo único que requiere es la ingestión frecuente de sangre humana pura. En ese sentido son como los diabéticos. Pero bueno, usted es el médico y sabrá más que yo.

—Creía que lo era —murmuró Eph—. Hasta ahora.

—Yo pensaba que los vampiros bebían sangre de vírgenes, hipnotizaban… y se convertían en murciélagos… —comentó Nora.

—Se tiene una imagen muy romántica de ellos —replicó Setrakian—, pero la verdad es más… ¿cómo podría decirlo?

—¿Perversa? —apuntó Eph.

—¿Repugnante? —sugirió Nora.

—No —rectificó Setrakian—. Banal… ¿Encontraron amoniaco?

Eph asintió.

—Tienen un sistema digestivo muy compacto —continuó Setrakian—. Sin espacio de almacenamiento. El plasma sin digerir y cualquier otro residuo tiene que ser expulsado para dar cabida al próximo alimento. Es algo muy similar a lo que sucede con las garrapatas, que excretan mientras se alimentan.

La temperatura del cuarto aumentó súbitamente. La voz de Setrakian se convirtió en un susurro helado.


Strigoi
—murmuró—. Aquí…

Eph miró a Jim; tenía los ojos abiertos, las pupilas oscuras y la esclerótica con un color que iba del gris al naranja, como el del cielo al amanecer. Miraba fijamente hacia el techo.

Eph sintió una punzada de terror. Setrakian se puso rígido y agarró la empuñadura de su bastón, rematada por la cabeza de lobo, listo para golpear a Jim. Eph sintió la energía que emanaba del anciano, y le impactó el odio profundo y ancestral que advirtió en sus ojos.

—Profesor… —dijo Jim, con un ligero susurro que escapó de sus labios.

Sus párpados se cerraron de nuevo, y Jim se sumergió otra vez en una especie de trance.

Eph miró al anciano.

—¿Por qué… le conoce?

—No me conoce —respondió Setrakian, con el bastón en vilo—. Él es como un zángano en una colmena: un conjunto de muchos órganos que obedecen a una sola voluntad. —Miró a Eph y le dijo—: Hay que destruirlo.

—¿Qué? —exclamó Eph—. Eso no.

—Él ya no es su amigo —insistió Setrakian—. Es su enemigo.

—Aunque eso fuera cierto, sigue siendo mi paciente.

—Este hombre no está enfermo. Ha pasado a un estado que va más allá de la enfermedad. En un par de horas ya no podrá reconocerlo. Además, es sumamente peligroso dejarlo aquí. Ya vio lo que sucedió con el piloto; todas las personas que se encuentran en este hospital correrán un riesgo enorme.

—¿Qué sucede si… él no consigue sangre?

—Comenzará a desmoronarse. Si no bebe sangre antes de cuarenta y ocho horas, su organismo empezará a fallar, y su cuerpo devorará sus propios músculos y células humanas, consumiéndose a sí mismo de una manera lenta y dolorosa, hasta que sólo prevalezca su sistema vampírico.

Eph negó enfáticamente con la cabeza.

—Necesito formular un protocolo para el tratamiento. Si esta enfermedad es causada por un virus, tendré que investigar para encontrar la cura.

—Sólo existe una cura: la muerte, la destrucción del cuerpo. En este caso, una muerte compasiva —le rebatió Setrakian.

—No somos veterinarios —replicó Eph—. No podemos matar a las personas porque estén muy enfermas.

—Pero usted lo hizo con el piloto.

—Era un caso diferente —tartamudeó Eph—. Él atacó a Nora y a Jim… y también a mí.

—Si realmente aplica su filosofía de defensa propia, verá que también es válida en esta situación.

—Y lo mismo sucedería con los genocidios.

—Supongamos que el objetivo de ellos es la subyugación total de la raza humana: ¿cuál sería su respuesta entonces?

Eph no quería sumergirse en ese tipo de abstracciones. Jim era su colega y amigo.

Setrakian comprendió que no lograría convencerlos todavía.

—Muéstrenme entonces los restos del piloto. Tal vez así pueda persuadirlos.

Bajaron por el ascensor sin decir palabra. Llegaron al sótano y en lugar de encontrar la morgue cerrada, vieron la puerta abierta. La administradora del hospital y varios agentes de la policía se encontraban allí.

Eph se acercó a ellos.

—¿Qué pasa…?

Observó el pomo abollado, el marco metálico agrietado, y constató que la puerta había sido forzada.

La administradora no lo había hecho. Algún intruso había irrumpido allí por la fuerza.

Eph miró el interior de la morgue.

La mesa estaba vacía y el cuerpo de Redfern había desaparecido.

Eph se dirigió a la administradora con el fin de pedirle más información, aunque, para su sorpresa, vio que ella retrocedía y lo miraba de una forma extraña mientras hablaba con los agentes.

—Debemos irnos ya —urgió Setrakian.

—Tengo que saber dónde están sus restos —respondió Eph.

—Han desaparecido —dijo Setrakian—. Y nunca serán encontrados.

El anciano sujetó a Eph del brazo con una fuerza sorprendente.

—Creo que ya han cumplido su propósito.

—¿Su propósito? ¿Cuál podría ser?

—Distraer, pues está tan poco muerto como los demás pasajeros que una vez estuvieron en las morgues.

Sheepshead Bay, Brooklyn

G
LORY
M
UELLER
, quien había enviudado recientemente, encontró un informe sobre los cadáveres desaparecidos del vuelo 753 mientras buscaba información sobre sucesiones matrimoniales en Internet. Siguió leyendo y encontró un cable noticioso: la Oficina Federal de Investigación daría una conferencia de prensa en una hora, en la que anunciaría una recompensa mayor por cualquier información sobre los cuerpos de la tragedia de Regis Air que habían desaparecido de las morgues.

Se asustó mucho al leer esto, pues recordó que la noche anterior había despertado de un sueño y escuchado ruidos en el desván. Recordaba únicamente que Hermann, su esposo recién fallecido, había regresado del mundo de los muertos. Todo había sido un malentendido, la extraña tragedia del vuelo 753 realmente nunca había sucedido, y entonces Hermann había entrado por la puerta trasera de su casa en Sheepshead Bay con una sonrisa de «así que creías que te ibas a deshacer de mí», y le había pedido un plato de comida.

Públicamente, Glory había representado el papel de la viuda acongojada, y se seguiría comportando así en todas las citas del tribunal y procedimientos legales que tuviera por delante. Sin embargo, en privado, consideraba las trágicas circunstancias que se habían cobrado la vida de su esposo —con el que llevaba casada trece años— como una bendición.

Trece años de matrimonio. Trece años de abusos continuos, que fueron aumentando con el paso del tiempo, y últimamente presenciados por sus hijos de nueve y once años de edad. Glory vivía sobrecogida por los cambios temperamentales de su esposo y había llegado a pensar —lo cual básicamente había sido un sueño demasiado arriesgado para haberlo intentado en la realidad— qué habría pasado si se hubiera marchado con sus hijos mientras su esposo visitaba a su madre agonizante en Heidelberg. Pero ¿adónde habría podido ir? Y más importante aún: ¿qué castigo les habría impuesto a ella y a los niños si los hubiese encontrado, como sabía que efectivamente habría sucedido?

Sin embargo, Dios era bueno y finalmente había atendido a sus plegarias. Ella y sus hijos habían sido escuchados, y aquel foco de violencia había sido erradicado de su hogar.

Subió las escaleras, miró la trampilla que había en el techo, y la cuerda que colgaba de ella.

Seguramente los mapaches habían regresado. En una ocasión, Hermann atrapó a uno en el desván. Lo llevó al patio de atrás y asesinó salvajemente a la indefensa criatura delante de sus hijos.

Pero eso era un suceso del pasado, y ya no tenía nada que temer. Sus hijos tardarían al menos una hora en llegar, y decidió subir al desván para sacar todas las pertenencias de Hermann. El camión de la basura pasaba los martes, y ella quería deshacerse de ellas ese mismo día.

Necesitaba un arma, y lo primero que se le ocurrió buscar fue el machete de Hermann. Lo había comprado algunos años atrás y lo guardaba en una funda de hule, dentro de la caja de las herramientas. Cuando ella le preguntó por qué había conseguido un arma propia de la selva en un lugar como Sheepshead Bay, él le contestó con desprecio: «Nunca se sabe».

Este tipo de constantes amenazas veladas era el pan de todos los días. Glory sacó la llave de la despensa para abrir la caja de herramientas. Encontró el machete debajo de algunos implementos de jardinería y de un juego de croquet que les habían dado de regalo de bodas, y que utilizaba para partir leña. Llevó el paquete a la cocina y lo dejó sobre la mesa, vacilando antes de desenvolverlo.

Glory le atribuía propiedades maléficas al machete. Siempre había imaginado que desempeñaría un papel determinante en la suerte de su hogar; probablemente sería el instrumento con el cual Hermann le quitaría la vida. Así pues, lo desenfundó con mucho cuidado, como si le estuviera quitando los pañales a un bebé diabólico. A Hermann nunca le había gustado que ella tocara sus cosas.

La hoja metálica era larga, ancha y plana. El mango tenía pequeños lazos de cuero de color café claro, desgastados por el uso que le había dado su antiguo propietario. Lo tomó, le dio la vuelta, y sintió el peso de ese extraño objeto en su mano. Vio su propio reflejo en la puerta del microondas y le asustó verse con un machete en la cocina.

Él la había trastornado.

Subió las escaleras con el machete en la mano. Se detuvo frente a la puerta del techo y haló la pequeña manija. La puerta rechinó y se abrió en un ángulo de cuarenta y cinco grados. El ruido asustaría a cualquier criatura que estuviera allí. Escuchó con atención para detectar algún sonido, pero no oyó ninguno.

Movió el interruptor que había en la pared pero la luz no se encendió. Lo movió un par de veces más sin conseguir resultados. La última vez que subió allí fue después de Navidad; la bombilla seguramente se había fundido. Sin embargo, la luz que entraba por una ventanilla lateral alcanzaba a iluminar el recinto.

Extendió las escaleras plegables, subió tres peldaños y vio el piso del desván. Estaba sin terminar, y los paneles de fibra de vidrio con revestimiento de aluminio estaban desenrollados entre las vigas. Las láminas de madera contrachapada se extendían en forma de cruz, a manera de sendero hacia los cuatro costados del piso.

El desván estaba más oscuro de lo que esperaba, y vio dos estantes con su ropa vieja que habían sido movidos para tapar la ventana. Era la ropa de su vida anterior a Hermann, envuelta en bolsas de plástico guardadas desde hacía trece años. Movió los estantes para tener más luz. Quería echarle una mirada a su ropa y recordar cómo se vestía antes. Pero en ese instante vio que una parte del piso estaba descubierta, más allá de las láminas de madera, y que la capa aislante que lo recubría estaba levantada.

Después vio otra parte descubierta, y después otra.

Se detuvo en seco, pues sintió que detrás de ella había algo. Le dio miedo darse la vuelta pero recordó que tenía el machete en la mano.

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